Ellos se conocieron por casualidad, que es como se suelen encontrar los grandes amores casi siempre, por casualidad, por una llamada equivocada, por un encuentro fortuíto.
A ellos lo que les pasó fue que él había quedado en aquel café con una persona que no vino, y claro, la vió a ella, sentada en la mesa del café, radiante. Así que, harto de esperar, no se cortó un pelo y dijo -bueno, ya que he venido hasta aquí, no puedo desaprovechar esta ocasión- se acercó a la mesa y dijo:
- ¿Me permite?-
- Por supuesto-
Esto sólo suele pasar en las historias que te cuentan otros, nunca en la vida real. Por lo general cuando dices:
-¿ Me permite?-
Ellas te dicen...-¿De qué?
A lo mejor ella estaba esperando también a alguien que no vino, quién sabe..¡ yo qué se!. Habrá que inventar otra historia en la que ella le diga:
-¿De qué?
En este caso ella le invitó a él para que se sentase y él, se sentó; y claro, no había de qué hablar...
-¿ Y qué lees?
Lo malo fue que él no había leído nada del escritor que ella estaba leyendo y...empezamos mal, muy mal, por ahí no.
-Pues...¡ bonito día!
Pero enseguida empezaron a profundizar, porque ella dijo:
-Si, la verdad es que...hace un bonito día- ( y aunque no lo hiciera )
Pero poco a poco, él fue venciendo esa timidez que le caracteriza, y fueron profundizando. Al principio él, para llamar su atención, contó alguna mentira; que si era escritor...aunque luego reconoció que nunca le habían publicado nada, pero eso vino más tarde cuando ya se conocían más, cuando pasaron del café a La Habana con Coca-Cola.
Por entonces ya descubrieron que tenían más afinidades de las que creían al principio, que compartían gustos cinematográficos, y por eso fue que él le dijo:
- Oye, y si vamos a ver ésta... ¿ has visto La Vida es Bella?-
- No -
- Oye, quedamos el fin de semana...-
- Vale -
Y aquel fin de semana pues, yo no se muy bien si para sorprenderla o no, el caso es que él rompía a llorar en cada escena en las que salía el chaval pequeño.
Ésto a ella le enterneció. Yo quiero pensar que era de verdad.
Resulta que coincidían también en malos gustos musicales y le dijo:
- Oye, este fin de semana toca Ismael Serrano...-
- Ismael...¿qué?
-Pero a ti te gustan los cantaautores?-
-Los de verdad me gustan, si-
Pero él, lo consiguió y fueron y, cuando él empezó a cantar aquella de "Vértigo" pues...se atrevió a cogerle la mano, claro, y poco a poco se fueron, inevitablemente enamorando, pero no por Ismael Serrano ni por el Vértigo, quizá más por aquello de llorar con "La vida es bella".
Una mañana él se levanta y al abrir los ojos se da cuenta que está perdidamente enamorado de ella. Y quedaron, entonces, en aquel café en el que se conocieron. Que casualidad, en momentos importantes se suele coincidir, casi siempre, en los mismos sitios.
Fue allí donde ella le dijo:
- ¿Sabes? Creo que me tengo que ir durante un tiempo.-
- Yo te iba a decir casi lo contrario. Que te quedaras conmigo para toda la vida-
- No te preocupes, porque yo estaré esperando el dia en que vuelva para retomar contigo este camino que emprendimos. Además, cada quince días, puntualmente, te mandaré una carta, en la que te contaré todo lo que he hecho, todo lo que siento, todo lo mucho que te echo de menos y todo lo poco que nos falta para vernos. Y él dijo:
- Pues bueno, pues vale...pero si no te vas casi mejor, ¿no?
Pero se fue. Fue entonces cuando descubrió que aquello no tenía remedio y que estaba locamente enamorado, que no había ningún elixir que hiciera que la olvidase, que no era cierto aquello de que un clavo saca a otro clavo y que a veces es cierto que los amores a primera vista existen...¿ Es qué acaso hay otros?
A los quince días, puntualmente, llegó la carta de ella, toda llena de besos y de caricias, de "te echo de menos".
Él lloró, ésta vez era de verdad, y guardaba las cartas con mucho cariño encima de la mesilla.
Pasaron quince días y otros quince y otros quince y las cartas se iban acumulando, y su vida consistía en esperar a que llegara el décimoquinto día, abrir el buzón y encontrar la carta de amor en la que ella prometía volver y esperar esa carta en la que ella le diría que volvería pronto. Y pasaron años, muchos años. Ya las cartas casi no cabían en la casa. Se compró una gran caja fuerte para guardarlas todas, porque era su gran tesoro, porque vivía para leer las cartas que ella le mandaba, porque ella era lo que más quería.
Y así pasaron, creo, que más de 10 años, pero un día ella, sin saber cómo ni porqué, dejó de escribir y ese día él se encontró el buzón vacío y el alma partida en dos.
Ahora sólo podía vivir de recuerdos, leyendo aquellas cartas que ella le había escrito con tanto cariño.
Un día, él salió de casa, porque tenía que salir, y unos ladrones entraron en su casa y al ver allí la gran caja fuerte, no se lo pensaron dos veces, porque pensaron que debía de esconder algo muy valioso, grandes riquezas y se la llevaron.
Imaginaos la desolación de nuestro protagonista cuando llegó a su casa y vió que le habían robado lo que más quería, lo que le hacía sentirse vivo algunas tardes de domingo, cuando no sonaba el jodido teléfono, cuando releía aquellas cartas y aquellas promesas.
Suele pasar que a veces los ladrones son buenas personas, y éste era el caso. Pero imagináos la cara de los ladrones cuando abrieron la caja y se encontraron montones de cartas de amor, declaraciones imposibles.
Hombre, el jefe...se enfadó un poquito, porque la caja pesaba y llevarla hasta la guarida no era moco de pavo.
Nuestro hombre vagaba, casi moribundo, por las calles de su ciudad, con la esperanza de encontrar alguna carta, alguien que le hablara de una caja fuerte llena de cartas, perdido sin saber que hacer.
El jefe ladrón, en un principio dijo que lo que había que hacer era tirarlas al río o bien quemarlas, lo que fuera, pero que desaparecieran inmediatamente. Pero el más jóven de los ladrones, era el más bueno, y se le ocurrió una gran idea.
Un día, nuestro hombre llegó a casa, después de estar buscando toda una tarde, y al abrir el buzón...adivinad lo que se encontró...una carta. Los ladrones, habían decidido mandarle las cartas tal y como ella se las había mandado, puntualmente cada quince días, por riguroso orden.
Ahora él, resucitaba con la esperanza de revivir aquellos momentos, en los que, quizá, algún día, abriría la carta en la que ella diría "Pronto estaré allí"
(Ismael Serrano)
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