Las cosas que nunca hicimos
domingo, 27 de diciembre de 2009
En los paseos diarios con mi abuelo nunca faltaba una parada en alguna tienda de tejidos. Eran establecimientos amplísimos y luminosos (o al menos así se lo parecían al niño que yo era), con estantes abarrotados de piezas de tela de distintos géneros y colores que se alzaban hasta una altura inconcebible y unos mostradores largos y macizos, de una madera antaño lustrosa que el tiempo había ido poblando de muescas, una madera sobre la que los dependientes hacían sumas y multiplicaciones con el mismo bolígrafo que un segundo antes sostenían en delicado equilibrio sobre el caballete de la oreja. Mi abuelo respiraba con beatitud en aquellas tiendas de tejidos y me aupaba para encaramarme en uno de aquellos mostradores, aprovechando un hueco expedito entre el tumulto de telas que aguardaban ser devueltas a los estantes. «Un vaso de agua para mi nietico», solicitaba mi abuelo a uno de los dependientes, que corría a la trastienda a atender la petición, mientras él se paseaba por el establecimiento con esa melancólica dignidad del rey destronado que recorre las dependencias del palacio familiar, hoy convertido en museo por la calentura democrática: saludaba a la clientela y la asesoraba en su compra, departía con los dependientes, acariciaba los paños con deleite (era capaz de distinguir su gramaje por el tacto) y se enfurruñaba si detectaba en su composición poliéster u algún otro tejido sintético.
El dueño de la tienda no tardaba en aparecer, advertido por alguno de los dependientes, a quien tal vez fastidiase la actitud un tanto entrometida o sabelotodo de mi abuelo. El dueño de la tienda era siempre un señor muy orondo y elegantón que me hacía una carantoña o me regalaba un caramelo de tofe, antes de pegar la hebra con mi abuelo. Recuerdo que en aquellas conversaciones merodeaba la nostalgia de los tiempos idos: los géneros ya no eran como los de antaño, los proveedores catalanes ya no eran tan solícitos y detallistas como los de antaño, los sastres ya no trabajaban con la misma maña que los de antaño, y la clientela, cada vez más aborregada y plebeya, prefería abastecerse en las tiendas de prêt-à-porter, que ya por entonces eran una plaga y amenazaban con arruinar el negocio. Se abría entonces un silencio luctuoso en la conversación, un silencio de velatorio que ponía un brillo trémulo en la mirada de mi abuelo, como si aquella sucesión de desdichas certificaran la defunción de su más acendrado sueño. Siempre lloramos lo que nunca tuvimos.
Mi abuelo hubiese querido regentar una tienda de tejidos, pero nunca alcanzó ese sueño. De regreso a casa me narraba obsesivamente la retahíla de infortunios que se lo impidieron: de joven había tenido que trabajar como vendedor ambulante, para subvenir la economía familiar; se había echado una novia que como él tenía la vocación del comercio, pero la guerra y los años de hambruna que siguieron le impidieron matrimoniar e independizarse; cuando por fin pudo hacerlo, ya eran ambos cuarentones, y su mujer murió al alumbrar a mi madre; la viudez lo hizo reservón, y aunque volvió a casarse prefirió quedarse en el pueblo; llegó a reunir unos ahorrillos que le hubiesen permitido abrir un negocio en la capital, y hasta viajó a Barcelona, para cerrar un contrato con Tamburini (pronunciaba este nombre con veneración casi religiosa), un empresario textil que fabricaba los mejores tejidos, pero cuando ya tenía el local apalabrado algo falló en la transacción, o quizá sólo fallase su arrojo, quizá el miedo a empeñarse de por vida lo obligó a desistir en el último momento. «Nunca dejes de hacer por miedo lo que tienes que hacer, nietico mío», me aconsejaba mi abuelo, y me apretaba la mano hasta casi rompérmela, como si en la fuerza de ese apretón quisiera transmitirme el valor que a él le había faltado, la lealtad a la vocación que a él le había flaqueado, por culpa de una vida perra.
Mi abuelo murió sin ver coronado su sueño. Pero siempre pienso que, allá en el cielo, andará regentando una tienda de tejidos, y que con sus propias manos cortará la tela blanqueada en la sangre del Cordero con la que se viste la muchedumbre de los bienaventurados. Siempre pienso que las cosas que nunca hicimos en vida, por falta de arrojo o por intervención funesta de la adversidad, podremos hacerlas allá donde la vida no se acaba nunca. Y en esa otra vida interminable siempre pienso que trabajaré como dependiente a las órdenes de mi abuelo, en una tienda de tejidos en la que –¡por supuesto!– el poliéster y el prêt-à-porter tendrán vedada la entrada.
(Juan Manuel de Prada)
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