Sentado en la silla, mis pies no llegaban al suelo. Bueno, a veces sí: sólo la punta gastada de los mocasines. Balanceaba las piernas, adelante y atrás. Me subía los calcetines azules hasta debajo de las rodillas y observaba como, poco a poco, volvían a acurrucarse en la recta final del tobillo. Así me columpiaba, esperando que te asomaras, menuda y nerviosa, por la puerta de la cocina. Hola, animalito, me decías. Vamos a dar un paseo. Y me dabas una bolsita de papel con dentro la merienda.
Salíamos a la calle y nuestra primera parada era en un pequeño jardín sin hierba en el que había un señor y un caballo atado. El señor alquilaba su caballo a cambio de alguna moneda. Me cogía en brazos, me sentaba en la montura sin escupir el cigarro, mi madre aplaudía, yo imaginaba ser John Wayne y, un instante después, me volvía a depositar en el suelo. Nada me podía hacer más feliz.
Mi madre siempre estaba pensando en sus cosas y, a veces, sonreía sola como si estuviera acompañada. Cuando cruzábamos la calle, me apretaba la mano fuerte y, por las noches, me frotaba la nariz para que tuviera unos sueños bonitos. Decía que era un método infalible y, la verdad, es que llevaba razón. Nunca tuve pesadillas y siempre esperé a que se asomara por la puerta de la cocina con la merienda.
pasó el tiempo, y un día el viejo fumador y su caballo desaparecieron. En su lugar pusieron un hipopótamo azul, con dos dientes cúbicos, que tragaba monedas y cantaba una extraña canción. Subirse a ese cacharro me pareció una pérdida de dignidad. Además las piernas se me hicieron tan largas que era imposible balancearlas. Todo cambió, hasta mi madre. De repente, se hizo mayor.
Sí. Se hizo mayor, dejó de frotarme la nariz y se sentó en la cocina. Todas las tardes me asomo y le traigo la merienda. Después salimos a pasear. En el jardín sin hierba, han quitado el hipopótamo azul de dientes cúbicos y han puesto una de esas máquinas de pelotas de plástico con llaveros, también de plástico, de algún equipo de fútbol. Tiene mucho éxito.
Cuando volvemos a casa, al cruzar la calle, le aprieto la mano fuerte. Muy fuerte. Para que se quede conmigo. Y ella sonríe sola. Como si estuviera acompañada.
(Ayanta Barilli)
1 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
muy bonito relato y emocionante... esas nostalgias del tiempo pasado...
un saludo!!
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