Recuerdos de un lector

domingo, 27 de diciembre de 2009



La memoria crea falsos recuerdos. Yo no puedo recordar cuándo aprendí a leer, porque lo hice a una edad muy temprana, con los tres años recién cumplidos o antes incluso. Me enseñó mi abuelo, con la ayuda de una cartilla un tanto vetusta que en su primera página incluía las letras vocales, acompañadas de un dibujo alusivo: la a de abanico, la e de erizo, la i de iglesia, la o de ojo, la u de uvas. Guardo todavía un ejemplar de aquella cartilla, desgualdrajado y amarillento; y, mientras lo hojeo, me imagino aupado sobre las rodillas de mi abuelo, arrimados ambos a la camilla que escondía bajo sus faldas el calor hospitalario del brasero, pronunciando al unísono esos sonidos que servían para designar el mundo; y llego a imaginar tan vívidamente esa escena que por momentos creo recordarla. Pero sé bien que a quien recuerdo aprendiendo a leer es a mi hermana, cinco años más pequeña que yo, que tuvo idéntico maestro y también trepaba a sus rodillas en las tardes de invierno; cuando acababa de tomarle la lección, mi abuelo la besaba en las mejillas, restregándole su barba picajosa de tres o cuatro días, una barba que le crecía recia y pugnaz, porque era muy macho y además se la afeitaba con navaja barbera. Mi hermana se quejaba de aquellos besos que le dejaban las mejillas escocidas, como yo mismo me quejaba; pero ahora que esos besos me faltan me despierto añorando aquel escozor en la piel, y a veces incluso llego a sentirlo en la duermevela como una lija amorosa que frotase todo mi rostro, lavándolo de arrugas y pensamientos sombríos.

Recuerdo a mi abuela encerrada en su habitación, engolfada siempre en el rezo del rosario y en la lectura de novenarios y revistas piadosas. Santa Rita y el pueblo cristiano, se llamaba su predilecta; en sus páginas finales se incluía siempre un capítulo de un folletín sobre la Abogada de los Imposibles. Mi abuela padecía cataratas y solía pedirme que le leyera las páginas de aquella hagiografía por entregas, salpimentadas de episodios peregrinos, a veces un poco tremebundos (el milagro de los estigmas y de las marcas de la corona de espinas en la frente me dejaba turulato), en los que lo candoroso se daba la mano con lo sobrenatural, hasta infundirme una suerte de arrobo o beatitud que casi me hacía levitar. Otra de mis primeras lecturas fueron los pasajes de Historia Sagrada que incluía la enciclopedia Álvarez, con la que mis padres estudiaron: allí se contenían los episodios más divulgados del Génesis (la creación del mundo, la expulsión del Paraíso, el arca de Noé, el sacrificio de Isaac…), que fueron durante muchos años la levadura de mi imaginación y me enseñaron que hay otra realidad más cierta que la que perciben nuestros sentidos, otra realidad que anida allá donde sólo acceden quienes miran sin legañas.

Mi abuelo, que me enseñó a leer, no era sin embargo hombre de lecturas numerosas. La sabiduría que había atesorado no se la habían proporcionado los libros, sino las asperezas y sinsabores de la vida; sin embargo, guardaba como oro en paño un ejemplar muy magullado de las poesías de José María Gabriel y Galán, que había llegado a aprenderse de memoria allá en su infancia campesina. Sospecho que hoy ya nadie frecuenta a Gabriel y Galán, tan alejado de la muy cuestionable sensibilidad contemporánea; pero su poesía rural, candeal, muy delicadamente emotiva me sigue poniendo un amasijo de ortigas en la garganta cada vez que la releo. El poema predilecto de mi abuelo se titulaba El vaquerillo; y me lo recitaba a diario, con una voz que era a un tiempo muy viril y muy acendradamente melancólica, como si en el niño protagonista estuviese viendo al niño que yo era por entonces, o incluso al niño que él mismo había sido:

«He dormido esta noche en el monte
con el niño que cuida mis vacas.
En el valle tendió para ambos
el rapaz su raquítica manta
y se quiso quitar, ¡pobrecillo!,
su blusilla y hacerme almohada».

Mientras mi abuelo leía aquellos versos cálidos y ateridos, yo sentía crecer dentro de mí el relente de una noche pasada en la intemperie, y me acurrucaba contra él, para sentir el calor de su sangre desfilando por sus venas antiguas, como un río rumoroso y lentísimo, para sentir los latidos de su corazón, como un reloj que midiese la respiración del mundo. Pegados el uno al otro, como la piedra al liquen, sentíamos que se nos hacían de acero los cuerpos y de oro las almas; y la noche que ya se avecindaba a lo lejos ni siquiera nos rozaba: ambos éramos invulnerables y eternos como los dioses.

(Juan Manuel de Prada)

Las cosas que nunca hicimos




En los paseos diarios con mi abuelo nunca faltaba una parada en alguna tienda de tejidos. Eran establecimientos amplísimos y luminosos (o al menos así se lo parecían al niño que yo era), con estantes abarrotados de piezas de tela de distintos géneros y colores que se alzaban hasta una altura inconcebible y unos mostradores largos y macizos, de una madera antaño lustrosa que el tiempo había ido poblando de muescas, una madera sobre la que los dependientes hacían sumas y multiplicaciones con el mismo bolígrafo que un segundo antes sostenían en delicado equilibrio sobre el caballete de la oreja. Mi abuelo respiraba con beatitud en aquellas tiendas de tejidos y me aupaba para encaramarme en uno de aquellos mostradores, aprovechando un hueco expedito entre el tumulto de telas que aguardaban ser devueltas a los estantes. «Un vaso de agua para mi nietico», solicitaba mi abuelo a uno de los dependientes, que corría a la trastienda a atender la petición, mientras él se paseaba por el establecimiento con esa melancólica dignidad del rey destronado que recorre las dependencias del palacio familiar, hoy convertido en museo por la calentura democrática: saludaba a la clientela y la asesoraba en su compra, departía con los dependientes, acariciaba los paños con deleite (era capaz de distinguir su gramaje por el tacto) y se enfurruñaba si detectaba en su composición poliéster u algún otro tejido sintético.

El dueño de la tienda no tardaba en aparecer, advertido por alguno de los dependientes, a quien tal vez fastidiase la actitud un tanto entrometida o sabelotodo de mi abuelo. El dueño de la tienda era siempre un señor muy orondo y elegantón que me hacía una carantoña o me regalaba un caramelo de tofe, antes de pegar la hebra con mi abuelo. Recuerdo que en aquellas conversaciones merodeaba la nostalgia de los tiempos idos: los géneros ya no eran como los de antaño, los proveedores catalanes ya no eran tan solícitos y detallistas como los de antaño, los sastres ya no trabajaban con la misma maña que los de antaño, y la clientela, cada vez más aborregada y plebeya, prefería abastecerse en las tiendas de prêt-à-porter, que ya por entonces eran una plaga y amenazaban con arruinar el negocio. Se abría entonces un silencio luctuoso en la conversación, un silencio de velatorio que ponía un brillo trémulo en la mirada de mi abuelo, como si aquella sucesión de desdichas certificaran la defunción de su más acendrado sueño. Siempre lloramos lo que nunca tuvimos.

Mi abuelo hubiese querido regentar una tienda de tejidos, pero nunca alcanzó ese sueño. De regreso a casa me narraba obsesivamente la retahíla de infortunios que se lo impidieron: de joven había tenido que trabajar como vendedor ambulante, para subvenir la economía familiar; se había echado una novia que como él tenía la vocación del comercio, pero la guerra y los años de hambruna que siguieron le impidieron matrimoniar e independizarse; cuando por fin pudo hacerlo, ya eran ambos cuarentones, y su mujer murió al alumbrar a mi madre; la viudez lo hizo reservón, y aunque volvió a casarse prefirió quedarse en el pueblo; llegó a reunir unos ahorrillos que le hubiesen permitido abrir un negocio en la capital, y hasta viajó a Barcelona, para cerrar un contrato con Tamburini (pronunciaba este nombre con veneración casi religiosa), un empresario textil que fabricaba los mejores tejidos, pero cuando ya tenía el local apalabrado algo falló en la transacción, o quizá sólo fallase su arrojo, quizá el miedo a empeñarse de por vida lo obligó a desistir en el último momento. «Nunca dejes de hacer por miedo lo que tienes que hacer, nietico mío», me aconsejaba mi abuelo, y me apretaba la mano hasta casi rompérmela, como si en la fuerza de ese apretón quisiera transmitirme el valor que a él le había faltado, la lealtad a la vocación que a él le había flaqueado, por culpa de una vida perra.

Mi abuelo murió sin ver coronado su sueño. Pero siempre pienso que, allá en el cielo, andará regentando una tienda de tejidos, y que con sus propias manos cortará la tela blanqueada en la sangre del Cordero con la que se viste la muchedumbre de los bienaventurados. Siempre pienso que las cosas que nunca hicimos en vida, por falta de arrojo o por intervención funesta de la adversidad, podremos hacerlas allá donde la vida no se acaba nunca. Y en esa otra vida interminable siempre pienso que trabajaré como dependiente a las órdenes de mi abuelo, en una tienda de tejidos en la que –¡por supuesto!– el poliéster y el prêt-à-porter tendrán vedada la entrada.

(Juan Manuel de Prada)

Pasatiempo

martes, 8 de diciembre de 2009



Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.

(Mario Benedetti)

Alguien

lunes, 7 de diciembre de 2009



Un hombre trabajado por el tiempo,
un hombre que ni siquiera espera la muerte
(las pruebas de la muerte son estadísticas
y nadie hay que no corra el albur
de ser el primer inmortal),
un hombre que ha aprendido a agradecer
las modestas limosnas de los días:
el sueño, la rutina, el sabor del agua,
una no sospechada etimología,
un verso latino o sajón,
la memoria de una mujer que lo ha abandonado
hace ya tantos años
que hoy puede recordarla sin amargura,
un hombre que no ignora que el presente
ya es el porvenir y el olvido,
un hombre que ha sido desleal
y con el que fueron desleales,
puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
una misteriosa felicidad
que no viene del lado de la esperanza
sino de una antigua inocencia,
de su propia raíz o de un dios disperso.

Sabe que no debe mirarla de cerca,
porque hay razones más terribles que tigres
que le demostrarán su obligación
de ser un desdichado,
pero humildemente recibe
esa felicidad, esa ráfaga.

Quizá en la muerte para siempre seremos,
cuando el polvo sea polvo,
esa indescifrable raíz,
de la cual para siempre crecerá,
ecuánime o atroz,
nuestro solitario cielo o infierno.

(Jorge Luis Borges)
 

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