¡¡¡Adiós 2012!!!

lunes, 31 de diciembre de 2012


Feliz 2013


Brindo con vosotros por un año…
Con mas fiestas y menos duelos…
Con mas besos y menos bofetadas…
Con mas sexo y menos castidad…
Con mas música y menos silencios…
Con mas poesía y menos discursos…
Con mas coraje y menos miedo…
Con mas caricias y menos golpes…
Con mas piel y menos ropa…
Con mas justicia y menos juicios…
Con mas riqueza y menos dinero…
Con mas ternura y menos maltratos…
Con mas sueños y menos pesadillas…
Con mas libros y menos periódicos…
Con mas hombres y menos machos…
Con mas mujeres y menos sumisas…
Con mas lluvia y menos tormentas …
Con mas pueblos y menos fronteras…
Con mas libertad y menos cárcel…
Con mas trabajo y menos paro…
Con mas pies y menos rodillas…
Con mas paz y menos guerras…
Con mas colores y menos grises
Con mas nosotros y menos yo…
Con mas encuentros y menos desencuentros…

FELIZ 2013

La cita

miércoles, 19 de diciembre de 2012


Se miró al espejo y se estudió con detenimiento. El cabello se veía bien. No obstante, pasó sus manos para abultarlo un poco.
El maquillaje era el adecuado, no demasiado, tampoco poco. Recorrió con las manos su rostro y estiró cada una de las arrugas que la vida le había regalado. No le molestaban demasiado, pero –sin dudas-se vería mejor sin ellas.
Subió un poco el escote de la blusa y se colocó un par de aros. .
-Ya está – Se dijo.
Hacía muchos, muchísimos años que no cumplía con esta ceremonia en frente del espejo. Ya casi había olvidado cuánto se disfrutaba. Sara tenía sesenta y seis años y tenía una cita.
Miró el reloj, faltaba media hora para el encuentro. Se miró nuevamente en el espejo y recordó, sin querer, las palabras de la mayor de sus tres hijas.
- ¿Una cita a tu edad? ¡Qué vergüenza!
- ¿Vergüenza? – Pensó Sara – ¿De qué? ¿A quién hacía daño encontrándose con Luis? ¿Vergüenza? – Volvió a escuchar esa palabra y siguió sin entender qué tenía que ver la vergüenza con el amor.
Sara era viuda y había conocido a Luis en una cola de un banco. Ambos se habían mirado de una forma especial. Se habían mirado sin edad y sin arrugas.
Desde ese primer día, muchos otros habían pasado. Luis se había convertido en un excelente compañero para Sara. Era divertido y amable y por sobre todo, no hablaba de dolores y enfermedades, temas habituales para la edad. Estaba lleno de vida, igual que ella. Tenía un pasado similar al de Sara pero, por sobre todas las cosas, Luis quería tener un futuro y lo quería compartir con Sara.
Volvió a mirar el reloj. Faltaban veinte minutos y sintió aún más ansiedad. Tantos años hacía que no se sentía de esa forma… tantos.
- ¡A esta edad! -Había dicho la hija del medio- Mmm, no se… ¿Y si te desilusiona? ¡Una desilusión a esta altura de tu vida podría costarte muy caro!
- ¿Desilusión? – Pensó – ¿No hubiera sido mejor pensar en la ilusión que hoy sentía? ¿No se parecía a un milagro ésto que la vida que estaba regalando hoy?
Suspiró y no pudo evitar mirar otra vez la hora. Faltaban sólo diez minutos. Diez minutos que equivaldrían a una eternidad. Su corazón latió un poco más rápido que diez minutos antes y volvió a mirarse en el espejo.
-¿Y qué les diremos a los niños? ¿Que la abuela tiene novio?- Rió burlona la menor de sus hijas.
¿Y si así fuera? ¿Estaría mal? ¿Sería pecado? Era abuela, cierto. Era madre y había sido esposa. Había tenido una vida como la de tantas otras mujeres. Había amado, pero hacía ya mucho tiempo que estaba sola.
- ¿Será que enamorarse es un privilegio del que sólo gozan los jóvenes? ¿Tendría edad el amor? No creo -Se contestó a sí misma y el timbre sonó.
El corazón de Sara dio un vuelco y sus manos comenzaron a transpirar.
Mientras bajaba los seis pisos para encontrarse con Luis pensó en la vergüenza, las desilusiones y el qué dirán, se encogió de hombros y rió. Su corazón le decía que aún era tiempo de ser feliz, que siempre lo sería, que la vida le regalaba, en su otoño, una nueva primavera.
Se miró nuevamente en el espejo. Sus canas, sus arrugas y una silueta algo rolliza corroboraron la edad que tenía.
Y así, con su historia, sus hijas, sus nietos y sus años al hombro, salió feliz al encuentro de quien también ansioso, la esperaba.
Supo, al verlo, que el amor es un milagro que poco tiene que ver con la edad y que, cuando nos tiende la mano, sólo hay que tomársela y ser feliz.
 
(Liana Castello)

Cambio de equipajes

martes, 18 de diciembre de 2012

Luego de muchos desacuerdos y desencuentros, decidieron separase. Ella se sentía sola, él se sentía agobiado.
Hacía tiempo que venían tratando de hablar un idioma en común y cual torre de babel, cada uno hablaba el propio y no lograban entenderse.
No fue fácil tomar la decisión, pero cada uno de ellos pensó que lo mejor era tomar por caminos distintos.
Ella sostenía que él no la acompañaba, que no la escuchaba, ni le prestaba la debida atención. El decía que ella no le daba aire, que se sentía asfixiado y que era imposible ponerse de acuerdo.
Fueron desarmando de a poco el lugar común y dividiendo como pudieron aquello que hasta hace poco habían compartido.
El día en que debían dejar el departamento, sólo quedaban ellos y dos valijas que, curiosamente, eran idénticas (no siempre hay originalidad en los regalos).
Cada uno juntó lo poco que le quedaba y lo introdujo en su valija. Lo que ninguno imaginó que cada equipaje se llenaría con mucho más que prendas y accesorios de último momento.
Sabido es que donde vayamos llevaremos lo que nos pasa y lo que sentimos porque los sentimientos y sensaciones no tienen otro domicilio que el alma misma.
Y fue así que todo lo que cada uno de ellos sentía, se introdujo como polizón en esas maletas a punto de ser cerradas. En la maleta de ella se metió su soledad, su desilusión, sus expectativas no cumplidas, más de una lágrima y un profundo sentimiento de frustración.
En la de él, el cansancio, un grito contenido, la sensación de estar preso en su propia casa, la necesidad de escapar y ser libre.
Y cada uno cerró su maleta. Se miraron y en la incomodidad de no saber qué decirse y aún menos cómo despedirse, los nervios les jugaron una trampa. Tomaron las maletas equivocas y cada uno partió. Ella con la maleta de él y él con la de ella.
Cuando cada uno de ellos llegó a su nuevo destino y como era de esperar, abrieron las valijas. Se sorprendieron al ver que no eran sus maletas y se encargaron de deslindar responsabilidades. Él le echó la culpa a ella y ella a él.
No se preocuparon demasiado por esas prendas que no usarían, tenían lo suficiente como para arreglarse sin aquello que ahora, tenía el otro. Lo que ninguno de ellos imaginó era el contenido de la maleta equivocada que no podían ver.
Por esas cosas del azar, del destino o vaya uno a saber de quién, el bagaje más pesado de cada uno de ellos quedó bien guardado dentro de esas maletas, pero estaba dispuesto a salir.
Como polizones hartos de la clandestinidad, los dolores y miserias escaparon de las valijas. Fue así que en la soledad de su nueva vida, ella fue capaz de escuchar el grito contenido de él, y cuando abrió la ventana, sintió el aire que nunca le brindó. Moviéndose por su nueva casa se dio cuenta de la libertad que no le permitió disfrutar.
Así fue también que en la tranquilidad de su nuevo lugar, él descubrió esa soledad de la que ella hablaba, y pudo escuchar las palabras que jamás le dijo.
Y ambos se quedaron pensando. Miraron la maleta equivocada que dejaron en un rincón y comprobaron lo que ya suponían, lo que somos y sentimos, lo que hicimos o no hicimos por los otros nos acompaña dónde quiera que vayamos. Tener la valija equivocada daba a cada uno de ellos la sensación que el otro estaba presente de algún modo porque mirar esa maleta era mirar una historia, una vida.
Dicen que a la distancia se ve mejor y así los dos pudieron “ver”, quizás por primera vez, cómo se había sentido el otro. Y cada uno tomó la valija del otro, más que para devolver lo que les era ajeno, para hacerse cargo de lo que les era propio.
Cuando se encontraron, valijas en mano, ninguno de los dos era el mismo ya. En el intercambio de maletas, sus manos se rozaron y ambos sintieron algo similar a la empatía.
Ninguno sabía qué pasaría con ellos, pero lo que si sabían era que ambos se habían parado en otro lugar, ése, desde el cual se puede “ver” al otro y desde ese lugar, cualquier reencuentro es posible.
 

(Liana Castello)

Como una vela

jueves, 13 de diciembre de 2012


 
No he vuelto a saber de ti,
Y este invierno es frío
Y el agua de mi cuerpo se está haciendo hielo.
Es que el 90% de mi se fue con tu cuerpo
Y antes que mi corazón cambie de color
Te quiero decir…

Mi corazón se agota
Como el tacón de tu bota,
De contar con los dedos
de una mano los te quieros.

Que me arranquen la vida
Si me devuelven tu corazón,
Pero hoy… no sé quien soy.

Y me consumo como una vela,
No quiero nadie a mi alrededor
Que le salpique esta puta mierda
Que alguno todavía llaman amor.
Recuerdo bien nuestra ultima cita,
Por que no éramos ni tu ni yo,
Yo tenia miedo a que tu no fueras
Y tu por miedo a que fuera yo.

Te busco en cada amanecer
Y solo encuentro pena,
La que llevo por dentro
y me habla de tu vida,
La que te siente todavía aquí
y mi cuerpo envenena.

Por eso aunque esta canción
Hable de los dos,
No suena sin ti
Mi corazón se agota
Como el tacón de tu bota,
De contar con los dedos
de una mano los te quieros.

Que me arranquen la vida
Si me devuelven tu corazón,
Pero hoy… no sé quien soy.

Y me consumo como una vela,
No quiero nadie a mi alrededor


Que le salpique esta puta mierda
Que alguno todavía llaman amor.
Recuerdo bien nuestra ultima cita,
Por que no éramos ni tu ni yo,
Yo tenia miedo a que tu no fueras
Y tu por miedo a que fuera yo.

Y tu por miedo que fuera…
Y tu por miedo a que fuera yo.
Y tu por miedo que fuera…
Y tu por miedo a que fuera yo.
No he vuelto a saber de ti,
Y este invierno es frío
Y el agua de mi cuerpo se está haciendo hielo.


(Melendi)

Ni un segundo


Sin ti se han ido tantas cosas en mi vida
no es nada ya como lo conocía,
cambió la vida entera de color.

Se fue la huella que dejabas con tus dedos
se fueron los altares y los credos
las reglas que inventaste con tu amor
y no pienses ni un segundo en regresar
por el camino que te vio partir
porque sin ti, porque sin ti
no queda nada del dolor
que me causó el mendigarte por un beso
yo volvi a encontrar la libertad
que se escapó,
mi corazon estaba preso.
Se disipó la oscuridad en mi interior
y ahora veo que tu amor no era amor,
tal vez te duela,
pero desde que te fuiste,
me siento mucho mejor.

Sin ti ha vuelto
a entrar la luz por la ventana
he vuelto a sonreir por las mañanas
sin miedo a que alguien me diga que no.

Se fue la huella que dejabas con tus dedos
se fueron los altares y los credos
y las reglas que inventaste con tu amor
y no pienses ni un segundo
en regresar por el camino que te vio partir...

Porque sin ti, porque sin ti
no queda nada del dolor que me causó
el mendigarte por un beso
yo volvi a encontrar la libertad que se escapó
mi corazon estaba preso
se disipó la oscuridad en mi interior
y ahora veo que tu amor no era amor,
Tal vez te duela,
pero desde que te fuiste,
me siento mucho mejor.

Tal vez te
duela,
pero desde que te fuiste,
me siento mucho mejor.
(Malú, "Guerra fría")

Bonita carta...

martes, 11 de diciembre de 2012


Siempre que te duela
el corazón como un castigo
puedes contar conmigo.
La vida pasa,
los años pesan;
los labios que no se besan
no regresan.
Si te mareas nos queda la Biodramína,
la adrenalina del amor que se amotina,
nos queda una canción
y un saxofón que desafina,
lluvia en el corazón
y algunos versos de Sabina.
No vayas a rendirte todavía,
nos queda pan para hoy, poesía
y unos ojos que han llorado
de tristeza y de alegría.
Todo lo malo que hice atrás,
pedir perdón
y poder equivocarme una vez más.
Mira alrededor,
lucha por lo que quieres
sin temor a la condena.
Si mueres,
muérete solo por amor,
morir por otra cosa aquí
no vale la pena.
Así que hazte ese porro
y dame un calo,
que el tiempo es un regalo,
aquí se aprende
de lo bueno y de lo malo.
No importa si mañana
el cielo estalla de repente,
esta noche estamos vivos
y con eso es suficiente.

(Rap de Sharif)

Lágrimas desordenadas

miércoles, 21 de noviembre de 2012

 




Si mi corazón aún no se viste a solas
es porque aún no ha encontrado a su medio limón
lucha en los asaltos que manda la vida
vive con cien gatos en un callejón.

Y en el horizonte de mi pecho en llamas
soy un superman que busca tu cabina
el sujeto de quien no llora no mama
una puta con horario de oficina.

Y puse tus recuerdos a remojo
y flotan porque el agua está salada
salada porque brotan de mis ojos
lágrimas desordenadas.
No pienses que estoy loco por vivir a mi manera
voy a pasarme todo el día bebiendo
y por la noche...
pegado a una botella.

Si mi corazón sigue de calavera
es porque aún no ha aprendido a disimular
cada vez que ve paseando tus caderas
se le caen las llaves al fondo del bar.

En el horizonte de mi pecho en llamas
soy un superman que busca tu cabina
el sujeto de quien no llora no mama
una puta con horario de oficina.

Y puse tus recuerdos a remojo
y flotan porque el agua está salada
salada porque brotan de mis ojos lágrimas desordenadas.
No pienses que estoy loco
por vivir a mi manera
voy a pasarme todo el día bebiendo
y por la noche...
pegado a una botella.

Y he plantado, un jardín de la alegría
para hacer más divertidos mis días
y he soñado que dormía entre tus piernas
y he dejado el sueño patas arriba.

Y puse tus recuerdos a remojo
y flotan porque el agua está salada
salada porque brotan de mis ojos
lágrimas desordenadas.
No pienses que estoy loco
por vivir a mi manera
voy a pasarme todo el día bebiendo
y por la noche...
pegado a una botella, ooh sin ti...
Y cuanto más vacía,
más alta es la verja que salto para huir.
Pegado a una botella ooh sin ti...
Y cuanto más vacía,
más alta es la verja que salto para huir.

(Melendi)

Vamos a guardar este día...

lunes, 12 de noviembre de 2012


Vamos a guardar este día
entre las horas, para siempre,
el cuarto a oscuras,
Debussy y la lluvia,
tú a mi lado, descansando de amar.
Tu cabellera en que el humo de mi cigarrillo
flotaba densamente, imantado, como una mano
acariciando.
Tu espalda como una llanura en el silencio
y el declive inmóvil de tu costado
en que trataban de levantarse,
como de un sueño, mis besos.

La atmósfera pesada
de encierro, de amor, de fatiga,
con tu corazón de virgen odiándome y odiándote.
todo ese malestar del sexo ahíto,
esa convalecencia en que nos buscaban los ojos
a través de la sombra para reconciliarnos.
Tu gesto de mujer de piedra,
última máscara en que a pesar de ti te refugiabas,
domesticabas tu soledad.
Los dos, nuevos en el alma, preguntando por qué.
Y más tarde tu mano apretando la mía,
cayéndose tu cabeza blandamente en mi pecho,
y mis dedos diciéndole no sé qué cosas a tu cuello.
Vamos a guardar este día
entre las horas para siempre.
 
(Jaime Sabines)

Agua con vino, trocitos de papel con palillos y un pellizco de pimienta con otro de sal

domingo, 7 de octubre de 2012



Sobremesa de una cena familiar en una casa rural de Cerdeña. La mesa descompuesta. Delante de mí un vaso en el que mi hija ha mezclado agua con vino, trocitos de papel con palillos y un pellizco de pimienta con otro de sal. Mi hermana y mi hijo mayor han salido a fumar, amparados por la brisa mediterránea. Me quedo con mi padre a la espera de que nos traigan la cuenta y, de repente, suelta: -Hay momentos en la vida que, si los recuerdo, me chirría el alma. Por ejemplo, el hecho de no haberme dado cuenta de la importancia que tenía para ti, cuando eras pequeña, que asistiera a tus funciones de final de curso de ballet. Nunca lo hice porque no supe entenderlo, no supe verlo.
Le sonreí. Nada más. Habría podido decirle que no pasaba nada, que no tenía importancia, pero el caso es que sí la tuvo. Y mucha. Y él lo sabe. También sabe que mi perdón está concedido antes incluso de que cometiera el pecado, por ese amor incondicional y familiar que bombean los ventrículos del corazón y reparten los glóbulos rojos. Pero sé que a veces ese perdón no nos es suficiente. Lo sé porque a mí también me pasa eso de que hay momentos en la vida que, si los recuerdo, me chirría el alma. Sí, padre, yo también tengo unos cuantos. Y, más allá de que haya obtenido el perdón o no, siguen arañando la pizarra de mis recuerdos.
Por ejemplo, el momento en el que le comuniqué al que fuera mi marido, y con quien compartía un bebé, que no le amaba. Que nos teníamos que separar. No puedo olvidar sus ojos, su boca, sus lágrimas, su incapacidad para comprender lo que le estaba diciendo. Esa sensación de estafa sentimental, la suya y la mía, en la desintegración de un proyecto que no podía tener fisuras.
Otra: mi hijo adolescente pasa por un mal momento. No sabe qué hacer. Vive con el mismo desorden con el que piensa. Lo pierde todo. Me pierde todo. Incluso un ipod con mi música que le tengo prohibido utilizar. Me compra otro con todos sus ahorros. Rechazo el regalo, enfadada. Enfadada en exceso, con el reproche poderoso del adulto. Soy incapaz de abrazarle y darle las gracias. Rompe a llorar y me dice: -No, Madre. No hagas esto. Tú no eres así. Y tenía razón, por eso es un episodio en el que no puedo ni pensar y del que me arrepiento tanto que ni el perdón es suficiente.
Otra y acabo (aunque haya muchas más por supuesto): mi abuela entra en mi cuarto por la noche, mientras yo estoy tumbada a oscuras. Se sienta en el borde de la cama y busca mi mano. La retiro y le doy la espalda. Percibo su piel áspera que me acaricia el hombro como una forma de reconciliación. Ella espera en silencio mientras yo, impasible, no le concedo ni un gesto que pueda aliviar su pena. Poco después se marcha y cierra la puerta.
Y es que al alma no le importan las razones que uno tenga -que incluso pueden ser muchas y sólidas- para reaccionar de una manera u otra, sino el dolor del otro que queda como una muesca en nuestra memoria. Por eso no hay justificación posible y los atenuantes se diluyen en el cacareo de inútiles palabras. No sé cómo se puede vivir sin ocasionar sufrimientos a quiénes amamos. Si lo supiera, a cambio, renunciaría a años de vida.
Lo único que me queda -que nos queda- es la disculpa y la aceptación del error: a los que he nombrado y a los que no, sirva un perdón sin peros. Un perdón sin más.

(Ayanta Barilli)

Para amarte

miércoles, 26 de septiembre de 2012


Para amarte necesito una razón, 
y es dificil creer que no exista una más 
que este amor...

Sobra tanto dentro de este corazón 
y a pesar de que dicen 
que los años son sabios 
todavía se siente el dolor...
¿Por qué todo el tiempo que pasé junto a ti, 
dejó heridas hoy dentro de mí? 

Y aprendí a quitarle al tiempo los segundos, 
tú me hiciste ver el cielo más profundo.
Junto a ti creo que aumenté más de tres kilos 
con tus tantos dulces besos repartidos. 
Desarrollaste mi sentido del olfato, 
y fue por ti que aprendi a querer los gatos.
Despegaste del cemento mis zapatos 
para escapar los dos volando un rato... 

Pero olvidaste una final instrucción,
porque aún no se como vivir sin tu amor... 

Y descubrí lo que significa una rosa.
Me enseñaste a decir mentiras piadosas 
para poder verte a horas no adecuadas y 
a remplazar palabras por miradas.

Y fue por ti que escribí más de cien canciones 
y hasta perdoné tus equivocaciones...
Y conocí más de mil formas de besar 
y fue por ti que descubrí lo que es amar... 
lo que es amar...

(Shakira)

Tras el vidrio

jueves, 20 de septiembre de 2012



Solo, de soledad absoluta, como absorbiendo los silencios, estoy esta mañana tras el vidrio de una ventana acerrojada. Miro sin ver un paisaje que languidece a la distancia. Árboles de pie porque no saben morir de otra manera; caminos rectos que se vuelven sinuosos al vapor de mi respiración; cielo lleno de tormentas que no se dejan ver. El frío de la habitación me invade por dentro y me recorre por fuera. Es un frío intenso, despiadado, descarnado de toda encarnadura, inhumano como todo frío que se regodea de sí. Busco un trazo de calor y no lo encuentro. Busco una mirada compasiva y sólo hay ojos cerrados. Cierro los míos y el día se diluye en una melodía opaca que me ciega. No sé si es el principio del fin o solamente el fin.

(Del blog "Pequeños relatos")

Reino Vegetal

miércoles, 13 de junio de 2012


Es probable que esté algo triste. Esta mañana me he despertado con el cuello y el hombro bloqueados. Un dolor intenso que hace que respire con cuidado y que hable menos de lo que acostumbro. Digo que es probable que esté algo triste porque cuando aparece esta molestia, siempre la misma y en el mismo lugar, suele ser un aviso. Mis tristezas las reconoce antes mi cuerpo que yo.
Para celebrarlo me meto en un avión con aire acondicionado de cámara mortuoria y vuelo hasta Italia, escapando de un fin de semana solitario en el que los fantasmas suelen anidar en mi colchón, como las hormigas en los rodapiés del salón de mi casa, y luego no hay forma de aniquilarlos. Aunque, claro, las hormigas no viajan con Ryan Air -están prohibidas como casi todo en esa compañía-  pero los fantasmas, sí. O sea que vuelo hacia Italia, bien acompañada por la cohorte de mis amigos transparentes, y me doy cuenta de aquello que ya sé: escapar de uno mismo es imposible. (Como el cuento ese terrorífico, que nunca consigo recordar, de la muerte que espera a no sé quien en no sé qué mercado oriental y ese no sé quién escapa al otro lado del mundo y es ahí donde se encuentra con la muerte, que le estaba esperando. O algo así. Detesto esa historia y por eso la olvido una y otra vez).
Después de un aterrizaje abortado, media hora más sobrevolando los alrededores del aeropuerto y el consiguiente ataque de angustia del tipoquién me manda a mí meterme en un avión,  veo que la técnica de no hacerme ni caso, siempre tan eficaz, no funciona  porque  ni siquiera la tierra que me ha visto nacer consigue calmar mis dolores. Me pregunto entonces qué me pasa, saco el spray mata fantasmas e intento no pensar en condicional. Es la forma verbal que más detesto de todas porque alimenta el victimismo y la autocompasión y encima no soluciona nada.  Pero  aparece, impasible, aburrida, repetitiva, estéril. Y suele rondar temas relacionados con el amor, o más bien con la falta de éste.
Algunos ejemplos, así por refrescar un vicio muy socorrido  y que todos nos sintamos algo hermanados en este pequeño mundo lleno de hormigas: Si mi hija adolescente se diera cuenta del maltrato constante al que me somete y de paso recogiera las bragas del suelo de su cuarto, yo sería mucho más feliz.  Si mi hijo mayor dedicara una semana, de sus tres meses de vacaciones,  a estar con su familia, yo  sería mucho más...Si  en el trabajo me felicitaran por mis esfuerzos sería mucho...Si los impresentables del banco dejaran de enviarme comunicaciones catastróficas sería...Si, si, si...Condicional. O sea, improbable. Una suposición. Un sueño.
Pero qué bonito es soñar. O sea que voy a seguir porque así, a lo tonto, noto que me voy animando:
Me gustaría -otra vez aparece el condicional- ser el centro de atención de quién me quiere durante sólo doce horas. Algunas risas. Algo rico. Algo imprevisto. Y todo pequeño, barato y fácil, como el dibujo de un niño. No pido más.
No. Mentira. Ni siquiera. Me contentaría con que me cuidaran un poquito y dejaran de plantearme problemas laborales, escolares, sentimentales, familiares, domésticos. Propios y ajenos. Simplemente que me dejaran en paz un rato y, sobre todo, que no esperaran una respuesta a nada.
Qué va. Eso sería pedir demasiado, entre otras cosas porque la naturaleza de mi trabajo me lo impide. Entonces, en mis doce horas de tregua, pido convertirme en planta de salón. Domesticada. Un ficus, por ejemplo. Para no pasar calamidades. Ni frío ni calor y mi rayito de sol todas las mañanas. Sólo necesito que me rieguen. A ser posible.
Y si no hay agua, no importa. Pasar totalmente desapercibida, tampoco está mal. Aún a riesgo de secarme.
(Ayanta Barilli)

Con las ganas

viernes, 8 de junio de 2012


Recuerdo que al llegar ni me miraste,
fui solo una más de cientos
y, sin embargo, fueron tuyos
los primeros voleteos.

Cómo no pude darme cuenta
que hay ascensores prohibidos,
que hay pecados compartidos,
y que tú estabas tan cerca.

Me disfrazo de ti.
Te disfrazas de mí.
Y jugamos a ser humanos
en esta habitación gris.

Muerdo el agua por ti.
Te deslizas por mí.
Y jugamos a ser dos gatos
que no se quieren dormir.

Mis anclajes no pararon tus instintos,
ni los tuyos, mis quejidos.
Y dejo correr mis tuercas
y que hormigas me retuerzan.

Quiero que no dejes de estrujarme
sin que yo te diga nada.
Que tus yemas sean legañas
enganchadas a mis vértices.

Me disfrazo de ti.
Te disfrazas de mí.
Y jugamos a ser humanos
en esta habitación gris.

Muerdo el agua por ti.
Te deslizas por mí.
Y jugamos a ser dos gatos
que no se quieren dormir.

No sé que acabó sucediendo,
sólo sentí dentro dardos.
Nuestra incómoda postura
se dilató en el espacio

Se me hunde el dolor en el costado,
se me nublan los recodos,
tengo sed y estoy tragando,
no quiero no estar a tu lado.

Me disfrazo de ti.
Te disfrazas de mí.
Y jugamos a ser humanos
en esta habitación gris.

Muerdo el agua por ti.
Te deslizas por mí.
Y jugamos a ser dos gatos
que no se quieren dormir.

Me moriré de ganas de decirte
que te voy a echar de menos
Y las palabras se me apartan,
me vacían las entrañas

Finjo que no sé, y que no has sabido.
Finjo que no me gusta estar contigo
Y al perderme entre mis dedos
te recuerdo sin esfuerzo

Me moriré de ganas de decirte
que te voy a echar de menos.

(Zahara)

Photoshop

domingo, 25 de marzo de 2012



Días atrás fue mi cumpleaños. Cumplí cuarenta y tres y ha sido, por cuestiones que no vienen al caso, el más triste de todos los míos. Una de las cosas que han pasado, en coincidencia con esta fecha, es que de pronto, como cuando una mujer está embarazada y no hace más que ver a mujeres embarazadas por todas partes, los años cumplidos han perdido la liviandad de otros tiempos. De pronto, he empezado a escuchar, de manera constante y casi ofensiva, frases que comienzan con... A esta edad... algo. Algo, por lo general descorazonador.

Algunos ejemplos. En una cena con una compañera de trabajo, cuyo padre es un cirujano estético reconocido, dice ella: la operación que está de moda es la reconstrucción del himen y de los labios vaginales porque a esta edad, empiezan a caerse. ¿Cómo? Pregunto atónita. Nunca me había planteado esta cuestión. Ni nunca había notado flacidez en esa parte de mi cuerpo. Tampoco me había dedicado a mirarla con lupa, lo reconozco.

Otro. Hablo con mi ginecólogo y, sin que yo le hubiera preguntado nada, me suelta: Disfruta del sexo ahora, porque a esta edad, ya son los últimos cartuchos. Luego todo cambia mucho. ¿De verdad? ¿Y cuánto me queda? ¿Dos años, cinco, diez? ¿Cómo va a ser mi vida cuándo me quede sin cartuchos? ¿Hay alguien que se salve? Esto tampoco me lo había planteado hasta el momento, lo reconozco.

Me voy al teatro con una amiga y, así a bocajarro, asegura: Tú tienes mucha suerte de estar enamorada y tener pareja porque a esta edad no es tan fácil reconstruir una vida sentimental. Acuérdate de...Mira a...Y el caso es que tenía razón, pero no me había dado cuenta de pertenecer al grupo de las separadas cuarentonas y con hijos medio mayores que logran el milagro de convencer a alguien para que te quiera.

Voy a cortarme el pelo y la peluquera me dice: Deberías ponerte mechas para tapar las canas. Pero si casi no tengo canas, le respondo. Me mira con escepticismo y subraya: Ya pero, a esta edad, es mejor hacerse mechas porque empieza a caerse el pelo y se pierde brillo. ¿Pierdo brillo? Dios mío ¿Me estoy volviendo opaca? No seguí sus consejos. Pagué y me fui. Aunque tuve serias tentaciones de soltarle un bofetón antes de irme.

Para ver si consigo recuperar el pulso, acabo visitando a un homeópata que es siempre la última de mis opciones. Todo bien. Amable. Hasta que farfulla: a esta edad las mujeres sufrís un proceso de masculinización, por una cuestión hormonal. Por eso hay tantos problemas en los matrimonios. Porque de repente hay dos tíos en casa y no uno. Pánico en mis ojos. Me levanto de la camilla con ganas de llorar. ¿Me estoy convirtiendo en un tío y no me había dado cuenta? ¿Desde cuándo y hasta cuándo? ¿Para siempre? ¿Tengo que cambiar de nombre y de género en el carnet de identidad?

Vuelvo a casa. Estoy sola porque, a esta edad , mis hijos andan desaparecidos y mi pareja anda persiguiendo a los suyos, que no es tarea fácil. Pienso en el galimatías de nuestras vidas a esta edad y en la imposibilidad de cumplir algunos sueños, considerados un tanto ridículos para esta edad. Pienso en labios vaginales que se descuelgan, en el número de encuentros sexuales que me quedan, en la suerte que tengo de gustarle a alguien, en cortarme el pelo al cero para evitar complicaciones, en la maravilla de ser hombre en este mundo lleno de hombres, en...Y de repente me doy cuenta de que hay una frase peor. A cierta edad. Esa es peor. Cuando la dicen, o la decimos, estamos cavando nuestra tumba, o la de otros. Todo llegará, claro. Tiempo al tiempo.

Y entonces me entran ganas de irme al Corte Inglés y meterme en una máquina que me haga un photoshop, o algo así, y que sea capaz de eliminar este saboteo permanente. Ya se sabe que en el Corte Inglés se encuentra de todo. Y así seré una mujer nueva y no habré perdido el derecho a ser feliz. Podré volver a comenzar mi vida todas las veces que quiera, con mis arrugas, mis canas, mis miedos, mis errores y mis aciertos. Podré casarme, tener un hijo, cambiar de trabajo, descubrir que puede haber un amor que dure toda la vida, irme a vivir a ese lugar que me gusta, aprender a tocar el acordeón y dejar de hablar de la crisis y las crisis.

Y todo sin necesidad de reconstruirme el himen. Porque a esta edad, creo que me lo merezco.

(Ayanta Barilli)

Ay, mi amor

lunes, 27 de febrero de 2012



Ay, mi amor,
sin ti no entiendo el despertar.
Ay, mi amor,
sin ti mi cama es ancha.
Ay, mi amor
que me desvela la verdad.
Entre tú y yo, la soledad
y un manojillo de escarcha.

(Del Romance de Curro "El Palmo", de Joan Manuel Serrat)

Rodillas y calcetines azules

miércoles, 15 de febrero de 2012



Sentado en la silla, mis pies no llegaban al suelo. Bueno, a veces sí: sólo la punta gastada de los mocasines. Balanceaba las piernas, adelante y atrás. Me subía los calcetines azules hasta debajo de las rodillas y observaba como, poco a poco, volvían a acurrucarse en la recta final del tobillo. Así me columpiaba, esperando que te asomaras, menuda y nerviosa, por la puerta de la cocina. Hola, animalito, me decías. Vamos a dar un paseo. Y me dabas una bolsita de papel con dentro la merienda.
Salíamos a la calle y nuestra primera parada era en un pequeño jardín sin hierba en el que había un señor y un caballo atado. El señor alquilaba su caballo a cambio de alguna moneda. Me cogía en brazos, me sentaba en la montura sin escupir el cigarro, mi madre aplaudía, yo imaginaba ser John Wayne y, un instante después, me volvía a depositar en el suelo. Nada me podía hacer más feliz.
Mi madre siempre estaba pensando en sus cosas y, a veces, sonreía sola como si estuviera acompañada. Cuando cruzábamos la calle, me apretaba la mano fuerte y, por las noches, me frotaba la nariz para que tuviera unos sueños bonitos. Decía que era un método infalible y, la verdad, es que llevaba razón. Nunca tuve pesadillas y siempre esperé a que se asomara por la puerta de la cocina con la merienda.
pasó el tiempo, y un día el viejo fumador y su caballo desaparecieron. En su lugar pusieron un hipopótamo azul, con dos dientes cúbicos, que tragaba monedas y cantaba una extraña canción. Subirse a ese cacharro me pareció una pérdida de dignidad. Además las piernas se me hicieron tan largas que era imposible balancearlas. Todo cambió, hasta mi madre. De repente, se hizo mayor.
Sí. Se hizo mayor, dejó de frotarme la nariz y se sentó en la cocina. Todas las tardes me asomo y le traigo la merienda. Después salimos a pasear. En el jardín sin hierba, han quitado el hipopótamo azul de dientes cúbicos y han puesto una de esas máquinas de pelotas de plástico con llaveros, también de plástico, de algún equipo de fútbol. Tiene mucho éxito.
Cuando volvemos a casa, al cruzar la calle, le aprieto la mano fuerte. Muy fuerte. Para que se quede conmigo. Y ella sonríe sola. Como si estuviera acompañada.
(Ayanta Barilli)

A veces quiero preguntarte cosas...

jueves, 9 de febrero de 2012



A veces quiero preguntarte cosas,
y me intimidas tú con la mirada,
y retorno al silencio contagiada
del tímido perfume de tus rosas.
A veces quise no soñar contigo,
y cuanto más quería más soñaba,
por tus versos que yo saboreaba,
tú el rico de poemas, yo el mendigo.
Pero yo no adivino lo que invento,
y nunca inventaré lo que adivino
del nombre esclavo de mi pensamiento.
Adivino que no soy tu contento,
que a veces me recuerdas, imagino,
y al írtelo a decir mi voz no siento.
(Gloria Fuertes)

El ahogado más hermoso del mundo

martes, 31 de enero de 2012


Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni
arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos.
Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el
viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la
rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales.
Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo
no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.
Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo
que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más
vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro
nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida
a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué
bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y
mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas
de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo.
Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un
ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre
entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron
conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a
los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban
a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

(Gabriel García Márquez)
 

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