Cosas que hacer para salir de la rutina...

A veces sientes ganas de romper con todo. Unas porque no comprendes de qué va tu historia o cuál es tu papel exacto dentro de ella y se te ocurre deshacerte del disfraz y otras por el simple hecho de adoptar la vida de alguien diferente.
Una vez hice algo fuera de lo común tan sólo para observar reacciones ajenas. Entremos en situación: estas en un hotel de Jaén. Es tu tercer día de comida italiana a domicilio que pides en la pizzería de la esquina. Estar en Jaén y no hacer dieta mediterránea es pecado mortal. Cualquier cosa de la hoja promocional viene envuelta en mozzarella. El sabor suave de la mozzarella uniforma los días y las noches de encierro en tu habitación del Xauen. Estás viviendo una eternidad pringada en mozzarella y tomate, porque no te gusta la comida del congreso. En realidad: lo que no te gusta es la compañía.

Tu maleta después de tres días allí aún permanece cerrada, como un maletín de primeros auxilios, dispuesta a salir corriendo en cualquier momento.
No recuerdas lo que se te pasa por la cabeza para desencadenar el tsunami pero sacas de la maleta una falda de gasa, unas sandalias de cuña, una camiseta roja y una blusa transparente. Después vuelves a cerrarla y la arrastras hasta el ascensor. La maleta rueda por las escaleras de mármol. Desde la recepción te miran haciendo el número circense con gesto de sorpresa contenida pero nadie hace amago de echarte una mano. Llevas todo a la esquina y lo dejas junto a un contenedor de vidrios. Este es el último homenaje a la ropa con la que has compartido tu pasado más inmediato; dejarla dentro de un contenedor de basura habría sido injusto. Prefieres hacer una donación a la Humanidad.

Desde tu habitación del segundo piso ves la calle perfectamente a la hora bruja. No tarda en aparecer la primera presa tras el señuelo. Una mujer de aspecto africano inaugura el mercadillo; abre la maleta y se lleva el bikini negro de lentejuelas, el pantalón gris de raya diplomática y la camiseta de flores con la frase “Si quieres que te sigan las mujeres, ponte delante” regalo de Amor nº 12- el último objeto que te ataba a él-. Inconscientemente te alegras –nunca escogiste a tus parejas precisamente por el buen gusto para elegirte la ropa-. Abre el neceser y vuelve a dejarlo en su sitio. Escrupulosa o pragmática, abandona a su suerte un colorete de Bourgeois y una base de maquillaje de Dior.
Tres chicos con aspecto de raperos llegan más tarde y a modo de ritual mágico, como si se tratara de una tribu de cherokees alrededor de una hoguera, danzan junto a la maleta desvalijada por la mujer africana. Uno de ellos se pone un sujetador y un tanga en la cabeza y se va calle abajo a ritmo de rap.
El siguiente es un chico alto que ha visto tu camisón turquesa y se ha puesto a olerlo. Tu olor debe de haber sido de su agrado porque después lo ha enrollado y lo ha metido en su mochila de Calvin Klein. Tal vez un fetichista. No te molesta la idea.

Después una chica de unos veinte años pasada de peso ha cogido tu vestido de seda salvaje verde y lo ha aplastado contra su cuerpo mirándose reflejada en el escaparate cercano. Te entran ganas de gritar “¡Deja eso! Ese no entra en la oferta”. Pero no dices nada, sino que lo contemplas ondeando al viento en las manos de la chica obesa que tiene aspecto de borderline. Era un vestido que no te ponías desde hace siglos, pero lo has llevado siempre contigo. Esa chica nunca tendrá un cuerpo apropiado para llevarlo puesto, pero no parece darse cuenta.
Una anciana con aspecto de indigente se ha parado a examinar tus medias. Sientes un poco de vergüenza por poderes por no haber dejado medias en mejores condiciones para ella.

Por último, como colofón, un perro se orina sobre la bolsa roja, sobre tu vestido a rayas y tus sandalias de esparto, dando por finalizado el asalto.

Y tú te sientes vacía, extrañamente vacía, pero liberada.

La Dama