Debe

lunes, 21 de diciembre de 2015


Creo que desde el momento en el que te rompen, puedes elegir por qué ruta prefieres desviarte. La primera ruta es una especie de egocentrismo que crea una barrera a tu alrededor de modo que nada ni nadie pueda hacerte daño. Te vuelves sombra. Ríes, superas, te creces, te quieres... Pero en el fondo siempre sabrás que hay algo roto dentro de ti y esperas, aunque lo niegues, que alguien te ofrezca un café en aquella cafetería, y sobre todo, que a ese alguien le guste la manera en la que te besas en los guantes y te abrazas la taza.
La segunda ruta consiste en todo lo contrario: "soy el vulnerable pájarillo de tu aliento". Todavía no tengo claro si hay algo más oscuro que una sombra, y supongo que si existe sería la sombra de la nostalgia. Debe de existir algo más feo que un árbol de navidad blanco y artificial, algo aún más feo que el rencor, y eso debe ser la sensación de haberse perdido a uno mismo: de mirarse y no verse, de odiarse, de no ser capaz de dejar de ir a esa cafetería mientras continúas a la espera de que llegue alguien, pero no ese alguien... sino aquel alguien. Y es algo parecido a esperar el tren mientras las vías están cortadas por intensas nevadas, "pero es que este vendaval no me deja levantarme".
Debe de existir algo más feo que tiritar por ausencias, por falta de ganas de respirar, por ausencia de razones por las que vivir... en fin, creo que desde el momento en el que te rompen, algo cambia en ti para siempre. Existe un momento, no importa cuándo, en el que te das cuenta de que todos aquellos malos cuentos de final triste siempre fueron rasguños. Existe un momento, en el que te sientes tan vacío por dentro que no te queda otra que, hacer el mismo daño que te han hecho al tiempo que te repugnas frente al espejo, o quererte tanto que seas incapaz de querer a alguien, incapaz de creer que puedes ser querida de la manera que mereces.
Creo que, cuando nos rompen, lo único que nos sana es el amor propio, las caricias de las letras y algunas personas que "las suelo llamar personas mundo, porque conocerlas es como leer un libro: tan reales, tan verdaderas, tan ciertas... y tan mágicas"

(Del blog Disparos de aire)

Otra carta

lunes, 1 de junio de 2015

 
Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco.
Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste
—untado con el bálsamo para la tristeza como para morirme—
apareces distante, intocable, junto a mí.
Me miras como a un niño y se me olvida todo
y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente.
He pensado en la duración de Dios,
en la manteca y el azufre de la locura,
en todo lo que he podido mirar en mis breves días.
Tú eres como la leche del mundo.
Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo.
¿Qué puedo darte sino el cielo?
Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres
—medalla, ojos de Dios, globo de plata,
moneda de miel, mujer, gota de aire—
pero la luna está en el cielo y sólo es luna,
inagotable, milagrosa como tú.
Yo quiero llorar a veces furiosamente
porque no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.
Con la alegría que da hacer un poema,
o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla,
te aproximas a mí y me construyes
en la balanza de tus ojos,
en la fórmula mágica de tus manos.
Un médico me ha dicho que tengo el corazón de gota
-alargado como una gota- y yo lo creo
porque me siento como una gruta
en que perpetuamente cae, se regenera y cae
perpetuamente.

Bendita entre todas las mujeres
tú, que no estorbas,
tú que estás a la mano como el bastón del ciego,
como el carro del paralítico.
Virgen aún para el que te posee,
desconocida siempre para el que te sabe,
¿qué puedo darte sino el infierno?
Desde el oleaje de tu pecho
En que naufraga lentamente mi rostro,
te miro a ti, hacia abajo, hasta la punta de tus pies
en que principia el mundo.
Piel de mujer te has puesto,
Suavidad de mujer y húmedos órganos
en que penetro dulcemente, estatua derretida,
manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy
y el caos que soy te preserva.
Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.

Cuando la hora vacía sobreviene
sabes pasar tus dedos como un ungüento,
posarlos en los ojos emplumados,
reír con la yema de tus dedos.
¿Qué puedo darte yo sino la tierra?
Sembrado en el estiércol de los días
miro crecer mi amor, como los árboles
a que nadie ha trepado y cuya sombra
seca la hierba, y da fiebre al hombre.

Imperfecta, mortal, hija de hombres,
verdadera,
te ursupo, ya lo sé diariamente,
y tu piedad me usa a todas horas
y me quieres a mí, y yo soy entonces,
como un hijo nuestro largamente deseado.

Quisiera hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.

En los parques, en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo,
donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños,
te deseo, te sueño.
¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tarde
o a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre, siempre, hasta la noche.)
(Jaime Sabines)

 

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