Como Peces de Ciudad

viernes, 31 de octubre de 2008



"Me muevo suavemente hacia delante por el suave y hermoso mundo inexplorado submarino. Floto en el silencio, acorde con el sonido de mi respiración.

Por encima nada, solo una luz brillante, el lugar de donde vengo y al que regresaré cuando acabe aqui. Soy submarinista. Practico el submarinismo.

Bajo un poco más y veo rocas arrugadas y algas oscuras hacia un profundo azul donde me espera un banco de peces plateados. Al atravesar el agua las burbujas estallan, como pequeñas medusas intentando subir.

Compruebo el oxígeno. No me da tiempo a verlo todo, y por eso es algo tan especial."


(De: "Un puente hacia Terabithia")

El Inventor

miércoles, 29 de octubre de 2008



Tras muchos años de esfuerzos, un inventor descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones del Norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en sus ventajas.

La gente quedó tan encantada con semejante novedad que ni siquiera se le ocurrió dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí un buen día sin que nadie se percatara. Como era uno de esos pocos seres humanos dotados de grandeza de ánimo, no deseaba ser recordado ni que le rindieran honores; lo único que buscaba era la satisfacción de saber que alguien se había beneficiado de su descubrimiento.

La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan deseosa de aprender como la primera. Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha, entronizaron un retrato del Gran inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia para borrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que no se alterara ni se omitiera una sola rúbrica de la mencionada liturgia.

Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre, y se hizo correr el rumor de que curaban de sus dolencias a todo aquel que pusieran sus manos sobre ellos con fe.

El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir una Vida del Inventor, la cual se convirtió en el Libro Sagrado, que presentaba su amorosa bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.

Los sacerdotes se aseguraban de que el Libro fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la excomunión a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida.

Y la gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de hacer fuego.


(De la web)

Los Ladrones de Sombras

martes, 28 de octubre de 2008



Cuentan que hubo unos dioses que tuvieron un terrible despiste al crear su mundo. Lo dotaron de todos los detalles, estaba a la última, y crearon los seres a su imagen y semejanza salvo por un pequeño detalle: la sombra. Tenían prisa por terminar y cuando hicieron el recuento de seres y sombras no hicieron bien el cálculo y pusieron una sombra menos en su mundo. Así condenaron a uno de sus habitantes a vivir sin sombra. Ese habitante crecía y vivía marginado, hasta que, con astucia, lograba robarle la sombra a otro de los seres, que pasaba a ser entonces el apestado, "el sinsombra". Hubo en su historia insignes sin sombra, que pese a su marginalidad, lograron grandes cosas, incluso los hubo luchadores que reivindicaron la condición del sinsombra. Pero todos, hasta el mayor luchador, albergaba en su alma la esperanza de robarle la sombra a otro. Así ocurrió hasta el comienzo de los nuevos tiempos. Un joven despistado, enamoradizo y soñador leía en un parque. Su sombra se prolongaba por el césped hasta un riachuelo artificial. El sinsombra se acercó sigilosamente y se la robó sin piedad. Sólo cuando escuchó la risa del que había sido el sinsombra hasta entonces se dio cuenta de su desgracia. Caminó largas horas y sintió la mirada y el dedo inquisidor de sus iguales. Por dentro se le comía el deseo de robar otra sombra, de volver al plano de los que existen. Pero no podía. Durante meses se negó a salir de su habitación. Su madre le advertía que iba a quererlo igual, pero cuando salía no podía evitar la repulsión y la pena de verlo sin ella. Fue entonces cuando se decidió. Una noche oscura y tormentosa, como no podía ser de otra forma, salió decidio a robar una sombra y volver a ser el que era. Se escondió en una esquina y esperó, y esperó, hasta que se acercó una tierna figura de mujer. No se fijó en sus largas piernas, en sus brazos dulces de leche y chocolate, en su larga melena, en sus ojos color zafiro. Tan sólo miró la sombra, a la que acechaba con ansia. Cuando pasó a su lado se lanzó sobre ella, pero calculó mal y en lugar de abrazar la sombra lo que hizo fue abrazarla a ella. Se asustaron y cuando el miedo les permitió recuperarse se miraron a los ojos. Suspiraron, algo por dentro se había colado, algo extraño y maravilloso. Cuando se fundieron en un largo beso no se dieron cuenta de que los dos formaban una única sombra. Así fue como en aquel mundo los hombres, aquella pareja de enamorados, solucionaron el despiste de los dioses.

(Del blog: El Trastero de la Imaginación)

Almas Gemelas



Y separó el Dios de los dioses un alma de sí mismo y la hizo bella.
Y le dio una copa de alegría y le dijo:
"No beberás de esta copa sino cuando hayas olvidado el pasado y te hayas desinteresado del futuro".
Y le entregó una copa de tristeza, y le dijo:
"Beberás de esta copa para que puedas apreciar la dicha de la vida".
Y puso en ella el amor que la abandona ante el primer suspiro de conformidad,y una dulzura que desaparece ante la primera palabra de orgullo.
Y del cielo hizo bajar sobre ella el conocimiento para que la orientase hacia el camino de la verdad.Y en sus profundidades puso una visión capaz de ver lo invisible.Y creó en ella sentimientos que fluyen con las imágenes de la imaginación,y que corren con los fantasmas.
Y la vistió con un traje que los ángeles tejieron de las ondulaciones del arco iris. Y luego puso en ella la oscuridad de la duda, que es la sombra de la luz.
Y tomó un fuego del volcán de la ira, y vientos del desierto de la ignorancia,y arenas de las riberas del mar del egoísmo, y tierra hollada por los pies de los siglos, y amasó el hombre.
Y le dio una fuerza ciega que explota en la locura y se calma ante los deseos. Y le dio la vida que es la sombra de la muerte.
Y el Dios de los dioses sonrió entonces y lloró, y sintió un amor sin fin ni limites,e hizo la unión del hombre con su alma.

(Khalil Gibrán)

Amor

lunes, 27 de octubre de 2008



AMOR I

A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.


AMOR II

Pretende que yo estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece, lo atribuye a su propio ardor. Pero me ama. Y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy bien que seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.

(Raúl Brasca)

Aurora

domingo, 26 de octubre de 2008




Cuando en las noches pálidas de luna
Cerca de tu ventana -una por una-
Me cuentas tus hermosas ilusiones,
Cuando de tu mirada soñadora
El rayo como lumbre de una aurora
Ahuyenta mis enjambres de visiones;
Cuando reclinas blanda la cabeza
En mi hombro y disipas mi tristeza
y me acompañas en mis locos sueños,
Cuando de la ventura en el exceso
Sellas mi dicha con ardiente beso
De tus labios rosados y risueños-
Entonces como el náufrago -que asido
De una frágil tablilla- va perdido
Y recuerda la plácida ribera
Mientras la oscura noche negra y fría
Y la inmensa extensión muda y sombría
Y el tempestuoso mar halla doquiera
Y que ve serenarse el horizonte
y destacarse el azulado monte
Sobre la claridad de áureo celaje
Y aparecer -en vaga lontananza
Lleno de luz de vida y de bonanza-
Primaveral, bellísimo paisaje,
Entre las sombras de la vida mía
Se levanta la luz de un nuevo día
Sin albor ni crepúsculo indeciso...
En la mirada de tus negros ojos,
En el aliento de tus labios rojos,
¿Quién no sabrá forjarse un paraíso?

(José Asunción Silva)

En tu Jardín Secreto

viernes, 24 de octubre de 2008




En tu jardín secreto hay mercenarias
dulzuras, ávidas proclamaciones,
crueldades con sutiles corazones,
hay ladrones, sirenas legendarias.

Hay bondades en tu aire, solitarias
multiplican arcanas perfecciones.
Se ahondan en angostos callejones,
tus árboles con ramas arbitrarias.

Alguna vez oí el chirrido frío
de un portón que al cerrarse me dejaba
prisionera, perdida, siempre esclava

de tu felicidad que junto a un río
bajaba entre las frondas a un abismo
de intermitente luz, con tu exorcismo.

(Silvina Ocampo)

Rareza




Ellos se conocieron por casualidad, que es como se suelen encontrar los grandes amores casi siempre, por casualidad, por una llamada equivocada, por un encuentro fortuíto.
A ellos lo que les pasó fue que él había quedado en aquel café con una persona que no vino, y claro, la vió a ella, sentada en la mesa del café, radiante. Así que, harto de esperar, no se cortó un pelo y dijo -bueno, ya que he venido hasta aquí, no puedo desaprovechar esta ocasión- se acercó a la mesa y dijo:

- ¿Me permite?-

- Por supuesto-

Esto sólo suele pasar en las historias que te cuentan otros, nunca en la vida real. Por lo general cuando dices:

-¿ Me permite?-

Ellas te dicen...-¿De qué?

A lo mejor ella estaba esperando también a alguien que no vino, quién sabe..¡ yo qué se!. Habrá que inventar otra historia en la que ella le diga:

-¿De qué?

En este caso ella le invitó a él para que se sentase y él, se sentó; y claro, no había de qué hablar...

-¿ Y qué lees?

Lo malo fue que él no había leído nada del escritor que ella estaba leyendo y...empezamos mal, muy mal, por ahí no.

-Pues...¡ bonito día!

Pero enseguida empezaron a profundizar, porque ella dijo:

-Si, la verdad es que...hace un bonito día- ( y aunque no lo hiciera )

Pero poco a poco, él fue venciendo esa timidez que le caracteriza, y fueron profundizando. Al principio él, para llamar su atención, contó alguna mentira; que si era escritor...aunque luego reconoció que nunca le habían publicado nada, pero eso vino más tarde cuando ya se conocían más, cuando pasaron del café a La Habana con Coca-Cola.
Por entonces ya descubrieron que tenían más afinidades de las que creían al principio, que compartían gustos cinematográficos, y por eso fue que él le dijo:

- Oye, y si vamos a ver ésta... ¿ has visto La Vida es Bella?-

- No -

- Oye, quedamos el fin de semana...-

- Vale -

Y aquel fin de semana pues, yo no se muy bien si para sorprenderla o no, el caso es que él rompía a llorar en cada escena en las que salía el chaval pequeño.
Ésto a ella le enterneció. Yo quiero pensar que era de verdad.

Resulta que coincidían también en malos gustos musicales y le dijo:

- Oye, este fin de semana toca Ismael Serrano...-

- Ismael...¿qué?

-Pero a ti te gustan los cantaautores?-

-Los de verdad me gustan, si-

Pero él, lo consiguió y fueron y, cuando él empezó a cantar aquella de "Vértigo" pues...se atrevió a cogerle la mano, claro, y poco a poco se fueron, inevitablemente enamorando, pero no por Ismael Serrano ni por el Vértigo, quizá más por aquello de llorar con "La vida es bella".

Una mañana él se levanta y al abrir los ojos se da cuenta que está perdidamente enamorado de ella. Y quedaron, entonces, en aquel café en el que se conocieron. Que casualidad, en momentos importantes se suele coincidir, casi siempre, en los mismos sitios.
Fue allí donde ella le dijo:

- ¿Sabes? Creo que me tengo que ir durante un tiempo.-

- Yo te iba a decir casi lo contrario. Que te quedaras conmigo para toda la vida-

- No te preocupes, porque yo estaré esperando el dia en que vuelva para retomar contigo este camino que emprendimos. Además, cada quince días, puntualmente, te mandaré una carta, en la que te contaré todo lo que he hecho, todo lo que siento, todo lo mucho que te echo de menos y todo lo poco que nos falta para vernos. Y él dijo:

- Pues bueno, pues vale...pero si no te vas casi mejor, ¿no?

Pero se fue. Fue entonces cuando descubrió que aquello no tenía remedio y que estaba locamente enamorado, que no había ningún elixir que hiciera que la olvidase, que no era cierto aquello de que un clavo saca a otro clavo y que a veces es cierto que los amores a primera vista existen...¿ Es qué acaso hay otros?

A los quince días, puntualmente, llegó la carta de ella, toda llena de besos y de caricias, de "te echo de menos".
Él lloró, ésta vez era de verdad, y guardaba las cartas con mucho cariño encima de la mesilla.
Pasaron quince días y otros quince y otros quince y las cartas se iban acumulando, y su vida consistía en esperar a que llegara el décimoquinto día, abrir el buzón y encontrar la carta de amor en la que ella prometía volver y esperar esa carta en la que ella le diría que volvería pronto. Y pasaron años, muchos años. Ya las cartas casi no cabían en la casa. Se compró una gran caja fuerte para guardarlas todas, porque era su gran tesoro, porque vivía para leer las cartas que ella le mandaba, porque ella era lo que más quería.

Y así pasaron, creo, que más de 10 años, pero un día ella, sin saber cómo ni porqué, dejó de escribir y ese día él se encontró el buzón vacío y el alma partida en dos.
Ahora sólo podía vivir de recuerdos, leyendo aquellas cartas que ella le había escrito con tanto cariño.
Un día, él salió de casa, porque tenía que salir, y unos ladrones entraron en su casa y al ver allí la gran caja fuerte, no se lo pensaron dos veces, porque pensaron que debía de esconder algo muy valioso, grandes riquezas y se la llevaron.
Imaginaos la desolación de nuestro protagonista cuando llegó a su casa y vió que le habían robado lo que más quería, lo que le hacía sentirse vivo algunas tardes de domingo, cuando no sonaba el jodido teléfono, cuando releía aquellas cartas y aquellas promesas.

Suele pasar que a veces los ladrones son buenas personas, y éste era el caso. Pero imagináos la cara de los ladrones cuando abrieron la caja y se encontraron montones de cartas de amor, declaraciones imposibles.
Hombre, el jefe...se enfadó un poquito, porque la caja pesaba y llevarla hasta la guarida no era moco de pavo.
Nuestro hombre vagaba, casi moribundo, por las calles de su ciudad, con la esperanza de encontrar alguna carta, alguien que le hablara de una caja fuerte llena de cartas, perdido sin saber que hacer.

El jefe ladrón, en un principio dijo que lo que había que hacer era tirarlas al río o bien quemarlas, lo que fuera, pero que desaparecieran inmediatamente. Pero el más jóven de los ladrones, era el más bueno, y se le ocurrió una gran idea.

Un día, nuestro hombre llegó a casa, después de estar buscando toda una tarde, y al abrir el buzón...adivinad lo que se encontró...una carta. Los ladrones, habían decidido mandarle las cartas tal y como ella se las había mandado, puntualmente cada quince días, por riguroso orden.

Ahora él, resucitaba con la esperanza de revivir aquellos momentos, en los que, quizá, algún día, abriría la carta en la que ella diría "Pronto estaré allí"

(Ismael Serrano)

Ausencia

jueves, 23 de octubre de 2008



Hay ausencias
que son como el olvido
que empolvan madrugadas y semillas
que se fueron perdidas a esos mares
donde nunca podrán hallar la orilla.

Hay ausencias que rozan con el alba
mariposas celosas del espacio
austeras prisioneras de las flores
que te ponen su miel para los labios.

Ausencia remoto fantasma
que violas las puertas que cantas
que gritas al cielo esa voz
que has llevado contigo
que escribes tú la canción que falta
que siempre nos recuerdas la distancia.

Hay ausencias
gaviotas que te salvan
que desdeñan fronteras y estaciones
que rondan las paredes, las palabras
dibujando la fe con sus creyones.

Hay ausencias
que te hablan de un mañana
que se tornan de todos los colores
que te ponen el mundo en la ventana
y de esperanza llenas los balcones.

(Liuba María Hevia)

El Caballero de las mil y una lunas

miércoles, 22 de octubre de 2008



Hay quien sobrevive de la caridad de otros y hay quien malvive en la opulencia derrochando aquello que le sobra.
Anoche, como viene siendo costumbre, velaba el sueño de la ciudad, que por las noches resopla a través de sus alcantarillas, como un dragón dormido. En la metrópolis que duerme, viven dos mil ciudades distintas. Unas yacen sobre colchones de plumas y otras sobre los espinos de un destino incierto y las cenizas de un pasado venido a menos. Ayer volví a bajar a los infiernos para contemplar la decadencia de quien fuera ave del paraíso en otro tiempo. El habitante de las mil y una noches, dejó hace años a su Sherezade en tierras de frágil memoria y se entregó en cuerpo y alma a la que desde entonces ha sido una amante cruel y, literalmente, embriagadora. Sobre un colchón prestado de espuma, se veía sostenerse a penas sentado, a un viejo lobo de mar de ojos tristes. Cuando la esperanza se gastó hace años, las formas es lo que sigue distinguiendo a los caballeros de los desharrapados. Y yo veía relucir el yelmo del caballero detrás del aliento aguardentoso de un viejo, disfrazado por el alcohol y la miseria. Sólo cuando miras al fondo de los ojos, aparece el reflejo de la persona con la que hablas y dejas atrás el hábito del monje.
Nos tratamos con cortesía inusual en estos tiempos de confianzas improvisadas que atentan contra la intimidad y dejan en entredicho el buen gusto, y danzamos a la luz de una lámpara de bajo consumo el blues de la soledad. En dos frases me resumió su vida y cuando el corazón estaba a flor de piel, decidí que una discreta retirada a tiempo no es nunca una derrota, si tratas de mantener íntegra una dignidad maltrecha, un corazón recosido y una memoria reconvertida en caja de Pandora.
Cuando nos fuimos, un agradecimiento sincero, selló el encuentro fugaz. Él se despidió del ángel y yo me despedí del caballero de la triste figura que me brindaba un guiño por detrás de los ojos tristes de las mil y una lunas, perdidos en una noche fría de otoño.

(La Dama)

El Blues de la Soledad



Tuvo la culpa esa canción
que un taxista me silbó
¿Sabe si existe aquel café?
¿Cómo iba a suponer
que estarías tocando allí,
en el mismo piano diez años después
para mí?

Noches de rabia y juventud
empapadas en un blues.

No te dije que estabas más guapa
ni tú, el socorrido "chaval, ¡qué joven estás!"
y apuramos por fin la botella
que hace diez siglos dejamos a la mitad.

¿Te quedarás a la actuación?
Aún me sé nuestra canción.

Dicen que el blues es un estado mental,
un manual para aprender a llorar,
la banda sonora del desamor,
un gato en celo oculto en un callejón.
En el mismo club
al calor del blues
de la soledad
la lluvia nos ha vuelto a juntar.

Pensar que un taxi me empujó
a sacarte del baúl.
En naftalina conservó
tus caderas el alcohol.
No me digas que se estrelló
en el asiento de atrás de un Volkswagen azul
nuestro blues.

No preguntes más cosas,
que el tren del olvido entre a saco en la vida
como un vendaval.
Al lugar donde has sido feliz
es mejor que no trates nunca de regresar.

Una canción de "Goma Dos"
conectada al corazón.


(Joaquin Sabina y Antonio García de Diego)

Canción de la noche sola

martes, 21 de octubre de 2008





Fue mía una noche. Llegó de repente,
y huyó como el viento, repentinamente.
Alumna curiosa que aprendió el placer,
fue mía una noche. No la he vuelto a ver.
Fue la noche sola de una sola estrella.
Si miro las nubes, después pienso en ella.
Mi amor no la busca; mi amor no la llama;
la flor desprendida no vuelve a la rama,
y las ilusiones son como un espejo
que cuando se empaña pierde su reflejo.

Fue mía una noche, locamente mía:
me quema los labios su sed todavía.
Bella como pocas, nunca fue más bella
que soñando el sueño de la noche aquella.
Su amor de una noche sigue siendo mío:
la corriente pasa, pero queda el río;
y si ella es la estrella de una noche sola,
yo he sido en su playa la primera ola.

Amor de una noche que ignoró el hastío.
Somos las distantes orillas de un río,
entre las que cruza la corriente clara,
y el agua las une, pero las separa.
Amor de una noche: si vuelves un día,
ya no he de sentirte tan loca y tan mía.
Más que la tortura de una herida abierta,
mi amor ama el viento que cierra una puerta.

El amor florece tierra movediza,
y es ley de la llama trocarse en cenizas.
El amor que vuelve, siempre vuelve en vano,
así como un ciego que tiende la mano.
Amor de una noche sin amanecer:
¡acaso prefiero no volverte a ver!

(José Ángel Buesa)

Amor tardío






Tardíamente, en el jardín sombrío,
tardíamente entró una mariposa,
transfigurando en alba milagrosa
el deprimente anochecer de estío.

Y, sedienta de miel y de rocío,
tardíamente en el rosal se posa,
pues ya se deshojó la última rosa
con la primera ráfaga de frío.

Y yo, que voy andando hacia el poniente,
siento llegar maravillosamente,
como esa mariposa, una ilusión;

pero en mi otoño de melancolía,
mariposa de amor, al fin del día,
qué tarde llegas a mi corazón...

(José Ángel Buesa)

Es lo que es hay lo que hay



Fueron como una habitación de hotel sin pasado ni futuro
fueron lo que fueron porque Dios se empeñó en que fuera así
no quedó como constancia de su encuentro
más que el día, el año y mes en la pared
escrito con las uñas en el yeso de aquel viejo hotel.
Los dos sabían que los que los lazos del amor se hacen de espino
los dos sabían que quererse es condenarse hasta el final
los dos sabían que a menudo no es bastante un yo te quiero
pero vida no hay más que una y que yo sepa no dan más.

Por ahora no dan más, es lo que es hay lo que hay por ahora no dan más
es lo que es hay lo que hay por ahora no dan más.

Y la noche de sus vidas se fue yendo como vino en un susurro
si valió la pena o no el tiempo dirá
se miraron a los ojos hasta verse el uno al otro el corazón
deseándose cuatro ases a la próxima ocasión.
Los dos sabían que los que los lazos del amor se hacen de espino
los dos sabían que quererse es condenarse hasta el final
los dos sabían que a menudo no es bastante un yo te quiero
pero vida no hay más que una y que yo sepa no dan más.

Por ahora no dan más, es lo que es hay lo que hay por ahora no dan más
es lo que es hay lo que hay por ahora no dan más.


(Revólver)

Amor se llama el juego

lunes, 20 de octubre de 2008



Hace demasiados meses
que mis payasadas no provocan tus
ganas de reir.
No es que ya no me intereses
pero el tiempo de los besos y el sudor
es la hora de dormir.
Duele verte removiendo
la cajita de cenizas que el placer
tras de sí dejo.
Mal y tarde estoy cumpliendo
la palabra que te di cuando juré
escribirte una canción.
un dios triste y envidioso
nos castigó
por trepar juntos al árbol
y atracarnos con la flor de la pasión
por probar aquel sabor.
El agua apaga el fuego
y al ardor los años,
amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño.
Y cada vez peor
y cada vez más rotos
y cada vez más tú
y cada vez más yo
sin rastro de nosotros.
Ni inocentes ni culpables
corazones que desbroza el temporal,
carnes de cañón.
No soy yo, ni tu, ni nadie,
son los dedos miserables que le dan
cuerda a mi reloj.
Y no hay lágrimas
que valgan para volver
a meternos en el coche
donde aquella noche en pleno carnaval
te empecé a desnudar.
El agua apaga el fuego
y al ardor los años,
amor se llama el juego
en el que un par de ciegos
juegan a hacerse daño.
Y cada vez peor
y cada vez más rotos
y cada vez más tú
y cada vez más yo
sin rastro de nosotros.

(Joaquin Sabina)

La extraña



Después de tantos meses, el paseo vespertino era una rutina más, un invariable deambular por las calles del barrio y los parques cercanos.
La costumbre traza itinerarios. Así, aunque uno se dejase ir al azar, los propios pasos se amoldaban a la monotonía grisácea de las aceras y conducían siempre a los mismos destinos, a idénticos regresos.
Salvo esporádicos encuentros con algún vecino o intrascendentes conversaciones accidentales, nunca sucedía nada.

Pero esa tarde de martes —lo mismo podría haber sido viernes o domingo; así de plano era mi horizonte por esa época— hubo un cambio.
Como tantos otros días a lo largo del tedioso e inacabable periodo de convalecencia, yo había salido a caminar por el barrio. Ya de vuelta, intentaba introducir la llave en la puerta para entrar en el viejo edificio donde vivía, cuando vi a la chica. Algo en ella me llamó la atención, y por eso me quedé mirándola, con cierta curiosidad.
Cuando llegó a mi lado, se quedó allí parada, como esperando que terminase de abrir de una vez la puerta para poder entrar en el patio. Así lo hice, invitándola con un gesto a franquear el umbral, cosa que hizo con bastante celeridad y sin el mínimo sonido, como si estuviese formada de brumas o de la intangible esencia de los sueños. Luego, se demoró un poco junto a los buzones, aunque sin abrir ninguno de ellos. Por un momento, pensé que tal vez fuese una repartidora de publicidad, aunque deseché tal idea al observar que no llevaba un solo papel en las manos.
Pasé junto a ella, musitando un sordo «hasta luego» que no recibió respuesta (cosa harto común en este inicio del XXI) y comencé a subir los cuarenta y ocho escalones que me separaban de mi casa, de la temible e inquebrantable soledad tan arduamente edificada a lo largo de los últimos diez años.
No tardé en percibir sus pasos leves, indecisos, a mi espalda. Cada vez más convencido de que ella no pertenecía al edificio, temí que me hubiese venido siguiendo, que tratase de robarme (unos días atrás le había sucedido algo así a una vecina del segundo) pero ese pensamiento me resultó absurdo. La chica era delgada y no muy alta. Calculé que no pesaría más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Resultaba difícil pensar en ella empuñando una navaja o una jeringuilla.
Deseché tal visión y seguí subiendo con lentitud, con esa lentitud que da el cansancio, ese cansancio nacido de la repetición infinita de los actos cotidianos. Cuando por fin llegué junto a la puerta de mi casa, ella también se detuvo, detrás de mí, a menos de un metro de distancia, mirando al suelo y en silencio.
Me sentí incómodo. No sabía si meter la llave en la cerradura o dar media vuelta y bajar de nuevo los cuarenta y ocho escalones; o quizá encararme con ella y preguntarle por el significado de su persecución o de su estancia allí. Ninguna opción me satisfizo. Tenía la certeza de errar, independientemente de lo que finalmente decidiese hacer.
Muy despacio, esperando que fuese ella quien se viese obligada a tomar una u otra decisión, metí la mano en el bolsillo del pantalón y demoré unos segundos infinitos en encontrar el llavero. Luego, con una casi ceremoniosa parsimonia, seleccioné la llave indicada y la introduje en la cerradura, girándola dos veces y abriendo finalmente la puerta, sin prisa, con aparente calma (pero mis entrañas eran un campo de batalla, un entrechocar de sensaciones contrapuestas sin solución posible).
Cuando ya estaba en el interior de mi vivienda, me giré un poco para comprobar su reacción. Seguía allí, al otro lado del umbral, inmóvil, mirándome con esos ojos verdes, profundos, como esperando una invitación (me recordó, no sé por qué, esas historias de vampiros, en las que el vampiro no puede entrar en una casa sin el correspondiente permiso del que la habita).
Mas su mirada no albergaba un ruego, ni una pregunta. Nada. Sus ojos eran un remanso de aguas tranquilas. Como si su presencia allí afuera, justo al otro lado de la puerta, fuese lo más natural del mundo.
Imposible precisar el tiempo que duró esa escena. Yo la miraba, interrogándola con los ojos, sin cesar de hacer difíciles conjeturas acerca de sus motivos, esperando que dijese algo, tratando de convencerme de la conveniencia de cerrar la puerta y dejarla allí con su insoportable silencio y su corta melena rubia y el misterio abisal de sus pupilas que no cesaban de mirarme. Ella sólo aguardaba un gesto...

Lo malo de tomar decisiones es que siempre hay que elegir un camino y desechar todos los demás. Uno nunca sabe qué hubiera pasado de haber hecho otra cosa. Resulta frustrante la sospecha de haber elegido la peor opción. Por eso, no cerré la puerta, pero tampoco la invité a pasar. Di media vuelta, me adentré en el recibidor y dejé que fuese ella quien se viese obligada a decidir.
No dudó ni un instante. De reojo, comprobé que, desde el interior, cerraba tras de sí con mucha delicadeza, como tratando de evitar el mínimo ruido. Sonreí.

(Sergio Borao Llop)

Como un explorador



Después de tanto tiempo al fin te has ido
y, en vez de lamentarme, he decidido
tomármelo con calma.
De par en par he abierto los balcones,
he sacudido el polvo a todos los rincones
de mi alma.

Me he dicho que la vida no es un valle
de lágrimas... y he salido a la calle
como un explorador.
He vuelto a tropezar con el pasado
y he pedido, en el bar de mis pecados,
otra copa de ron.

Y en otros ojos me olvidé de tu mirada
y en otros labios despisté a la madrugada
y en otro pelo
me curé del desconsuelo
que empapaba tu almohada.

Y en otros puertos he atracado mi velero
y en otros cuartos he colgado mi sombrero,
y una mañana
comprendí que a veces gana
el que pierde a una mujer.

Con el cartel de libre en la solapa
he vuelto a ser un guapo entre las guapas
sólo me pongo triste cuando alguno,
en el momento más inoportuno,
me pregunta por ti.


(Joaquin Sabina)

Mar de Fondo

martes, 14 de octubre de 2008



A una mujer que va de viaje al mar es inútil llenarla de palabras.

El mar le chupa los vertederos de la sinovia, le abrillanta la voz, dibuja su abdomen en la arena, le corta la respiración con sus alfanjes herrumbrados.

A una mujer que va de viaje al mar no le hablen de la tierra firme ni de los muelles del estado de gracia. No le instrumenten fados ni le esculpan mascarones de proa.

Porque a una mujer que va de viaje al mar, llámese Paura o Escafandra, se le ahogan los sueños.

(Francisco Hernández)

Otoño



En llamas, en otoños incendiados,
arde a veces mi corazón,
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!

Busco unas manos,
una presencia, un cuerpo,
lo que rompe los muros
y hace nacer las formas embriagadas,
un roce, un son, un giro, un ala apenas;
busco dentro mí,
huesos, violines intocados,
vértebras delicadas y sombrías,
labios que sueñan labios,
manos que sueñan pájaros...

Y algo que no se sabe y dice «nunca»
cae del cielo,
de ti, mi Dios y mi adversario.

(Octavio Paz)

Historia de la Tristeza



Habia vivido mucho.

Se apoyaba alli, viejo, en un tronco, en un gruesisimo tronco, muchas tardes cuando el sol caia.

Yo pasaba por alli a aquellas horas y me detenia a observarle.
Era viejo y tenia la faz arrugada, apagados, mas que tristes, los ojos.

Se apoyaba en el tronco, y el sol se le acercaba primero, le mordia suavemente los pies y alli se quedaba unos momentos como acurrucado.

Despues ascendia e iba sumergiendole, anegandole, tirando suavemente de el, unificandole en su dulce luz.
Oh el viejo vivir, el viejo quedar, como se desleia!

Toda la quemazon, la historia de la tristeza, el resto de las arrugas, la miseria de la piel roida, como iba lentamente limandose, deshaciendose!

Como una roca que en el torrente devastador se va dulcemente desmoronando, rindiendose a un amor sonorisimo, asi, en aquel silencio, el viejo se iba lentamente anulando, lentamente entregando.
Y yo veia el poderoso sol lentamente morderle con mucho amor y adormirle para asi poco a poco tomarle, para asi poquito a poco disolverle en su luz, como una madre que a su nino suavisimamente en su seno lo reinstalase.

Yo pasaba y lo veia.

Pero a veces no veia sino un sutilisimo resto.

Apenas un levisimo encaje del ser.

Lo que quedaba despues que el viejo amoroso, el viejo dulce, habia pasado ya a ser la luz y despaciosisimamente era arrastrado en los rayos postreros del sol, como tantas otras invisibles cosas del mundo.

(Vicente Aleixandre)

Poema VI




Te recuerdo cómo eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una enredadera
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño.
Boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma.
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.

(Pablo Neruda)

Tranvía

lunes, 13 de octubre de 2008



Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.

Dudó. Ella bajó.

Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a quedarse?"

(Andrea Bocconi)

Paternidad responsable



Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.

(Carlos Alfaro)

No me digas que no

domingo, 12 de octubre de 2008



Juro por las patas de mi cama,
que aunque no parecen nada
me sujetan cuando duermo,
que si hoy te quedas a mi lado,
subiré como un esclavo
por tu espalda y por tu pecho.
Juro por la funda de mi almohada,
que es mi amante más callada
y comparte mis secretos,
que si hoy te quedas a mi lado,
lucharé como un soldado
en una guerra de besos.

No me digas que no, tú no,
que el corazón no aguanta tanta soledad
no me digas que no, hoy no,
que necesito un sueño para continuar.
No me digas que no, que muero.


Juro por los dioses mas famosos,
los que todos conocemos
en estado gaseoso,
que si hoy te quedas a mi vera,
yo seré la primavera
que amanezca ante tus ojos.
Juro por la sombra diluida,
la que siempre me acompaña,
aunque yo no se lo pida
que, samaritana si te quedas,
me enredaré en tus caderas
como me agarro a la vida.

No me digas que no, tú no,
que el corazón no aguanta tanta soledad
no me digas que no, hoy no,
que necesito un sueño para continuar.
No me digas que no, que muero.

(Sergio Dalma)

Pájaros prohibidos

sábado, 11 de octubre de 2008



(1976, en una cárcel llamada "Libertad")

Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido, ni saludar a otro preso.Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.

Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso "por tener ideas ideológicas", recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen a la entrada de la cárcel.

Al domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en las copas de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas:

- ¿Son naranjas?¿qué frutos son?

La niña lo hace callar:

-ssshhhhh- y en secreto le explica: - bobo ¿no ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.

(Eduardo Galeano)

La Dignidad y el Arte



Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.
Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asis, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala.
Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.

(Eduardo Galeano)

Ruidos Secundarios

viernes, 10 de octubre de 2008



Me hago el honor de resignarme
sólo esta noche
como descanso
mañana temprano abriré los ojos
seré otra vez valiente y ordinario
rebelde con las manos en los bolsillos
eterno con la muerte en el ojal
sólo esta noche en que no hay luna
creerme que voy
creerme que vengo
creer que mi corazón ya no podrá jamás
aumentar de tamaño y de nostalgias
sólo esta noche
por favor
por piedad
sentirme vencido
humilde
devastado
hecho y deshecho con desechos de Dios
puesto a soñar sin vistobueno
dado a mentir sin esperanza
pero sabiendo que se trata
sólo de esta noche estéril y única
mañana a las siete abriré los ojos
y otra vez pondré el hombro sin quejarme
y escucharé el estruendo universal
sin que me engañen ruidos secundarios.

(Mario Benedetti)

Crónica de la ciudad de Montevideo



Julio César Puppo, llamado El Hachero, y Alfredo Gravina, se encontraron al anochecer, en un café del barrio de Villa Dolores. Así, por casualidad, descubrieron que eran vecinos:

—Tan cerquita y sin saberlo.

Se ofrecieron una copa, y otra.

—Se te ve muy bien.

—No te vayas a creer.

Y pasaron unas pocas horas y unas muchas copas hablando del tiempo loco y de lo cara que está la vida, de los amigos perdidos y los lugares que ya no están, memorias de los años mozos:

—¿Te acordás?

—Si me acordaré.

Cuando por fin el café cerró sus puertas, Gravina acompañó al Hachero hasta la puerta de su casa. Pero después el Hachero quiso retribuir:

—Te acompaño.

—No te molestes.

—Faltaba más.

Y en ese vaivén se pasaron toda la noche. A veces se detenían, a causa de algún súbito recuerdo o porque la estabilidad dejaba bastante que desear, pero en seguida volvían al ir y venir de esquina a esquina, de la casa de uno a la casa del otro, de una a otra puerta, como traídos y llevados por un péndulo invisible, queriéndose sin decirlo y abrazándose sin tocarse.

(Eduardo Galeano)

Inventario de lugares propicios al amor



Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia ( con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
-sin interés alguno-
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿Adónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.

(Ángel González)

Vals del aniversario



Nada hay tan dulce como una habitación
para dos, cuando ya no nos queremos demasiado,
fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo,
y parejas dudosas y algún niño con ganglios,

si no es esta ligera sensación
de irrealidad. Algo como el verano
en casa de mis padres, hace tiempo,
como viajes en tren por la noche. Te llamo
para decir que no te digo nada
que tú ya no conozcas, o si acaso
para besarte vagamente
los mismos labios.

Has dejado el balcón.
Ha oscurecido el cuarto
mientras que nos miramos tiernamente,
incómodos de no sentir el peso de tres años.

Todo es igual, parece
que no fue ayer. Y este sabor nostálgico,
que los silencios ponen en la boca,
posiblemente induce a equivocarnos

en nuestros sentimientos. Pero no
sin alguna reserva, porque por debajo
algo tira más fuerte y es (para decirlo
quizá de un modo menos inexacto)

difícil recordar que nos queremos,
si no es con cierta imprecisión, y el sábado,
que es hoy, queda tan cerca
de ayer a última hora y de pasado

mañana
por la mañana…

(Jaime Gil de Biedma)

El Tejedor



Llevaba poco tiempo en la fabrica, cuando una maquina le mordió la mano. Se le había escapado un hilo. Queriendo atraparlo, Hector fue atrapado.

No escarmento. Hector Rodriguez se paso la vida buscando hilos perdidos, fundando sindicatos, juntando a los dispersos y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo que el miedo destejia. Creciendose en el castigo, atravesó el tiempo de las listas negras y los años de la cárcel, y atravesó también las derrotas y las traiciones y los desalientos. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo, hasta el fin de sus días.

Eramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico del cementerio. Hector iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa del Buceo. Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros del cementerio llegaron trayendo a pulso un féretro sin flores ni dolientes. Y tras ese féretro entraron, en cortejo, algunos de los que estaban esperando a Hector.

¿Se equivocaron de ataúd? Quien sabe. Era muy de Héctor eso de ofrecer sus amigos al muerto que estaba solo.

(Eduardo Galeano)

El Recolector de Sueños

jueves, 9 de octubre de 2008



Por la mañana se quita de encima su manta de madera y se sienta a esperar que un poco de vida le caiga entre las manos; cuando eso sucede, se baja de la cama, apoya los pies en el piso y se estira largamente al tiempo que emite un alarido: ese es el momento en que regresa.

Aparece poco después en escena, tras la puerta que comunica el distribuidor de las habitaciones con la sala.

Su extrema delgadez los tiene preocupados.
Su extraña palidez los angustia.
Su infinita tristeza los convoca a la hora del café, los pone a pensar, hacen conjeturas, les agita los miedos.
Él nunca los ve reunidos en torno a la mesita de la sala (esa que está siempre abarrotada de libros) porque anda en las nubes; allí, luego del almuerzo se sientan alrededor de la mesa, en los sillones de gobelino azul y le arreglan ese nido que él parece albergar en su cabeza.
Su delgada, pálida y triste existencia en la imaginación de ellos tiene arreglo y un día de éstos han de contarle todas las soluciones que le han encontrado.

Mientras tanto, sin saber que una bonita y plácida felicidad lo espera en algún lado, cuando ha logrado distraerlos lo suficiente, cuando los ha dejado convencidos que su mal es curable y se sientan satisfechos en los sillones, a tomar el café y mantener sus entretenidas conversaciones, él aprovecha que no lo ven y se va para el patio del fondo. Se amarra a una escalera que lo lleva al cielo, se cuelga en su espalda una mochila de sueños que recolectó durante la noche y lento, pero decidido sube y los guarda.

Allí, en ese almohadón de nubes turbias anidan sus pequeños destellos de vida, allí donde el sol brilla por asomos, donde su alimento es aire y tabaco y silencios y heridas pintarrajeadas de versos insurrectos
Allí, donde su sonrisa tiene forma de llaga y su veneno es el viento.
Allí, refugio infinito de su alma.
Garganta poblada de infiernos.
Cueva de fantasmas.
Allí, donde reduce a cenizas sus demonios en una hoguera infecta de palabras.
Allí, su vida se yergue en militancia, por eso sube cada día a presentarle batalla y baja agotado como un soldado sin gloria, húmedo, blanco, roto, casi muerto, por las mañanas.

(De la web: Cuatro Gatos)

Elegir mi paisaje

miércoles, 8 de octubre de 2008




Si pudiera elegir mi paisaje
de cosas memorables, mi paisaje
de otoño desolado,
elegiría, robaría esta calle
que es anterior a mí y a todos.


Ella devuelve mi mirada inservible,
la de hace apenas quince o veinte años
cuando la casa verde envenenaba el cielo.
Por eso es cruel dejarla recién atardecida
con tantos balcones como nidos a solas
y tantos pasos como nunca esperados.


Aquí estarán siempre, aquí, los enemigos,
los espías aleves de la soledad,
las piernas de mujer que arrastran a mis ojos
lejos de la ecuación dedos incógnitas.

Aquí hay pájaros, lluvia, alguna muerte,
hojas secas, bocinas y nombres desolados,
nubes que van creciendo en mi ventana
mientras la humedad trae lamentos y moscas.

Sin embargo existe también el pasado
con sus súbitas rosas y modestos escándalos
con sus duros sonidos de una ansiedad cualquiera
y su insignificante comezón de recuerdos.

Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.

(Mario Benedetti)

Envejecer



Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.

(Silvina Ocampo)

Te regalo un cuento



Te regalo un cuento. Podía haber sido un paseo por el parque o una canción a medio hacer. Una carta de amor, un capuccino en tu plaza favorita o un truco de magia sin ensayar apenitas. Pero no. Quería que fuera un cuento. No para después de hacer el amor ni para que nos echemos de menos. No para que suene el Adaggieto de la quinta de Mahler, ni nada por el estilo.
Te regalo un cuento para que puedas hacerlo tuyo dibujándole una narizota, para que lo compartas con tu vecina de escalera o con tu gato. Para que elijas la banda sonora que te apetece que suene de fondo mientras lo lees.
Yo tengo mis canciones para escribirte. Tu las tuyas para leerme.
Te regalo un cuento para que puedas llevarlo contigo, dobladito en el bolso, o entre las páginas de un libro de Benedetti. Para que cuando te enfades conmigo puedas estrujarlo y hacer con él una pelota de papel, arrojarlo por la ventana y mirar complacida cómo lo atropella un autobús. Para que lo fotocopies mil veces y le entregues una copia a quien más te apetezca. Para que envuelvas con él una manzana o para colgarlo en tu pared. Para que le claves alfileres los días en los que me matarías. O para apuntar encima del título el teléfono de tu banco.
Te regalo un cuento improvisado. De esos que empiezas a escribir sin pensar y que no sabes cuándo acaban. Te regalo esta noche y todas las demás. Te ofrezco mi sonrisa non stop, sin conservantes ni colorantes. Aún a riesgo de poder ser acusado de alevosía y nocturnidad, y aunque puedan encontrarse muchos más agravantes.
Te dejo abierta la ventana para que te cueles, para que me espíes ésta noche. Para que me veas sin que te vea. Para que me cuides un poco sin que yo lo sepa.
Te regalo una idea. El concepto más hermoso de complicidad, un escenario vacío en el que buscar la manera de encontrarse. Te regalo un cuento que habla de amigos y de sueños, de noches de verano pegajosas, de mí mismo mientras me imagino tu cuarto desde lo alto del cielo, antes de lanzarme en picado sobre tu almohada. De kamikazes que se estrellan en tus brazos y que no vuelven a despegar, ni falta que les hace.
Te regalo el kit completo de cariño, el maletín mágico con el que jugabas de niña a maquillar muñecas y cocinar guisos de plastilina mientras yo fabricaba dinamita con el Quimicefa.
Te regalo un cuento indeterminado sin pies ni cabeza, sin trama ni desenlace final, sin argumentos y sin actores de reparto. Sin moraleja. Y si la tiene, que sólo tú la conozcas.
Lo único que necesitas es apagar la luz, cerrar los ojos y la puerta de tu habitación, no necesariamente en ese orden. Dejar que te lea al oído, olvidarte de las facturas y del telediario. Quererme un poco más que hace cinco minutos y hacérmelo saber, de alguna manera.
Te regalo un deseo. Llenarte de unas ganas locas de reír y de que salgas corriendo en busca de una diadema bonita para el pelo. Que necesites llamarme y te encuentres pidiéndome que apague la luz, que cierre mi puerta y entonces, empieces a leer el mismo cuento que estás leyendo ahora. Y ojalá no podamos dejar de llamarnos cada noche, para contarnos el mismo cuento. Toda una vida.
Un cuento para llevarte de viaje, y para leerle a tus hijos y a los míos, a tus nietos y a mi abuela. A las calles y a los parques.
Te regalo un cuento sin papel de colores ni un "espero que te guste". Sin aplicar el IVA y sin descuento por pronto pago. Un cuento que habla de ti y de mí, que pueda leerse cualquier día del año, a cualquier hora, sea cual sea tu estado de ánimo o tu sabor favorito de helado.
Te regalo este cuento.

(Jorge Gonzalvo Díaz. Carta finalista (segunda clasificada) del IV Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor de Escuela de Escritores).

Calle Melancolía

martes, 7 de octubre de 2008



Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.
Las chimeneas vierten su vómito de humo
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
de una fruta de sangre crecida en el asfalto.
Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía.
Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,
que viene de la noche y va a ninguna parte,
así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte.
Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;
me enfado con las sombras que pueblan los pasillos
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.
Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras,
si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía

(Joaquin Sabina)

Besos

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenaron sé de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos… vibró un beso,
y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.


(Gabriela Mistral)

Los Amantes del Guggenheim



Un vigilante nocturno encontró a los amantes durmiendo en un nudo de brazos y cabellos, envueltos en la espuma de un arruinado vestido de novia, en una de las salas del Museo Guggenheim en Bilbao. Eran las cinco de la madrugada, tal como sostuvieron primero el vigilante y luego los policías. El detective Aitor Larramendi agregó en su informe que regadas por todo el edificio había señales inconfundibles de una bacanal. Aunque jamás había asistido a una —hecho que secretamente lamentaba— su experiencia en toda suerte de vicios humanos le permitía detectar las huellas sin asomo de duda. La forma en que la atrevida pareja penetró al museo y permaneció allí, nunca quedó clara; los detenidos aseguraron haber pasado la noche adentro, pero los indignados guardias juran hasta hoy que eso es imposible, ya que ellos rondan sin descanso. Además, explicaron, las cámaras de televisión espían hasta el último pensamiento y las alarmas infrarrojas se disparan a la menor provocación.El museo está provisto de ojos mágicos que al parpadear activan una bullaranga de fin de mundo, alertando a la policía, a los bomberos y al director, hombre de constitución nerviosa, agobiado por el peso de la responsabilidad. Ni una cucaracha pasa desapercibida en el Guggenheim, aseguran los expertos en seguridad, mucho menos un par de locos explosivos como aquella pareja.

—Yo no vi un alma en toda la noche—dijo la muchacha cuando recuperó el entendimiento en una clínica de rehabilitación, once horas más tarde.

Se la habían llevado los paramédicos en una camilla, cubierta como un cadáver, pero todos pudieron vislumbrar las formas de su cuerpo bajo la sábana. Por el suelo arrastraba la cola del vestido de velos y el cabello oscuro de sirena.Entre tanto dos uniformados condujeron al muchacho, desnudo y esposado, a un carro policial. Los testigos quedaron conmovidos y envidiosos.

—De vigilantes, nada, hombre, Esos tíos estarían jugando cartas o mirando la televisión. Medio mundo estaba anoche frente a la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe? Ella y yo anduvimos por todas partes persiguiéndonos como conejos, yo tal como mi madre me echó al mundo y ella siempre con su vestido de novia, porque no pude desabrocharle esos botoncitos de pulga —corroboró más tarde el joven, detenido en el cuartel de policía.

El detective Larramendi recuperó las flores marchitas del ramo nupcial, que se hallaban desparramadas en los diversos pisos. Las rosas, que fueran blancas en su estado virginal, yacían por los suelos de mármol convertidas en amarillentos moluscos, impregnando el aire del Guggenheim con un olor imposible a tumba de cortesana. El vestido con sus doce metros de gasa translúcida, que nuevo debe haber sido una nube prisionera entre las costuras, estaba reducido a una piltrafa mancillada por las huellas inconfundibles del amor. La falda y la enagua de tres vuelos habían servido de almohada y la cola de reina había barrido un sesenta y seis por ciento de los suelos de mármol, como precisó el detective después de concienzudo examen.Larrarnendi, bien apodado «el mastín de Bilbao», es un hombre que inspira respeto con su metro cincuenta y cinco de estatura, su esqueleto de lagartija y su enorme bigote de morsa pegado en la cara como una humorada de peluquero. El mismo funcionario encontró jirones de organza, cabellos ensortijados y restos de fluidos corporales. Con su instinto de sabueso pudo percibir el recuerdo de las caricias, los estremecimientos y los susurros de los sospechosos, que flotaban en el aire detenido del museo desde la entrada hasta la última sala del fondo a la derecha, pero no pudo hallar una sola botella vacía, corcho olvidado, colilla de marihuana o aguja de heroína, a pesar de su legendaria capacidad para descubrir rastros de culpabilidad donde no los hay. Larramendi no logró probar, por lo tanto, que los detenidos hubieran violado el reglamento del museo en ese respecto. La muchacha del vestido de novia debió haberse embriagado antes de penetrar al recinto, dedujo magistralmente el detective. En cuanto al hombre que estaba con ella, al examinarlo sólo encontraron rastros mínimos de marihuana en la orina.Como el reglamento del museo no se refiere específicamente a la fornicación en ninguna de sus variantes, la justicia sólo podía castigar a la pareja por permanecer dentro del edificio después de la hora del cierre, un delito menor, teniendo en cuenta que aparte de ensuciar un poco los pisos, no hicieron daño; al contrario, según testimonio de los empleados, al día siguiente todo resplandecía como bañado de luz solar, aunque afuera seguía lloviendo sin tregua. Había llovido la semana entera.

—Por eso entramos, por la lluvia —dijo la muchacha— A mí la humedad me encrespa mucho el pelo.
—¿Por qué ibas vestida de novia? —la interrogó Aitor Larramendi.
—Porque no tuve tiempo de cambiarme.
—¿Dónde se casaron?
—¿Quiénes?
—Tú y Pedro Berastegui —masculló el policía, haciendo un tremendo esfuerzo por permanecer calmado.
—Y ése ¿quién es?
—Quién va a ser, mujer! Tu marido o tu novio, en fin, el tipo que estaba contigo en el museo.
—¿Se llama Pedro? Bonito nombre. Es un nombre muy viril... ¿no le parece, inspector?
— Volvamos al principio.¿Dónde y cuándo se conocieron?
—No me acuerdo, Las copas no me sientan bien a la cabeza, me tomo dos y me pongo como boba.
—Eso es evidente. Estabas completamente intoxicada.
—De amor...
—De amor dices, ¿pero no sabes con quién estabas jodiendo en el museo?
—Ni idea.
—¿Cómo entraron?
—Por la puerta, claro.
—O sea, se introdujeron al establecimiento a la hora en que aún estaba abierto al público.
—No, ya estaba cerrado, me parece...
En su testimonio Pedro Berastegui, el afortunado joven a quien la prensa llamó «el mago del amor», aseguró también que el museo parecía cerrado, pero ellos no tuvieron problema alguno para entrar, empujaron las puertas y éstas cedieron blandamente. Adentro reinaba una suave penumbra y la calefacción debía estar encendida, porque en ningún momento tuvieron frío, aseguró.
—Es por las obras de arte, debemos mantenerlas a temperatura y humedad constantes —explicó el extenuado director del museo a Larramendi, y agregó que los acusados no podían haber ingresado al edificio como decían, porque a las cinco y cuarto en punto las puertas se trancan a machote con un sistema electrónico.
—Entramos sin problemas —repitió Pedro por centésima vez, fiel a su primera versión.
—¿Y qué pasó entonces? —inquirió Larramendi.
—Pretende que le cuente los detalles, inspector? Amarnos toda la noche, eso es lo que hicimos. —Dónde y cuándo conociste a Elena Etxebarría?
—Con que así se llama! Elena... como Elena de Troya...

Aitor Larramendi concluyó que los transgresores no se conocían antes de cometer el delito y debió admitir, a regañadientes, que no hubo premeditación ni alevosía en sus actos.

Aquel sábado memorable Elena Etxebarría iba a casarse con su novio de toda la vida, un buen hombre que trabajaba en la modesta panadería de su padre y había sido nada menos que arquero del equipo de fútbol del Colegio San Ignacio de Loyola. Sin embargo, según averiguó el inspector al interrogar astutamente al jesuita que iba a desposarlos, así como a varios testigos presénciales, la boda de Elena Etxebarría y el futbolista nunca se llevó a cabo.Le contaron que la novia entró trastabillando a la iglesia, sostenida apenas por el brazo poderoso de su hermano mayor, con una hora de atraso y sollozando como viuda. Su llanto impedía oír con claridad los acordes de la marcha nupcial en el órgano. Otro indicio de que la novia no estaba en sus cabales fue que antes de llegar al altar se quitó los zapatos, lanzándolos lejos de dos patadas, y la evidencia final de su descontento se produjo cuando de súbito dio media vuelta y salió disparada del templo, dejando al futbolista, al oficiante y al resto de la concurrencia en un palmo de narices.No volvieron a saber de ella hasta el día siguiente, cuando apareció su fotografía en El Correo Español bajo el título de «Los Misteriosos Amantes del Guggenheim»,

—Repito: ¿dónde se conocieron? —insistió el detective.
—En la barra del bar de Iñigo y apenas la vi me llamó la atención —dijo Pedro Berastegui en su testimonio.
—¿Por qué? —preguntó el detective Aitor Larramendi,
—¿Por qué , qué?
—¿Por qué te llamó la atención, hombre?
—Bueno, no se encuentran a cada rato tías vestidas de novia, llorando y bebiendo como cosacos en un bar.
—¿Qué hiciste entonces?
—Le hablé.
—Sigue.
—Ella me lanzó una mirada y me enamoró. Así no más fue, se lo juro.Tenía el maquillaje hecho una porquería, parecía un payaso, pero esos ojos verdes de faraona se me clavaron en el corazón. Se lo digo, inspector, nunca me había pasado algo así. Sentí un corrientazo brutal, como meter el dedo en un enchufe.
-¿Y ella?
—Ella puso la cabeza en mi pecho y siguió llorando como una cría. No supe qué hacer. Después de un rato me la llevé al baño y le lavé la cara. Le pregunté por qué lloraba tanto y me dijo que su novio era un cretino sin remedio. Entonces le ofrecí casarme con ella allí mismo.
—Estaban ebrios, claro.
—Ella estaba un poquín mareada, pero yo no bebo. Soy abstemio, que le dicen. Me había fumado un pito, pero de alcohol, nada. Al bar fui sólo a cobrarle a Iñigo una apuesta que habíamos hecho por lo del Sumo Pontífice.
—¿Qué te contestó ella?
—Dijo que bueno, que se casaría conmigo para aprovechar el vestido. Después me besó de lleno en la boca.
—¿Y tú?
—La besé también ¿no habría hecho usted lo mismo? No podíamos despegarnos, nos besábamos apurados, desesperados. Fue amor a primera vista, como en el cine.
—¿Entonces?
—Entonces interrumpió el pesado de Iñigo y nos echó a la calle, dijo que nos fuéramos a un motel, que éramos unos desvergonzados. Todo para no pagarme la apuesta.
—Sigue.
—Nos fuimos. Echamos a andar sin rumbo, andábamos buscando una tasca para reponer un poco el cuerpo, nos habría venido bien un bocadillo, pero no encontramos ninguna.Se largó a llover suavecito y no teníamos paraguas; la cubrí con mi chaqueta, pero no había modo de evitar que se le arruinara el vestido. Quise llevarla a mi piso, pero me acordé que mi madre estaría con mis tíos viendo la tele, por el escándalo del Papa ¿sabe?
—Sí, hombre, ya lo sé.
—Entonces el museo se me apareció por delante, como un truco de ilusionismo. ¡Una maravilla!

Y Pedro Berastegui enmudeció, perdido en los recuerdos de su espléndida noche.

—Continúa, ¡carajo! —lo conminó el detective.
—Se me ocurrió que allí podíamos cobijarnos y corrimos por esa larga explanada que hay frente a las puertas del museo, la conoce ¿verdad?
—¿Nadie los detuvo? ¿Dónde estaban los guardias?
—No había nadie, lo que se dice nadie, inspector.
-¿Y?
—Se lo dije, apenas tocamos la puerta se abrió, invitándonos a entrar. Ella me besó de nuevo y me dijo que quería cruzar el umbral en brazos, como una novia de verdad. Traté de levantarla pero me enredé en la cola del vestido y nos caímos, muertos de risa. Quisimos ponernos de pie y resbalamos de nuevo, por último entramos a gatas, besándonos y riéndonos y tocándonos por todas partes. Ahora sé cómo es la locura de amor, inspector. Yo nunca había...
—¿Vas a decirme que no averiguaste su nombre ni por qué andaba vestida de novia? —lo interrumpió el detective, quien llevaba veintitrés años de aburrido matrimonio y en el fondo no deseaba enterarse de placeres que tal vez nunca podría experimentar.
—No se me ocurrió, es la verdad, inspector. Además yo no soy hombre de muchas palabras, voy directo al grano ¿me entiende?

Larramendi también es de los que prefieren ir directo al grano, pero después, al interrogar a Elena Etxebarría, se propuso utilizar cierta sutileza con el fin de no asustarla.

—¿Eres puta? —le preguntó.

La chica, sentada muy tiesa en una silla de la clínica de rehabilitación, con su bata de loca y el cabello recogido en una larga cola de caballo, se echó a llorar, humillada. Entre hipos manifestó que se había educado en las monjas, había preservado intacta su virginidad hasta la noche del museo y no pensaba tolerar que un macaco bigotudo y patizambo la insultara de gratis, qué se había imaginado, a ver qué harían sus tres hermanos cuando lo supieran.

—Bueno, niña, cálmate. Es una pregunta de rutina, sin mala intención. Es que me parece un poco raro que Berastegui y tú hicieran lo que hicieron así sin más, sin ser presentados, sin saber ni el nombre del otro, nada...
—Fue como si nos conociéramos de siempre, inspector, como si hubiéramos estado juntos en otra vida. ¿Usted cree en la reencarnación?
—No. Soy cristiano.
—Yo también, pero una cosa no quita la otra, si usted lo piensa bien. Al momento de cruzar el umbral del museo fue como si estuviéramos casados ante Dios y el registro civil —dijo Elena y procedió a contarle que con su novio, el de antes, el futbolista, no sentía nada.
—¿Se imagina, inspector? Así es el destino. Si no salgo escapando de la iglesia y no entro en ese bar, no habría conocido nunca el amor verdadero —agregó.
—Esto no es amor, mujer, es lujuria, es puro delirio etílico. ¿Cómo explicas que ustedes dos pasaran la noche entera dando brincos por el museo y no quedaran grabados en las cámaras de vídeo?
—Tal vez nos volvimos transparentes...
—¡Mucho cuidado con el sarcasmo!
—¿No sabe que el Guggenheim está embrujado, inspector?
—¿Qué brutalidades dices? ¡Es el museo más moderno del mundo! —la interrumpió el detective Aitor Larramendi, aunque sabía muy bien a qué se refería la joven de los ojos verdes.

Los rumores habían circulado apenas comenzó la construcción del edificio: decían que era humanamente imposible hacer algo de tal belleza sin pactar con las fuerzas del Otro Lado.

—Ese edificio está erizado de alarmas. No me explico cómo ninguna funcionó.
—¿Está seguro de que estábamos en el museo?
—¿Me estás tomando el pelo? —Se lo pregunto en serio, inspector. Si estaba cerrado, como dice, y si no sonaron las alarmas, tal vez nunca estuvimos allí. La verdad es que donde hicimos el amor no parecía un museo, lo recuerdo como un palacio de cristal, una ciudadela de otro planeta, como las que salen en las películas.
—¿Cómo? —preguntó Larramendi también por rutina, porque ya estaba cansado de todo ese asunto.
—Por las ventanas veíamos caer diamantes, había una música de cascada...
—Lluvia, hija, era lluvia.
—Y un olor tenue de ciruelas maduras.
—Serían las rosas de tu ramo.
—No. Eran ciruelas. ¿Ha olido las ciruelas en verano, inspector? Es una fragancia espesa, deja la boca llena de urgencias.
—Está bien, olía a ciruelas.
—Usted dice que nos metimos en el Guggenheim, pero yo le digo que estábamos en un lugar fantástico, no había paredes, sólo vastos espacios de luz.
—Los muros son de cemento, Elena.
—Créame, eran salas imaginarias, palpitantes y mórbidas. No sólo se oía el agua, estoy segura de que algo vibraba en el aire, como un murmullo, como ese río de palabras que se dicen sin pensar cuando uno hace el amor. ¿Sabe a qué me refiero?
-No.
—Lástima, Bueno, entonces empezamos a flotar.
—¿Cómo es eso de flotar?
—¿Nunca ha estado enamorado, inspector?
—Aquí las preguntas las hago yo ¿entendido?
—Íbamos flotando, de la mano, llevados por una brisa que inflaba los velos de mi vestido.
—Dentro del edificio no hay brisa. Sería la calefacción.
—Eso mismo, inspector. Pedro, así me dijo que se llama no?, se despojó de los pantalones, la camisa, los calzoncillos y su ropa también flotaba, como globos de cumpleaños.
—Actos indecentes en un lugar público—determinó enfático el inspector.
—No había público. Pedro quiso quitarme el vestido, pero no pudo desabrocharlo. Esos botoncitos son imposibles ¿sabe?
—¿Vas a decirme que seguían volando como moscas?
—Así mismo. Una vez que recorrimos todas las salas y nos metimos dentro de las pinturas y nos bebimos los colores y jugamos en el laberinto y bailamos con las esculturas, entonces aterrizamos.
—¿Dónde exactamente? —quiso averiguar Aitor Larramendi.
—¡Qué sé yo!

El mastín de Bilbao suspiró: la muchacha tenía menos cerebro que un pollo. Volvió al cuartel, donde Pedro Berastegui, todavía esposado, bebía café y comentaba el escándalo del Papa con dos detectives de turno. Larramendi no era partidario de confraternizar con los detenidos, porque se perdía autoridad y se violaba el reglamento. Después de arrebatarle el vaso de cartón de las manos, condujo de un ala al joven rumbo al cuarto verde de los interrogatorios.

—Así es que no le preguntaste el nombre a la chica —lo espetó, retornando sus preguntas donde las había dejado horas antes.
—No hubo tiempo para mucha conversación, estábamos algo ocupados ¿sabe?
—Haciendo el amor como perros —lo interrumpió el inspector.
—Como ángeles, diría yo.
—Como un par de enajenados en pelotas.
—Yo sí, lo admito, pero ella tenía puesto el vestido y estaba cubierta por sus cabellos sueltos. ¿Vio qué lindo pelo tiene? Pura seda, como de muñeca.
—Ahórrate las metáforas, Berastegui. ¿Cómo desconectaste las alarmas y los televisores?
—Yo no toqué ninguna cosa. En ese museo pasan cosas raras. Mi tío, el cojo, hermano de mi madre, tuvo que ir a reparar el ascensor la noche del Viernes Santo y dice que con sus propios ojos vio a una estatua moverse.
—¿Cuál?
—Una de esas torcidas con intestinos.
—¿Cómo se llama tu tío?
—No se meta con mi familia, inspector —replicó Pedro Berastegui, terminante.

El muchacho corroboró punto por punto las declaraciones de Elena Etxebarría. A pesar de su astucia legendaria para sorprender a los sospechosos en contradicciones fatales, Aitor Larramendi debió admitir que carecía de pruebas para mandar a ese par a la cárcel por algunos meses, como seguramente merecían. Sin embargo, la derrota no lo puso de mal humor, por el contrario, debió hacer un esfuerzo para dominar la ligereza en los pies y el asomo de sonrisa que pugnaban por delatar su verdadero estado de ánimo. Por primera vez su oxidado corazón de policía se regocijó ante un delito impune. Mal que mal, dedujo, se trataba de un vicio de amor, Muchos sostenían, como el tío cojo de Pedro Berastegui, que por la noche en el museo las estatuas bailaban la conga, las figuras salían de las pinturas a pasear por las salas y el espacio se llenaba de espíritus juguetones. Entre las conjeturas que se hizo el sagaz detective, estaba la posibilidad de que los amantes hubieran ingresado al Guggenheim en el instante preciso en que el edificio entraba en la dimensión de los sueños y así cayeron, sin proponérselo, en el tiempo que no marcan los relojes. Sería difícil explicar esta teoría a sus superiores, concluyó el detective pisando la colilla de su cigarro, pero con un poco de suerte tal vez no habría necesidad de hacerlo. Era época de elecciones, había problemas con los terroristas y huelga del Servicio Nacional de Salud, la situación no daba para perder el tiempo con enamorados mágicos. El Guggenheim no era más que un museo y ¿a quién le importa el arte? Si los chicos hubieran violado la seguridad del Banco de Bilbao, eso ya sería otra cosa.

Pocos días más tarde Aitor Larramendi cerró la carpeta del caso y la colocó al fondo del armario de los asuntos indefinidamente postergados, donde la lenta piedra de moler de la burocracia acabaría por reducirla a polvo. La prensa, ocupada todavía con el escándalo del Vaticano, olvidó pronto a los misteriosos amantes del Guggenheim. El más afectado fue el director del museo, quien no logró quitarse la angustia, a pesar de que reemplazó a los guardias, instaló un nuevo sistema de seguridad y contrató a una célebre psíquica holandesa para desembrujar el museo.

En cuanto a los protagonistas de aquel escándalo de amor, digamos simplemente que cuando Elena Etxebarría recogió el vestido de novia de la tintorería, Pedro Berastegui la esperaba en la esquina con un ramo de rosas frescas en la mano.

(Isabel Allende)
 

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