Sobremesa de una cena familiar en una casa rural de Cerdeña. La mesa descompuesta. Delante de mí un vaso en el que mi hija ha mezclado agua con vino, trocitos de papel con palillos y un pellizco de pimienta con otro de sal. Mi hermana y mi hijo mayor han salido a fumar, amparados por la brisa mediterránea. Me quedo con mi padre a la espera de que nos traigan la cuenta y, de repente, suelta: -Hay momentos en la vida que, si los recuerdo, me chirría el alma. Por ejemplo, el hecho de no haberme dado cuenta de la importancia que tenía para ti, cuando eras pequeña, que asistiera a tus funciones de final de curso de ballet. Nunca lo hice porque no supe entenderlo, no supe verlo.
Le sonreí. Nada más. Habría podido decirle que no pasaba nada, que no tenía importancia, pero el caso es que sí la tuvo. Y mucha. Y él lo sabe. También sabe que mi perdón está concedido antes incluso de que cometiera el pecado, por ese amor incondicional y familiar que bombean los ventrículos del corazón y reparten los glóbulos rojos. Pero sé que a veces ese perdón no nos es suficiente. Lo sé porque a mí también me pasa eso de que hay momentos en la vida que, si los recuerdo, me chirría el alma. Sí, padre, yo también tengo unos cuantos. Y, más allá de que haya obtenido el perdón o no, siguen arañando la pizarra de mis recuerdos.
Por ejemplo, el momento en el que le comuniqué al que fuera mi marido, y con quien compartía un bebé, que no le amaba. Que nos teníamos que separar. No puedo olvidar sus ojos, su boca, sus lágrimas, su incapacidad para comprender lo que le estaba diciendo. Esa sensación de estafa sentimental, la suya y la mía, en la desintegración de un proyecto que no podía tener fisuras.
Otra: mi hijo adolescente pasa por un mal momento. No sabe qué hacer. Vive con el mismo desorden con el que piensa. Lo pierde todo. Me pierde todo. Incluso un ipod con mi música que le tengo prohibido utilizar. Me compra otro con todos sus ahorros. Rechazo el regalo, enfadada. Enfadada en exceso, con el reproche poderoso del adulto. Soy incapaz de abrazarle y darle las gracias. Rompe a llorar y me dice: -No, Madre. No hagas esto. Tú no eres así. Y tenía razón, por eso es un episodio en el que no puedo ni pensar y del que me arrepiento tanto que ni el perdón es suficiente.
Otra y acabo (aunque haya muchas más por supuesto): mi abuela entra en mi cuarto por la noche, mientras yo estoy tumbada a oscuras. Se sienta en el borde de la cama y busca mi mano. La retiro y le doy la espalda. Percibo su piel áspera que me acaricia el hombro como una forma de reconciliación. Ella espera en silencio mientras yo, impasible, no le concedo ni un gesto que pueda aliviar su pena. Poco después se marcha y cierra la puerta.
Y es que al alma no le importan las razones que uno tenga -que incluso pueden ser muchas y sólidas- para reaccionar de una manera u otra, sino el dolor del otro que queda como una muesca en nuestra memoria. Por eso no hay justificación posible y los atenuantes se diluyen en el cacareo de inútiles palabras. No sé cómo se puede vivir sin ocasionar sufrimientos a quiénes amamos. Si lo supiera, a cambio, renunciaría a años de vida.
Lo único que me queda -que nos queda- es la disculpa y la aceptación del error: a los que he nombrado y a los que no, sirva un perdón sin peros. Un perdón sin más.
(Ayanta Barilli)
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