Luego de muchos desacuerdos y desencuentros, decidieron separase. Ella se sentía sola, él se sentía agobiado.
Hacía tiempo que venían tratando de hablar un idioma en común y cual torre de babel, cada uno hablaba el propio y no lograban entenderse.
No fue fácil tomar la decisión, pero cada uno de ellos pensó que lo mejor era tomar por caminos distintos.
Ella sostenía que él no la acompañaba, que no la escuchaba, ni le prestaba la debida atención. El decía que ella no le daba aire, que se sentía asfixiado y que era imposible ponerse de acuerdo.
Fueron desarmando de a poco el lugar común y dividiendo como pudieron aquello que hasta hace poco habían compartido.
El día en que debían dejar el departamento, sólo quedaban ellos y dos valijas que, curiosamente, eran idénticas (no siempre hay originalidad en los regalos).
Cada uno juntó lo poco que le quedaba y lo introdujo en su valija. Lo que ninguno imaginó que cada equipaje se llenaría con mucho más que prendas y accesorios de último momento.
Sabido es que donde vayamos llevaremos lo que nos pasa y lo que sentimos porque los sentimientos y sensaciones no tienen otro domicilio que el alma misma.
Y fue así que todo lo que cada uno de ellos sentía, se introdujo como polizón en esas maletas a punto de ser cerradas. En la maleta de ella se metió su soledad, su desilusión, sus expectativas no cumplidas, más de una lágrima y un profundo sentimiento de frustración.
En la de él, el cansancio, un grito contenido, la sensación de estar preso en su propia casa, la necesidad de escapar y ser libre.
Y cada uno cerró su maleta. Se miraron y en la incomodidad de no saber qué decirse y aún menos cómo despedirse, los nervios les jugaron una trampa. Tomaron las maletas equivocas y cada uno partió. Ella con la maleta de él y él con la de ella.
Cuando cada uno de ellos llegó a su nuevo destino y como era de esperar, abrieron las valijas. Se sorprendieron al ver que no eran sus maletas y se encargaron de deslindar responsabilidades. Él le echó la culpa a ella y ella a él.
No se preocuparon demasiado por esas prendas que no usarían, tenían lo suficiente como para arreglarse sin aquello que ahora, tenía el otro. Lo que ninguno de ellos imaginó era el contenido de la maleta equivocada que no podían ver.
Por esas cosas del azar, del destino o vaya uno a saber de quién, el bagaje más pesado de cada uno de ellos quedó bien guardado dentro de esas maletas, pero estaba dispuesto a salir.
Como polizones hartos de la clandestinidad, los dolores y miserias escaparon de las valijas. Fue así que en la soledad de su nueva vida, ella fue capaz de escuchar el grito contenido de él, y cuando abrió la ventana, sintió el aire que nunca le brindó. Moviéndose por su nueva casa se dio cuenta de la libertad que no le permitió disfrutar.
Así fue también que en la tranquilidad de su nuevo lugar, él descubrió esa soledad de la que ella hablaba, y pudo escuchar las palabras que jamás le dijo.
Y ambos se quedaron pensando. Miraron la maleta equivocada que dejaron en un rincón y comprobaron lo que ya suponían, lo que somos y sentimos, lo que hicimos o no hicimos por los otros nos acompaña dónde quiera que vayamos. Tener la valija equivocada daba a cada uno de ellos la sensación que el otro estaba presente de algún modo porque mirar esa maleta era mirar una historia, una vida.
Dicen que a la distancia se ve mejor y así los dos pudieron “ver”, quizás por primera vez, cómo se había sentido el otro. Y cada uno tomó la valija del otro, más que para devolver lo que les era ajeno, para hacerse cargo de lo que les era propio.
Cuando se encontraron, valijas en mano, ninguno de los dos era el mismo ya. En el intercambio de maletas, sus manos se rozaron y ambos sintieron algo similar a la empatía.
Ninguno sabía qué pasaría con ellos, pero lo que si sabían era que ambos se habían parado en otro lugar, ése, desde el cual se puede “ver” al otro y desde ese lugar, cualquier reencuentro es posible.
(Liana Castello)
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