Por la mañana se quita de encima su manta de madera y se sienta a esperar que un poco de vida le caiga entre las manos; cuando eso sucede, se baja de la cama, apoya los pies en el piso y se estira largamente al tiempo que emite un alarido: ese es el momento en que regresa.
Aparece poco después en escena, tras la puerta que comunica el distribuidor de las habitaciones con la sala.
Su extrema delgadez los tiene preocupados.
Su extraña palidez los angustia.
Su infinita tristeza los convoca a la hora del café, los pone a pensar, hacen conjeturas, les agita los miedos.
Él nunca los ve reunidos en torno a la mesita de la sala (esa que está siempre abarrotada de libros) porque anda en las nubes; allí, luego del almuerzo se sientan alrededor de la mesa, en los sillones de gobelino azul y le arreglan ese nido que él parece albergar en su cabeza.
Su delgada, pálida y triste existencia en la imaginación de ellos tiene arreglo y un día de éstos han de contarle todas las soluciones que le han encontrado.
Mientras tanto, sin saber que una bonita y plácida felicidad lo espera en algún lado, cuando ha logrado distraerlos lo suficiente, cuando los ha dejado convencidos que su mal es curable y se sientan satisfechos en los sillones, a tomar el café y mantener sus entretenidas conversaciones, él aprovecha que no lo ven y se va para el patio del fondo. Se amarra a una escalera que lo lleva al cielo, se cuelga en su espalda una mochila de sueños que recolectó durante la noche y lento, pero decidido sube y los guarda.
Allí, en ese almohadón de nubes turbias anidan sus pequeños destellos de vida, allí donde el sol brilla por asomos, donde su alimento es aire y tabaco y silencios y heridas pintarrajeadas de versos insurrectos
Allí, donde su sonrisa tiene forma de llaga y su veneno es el viento.
Allí, refugio infinito de su alma.
Garganta poblada de infiernos.
Cueva de fantasmas.
Allí, donde reduce a cenizas sus demonios en una hoguera infecta de palabras.
Allí, su vida se yergue en militancia, por eso sube cada día a presentarle batalla y baja agotado como un soldado sin gloria, húmedo, blanco, roto, casi muerto, por las mañanas.
(De la web: Cuatro Gatos)
Aparece poco después en escena, tras la puerta que comunica el distribuidor de las habitaciones con la sala.
Su extrema delgadez los tiene preocupados.
Su extraña palidez los angustia.
Su infinita tristeza los convoca a la hora del café, los pone a pensar, hacen conjeturas, les agita los miedos.
Él nunca los ve reunidos en torno a la mesita de la sala (esa que está siempre abarrotada de libros) porque anda en las nubes; allí, luego del almuerzo se sientan alrededor de la mesa, en los sillones de gobelino azul y le arreglan ese nido que él parece albergar en su cabeza.
Su delgada, pálida y triste existencia en la imaginación de ellos tiene arreglo y un día de éstos han de contarle todas las soluciones que le han encontrado.
Mientras tanto, sin saber que una bonita y plácida felicidad lo espera en algún lado, cuando ha logrado distraerlos lo suficiente, cuando los ha dejado convencidos que su mal es curable y se sientan satisfechos en los sillones, a tomar el café y mantener sus entretenidas conversaciones, él aprovecha que no lo ven y se va para el patio del fondo. Se amarra a una escalera que lo lleva al cielo, se cuelga en su espalda una mochila de sueños que recolectó durante la noche y lento, pero decidido sube y los guarda.
Allí, en ese almohadón de nubes turbias anidan sus pequeños destellos de vida, allí donde el sol brilla por asomos, donde su alimento es aire y tabaco y silencios y heridas pintarrajeadas de versos insurrectos
Allí, donde su sonrisa tiene forma de llaga y su veneno es el viento.
Allí, refugio infinito de su alma.
Garganta poblada de infiernos.
Cueva de fantasmas.
Allí, donde reduce a cenizas sus demonios en una hoguera infecta de palabras.
Allí, su vida se yergue en militancia, por eso sube cada día a presentarle batalla y baja agotado como un soldado sin gloria, húmedo, blanco, roto, casi muerto, por las mañanas.
(De la web: Cuatro Gatos)
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