Alma de papel

sábado, 28 de junio de 2008



Quisieron curarle de lo que alguien llamó una enfermedad. Fue un sexólogo a punto de jubilarse y que quiso, quizás, rematar su anodina carrera con la satisfacción de resolver lo que en principio le pareció un caso difícil, y que más tarde abandonaría sin éxito diagnosticando una desviación irreversible. Fue entonces cuando para su familia murió como un hijo para nacer como un motivo de vergüenza, y se cuidaron bien de devolverle, en forma de distancia y fríos reproches, la risa fácil y malsana con la que los extraños llenaban a su costa los momentos vacíos.

Para él primero fue una tendencia natural que lo llenaba de desconcierto y que no comprendía del todo; después fue comprobar cómo su despertar al amor y a la sexualidad abría bruscas grietas de intolerancia a su alrededor; y finalmente fue aceptar que la incomprensión era el precio que tenía que pagar para ser fiel al deseo de conocerse y de aceptarse a sí mismo.

El mismo lo supo tarde. El niño ejemplar que fue, nunca se lo planteó. Con los años recordó, analizando la condición que le robaba el cariño de los suyos, cómo había disfrutado de niño jugando con aquellas muñecas recortables que, inconscientemente, escondía entre las páginas de un libro, convenciéndose a sí mismo de que tan sólo estaban bien guardadas. Un día las encontró en una caja vieja, cargada del encanto del pasado que no nos pertenece. Habían sido de su madre y el tiempo las conservaba perfectas y coloridas, provistas de vestidos y accesorios que le transportaban a otra época. Nadie se acordaba de ellas y él las llevó a su cuarto, guardando como algo muy suyo aquel inocente secreto de papel. Cuando estaba solo desplegaba su libertad sobre el suelo de la habitación y, cuidadosamente, manejaba las minúsculas presillas blancas, mal recortadas, con las que sobreponía los diferentes vestidos sobre los cuerpos frágiles de las muñequitas recortables.

Fue un niño casi perfecto, pacífico y de modales suaves; incluso se convirtió en vanagloria para sus padres el hecho de que fuera uno de los mejores estudiantes de su curso.

Pero la adolescencia tuvo que llegar arrancando de su vida la armonía. Tenía 15 años cuando una mano masculina le descubrió violentamente su tendencia, al paso que le reveló su primer rechazo hacia la sexualidad vacía de sentimientos verdaderos. Anduvo por un tiempo solo y apesadumbrado. Haciendo uso de la libertad que se había ganado en casa por su indudable sentido de la responsabilidad, se ausentaba cada día más, recorriendo calles y plazas en compañía de sus pensamientos, y cargando con un secreto que le hacía sentirse impostor y traidor con quienes más quería. A veces, arropado por el calor de lo cotidiano, a solas con su madre, se refugiaba en la relación cercana y jovial que mantenía con ella y pensaba en confesárselo. Pero de repente veía aquella verdad cayendo como una losa fría sobre los muebles de su casa, volviendo de hielo la expresión siempre sonriente de su madre. Prefirió seguir cargando solo con aquello antes que ser portador del dolor para los suyos. Se consoló pensando que quizás sería algo pasajero, que un día se enamoraría de cualquier chica del barrio y que su vida volvería ser tan plácida y transparente como siempre.

Pero no ocurrió así. El amor llegó disfrazado de clandestinidad y le abrió las ventanas de un lugar prohibido, en el que vio por primera vez la luz de la soledad compartida. Tenía unos años más que él y la mirada cargada de la fuerza y la esperanza que a él le faltaba. Le enseñó a sentirse, a reconocerse, a aceptarse, y él a cambio le dio su alma y el sentimiento más puro que un ser humano es capaz de vivir. Supo que era amor lo que se manifestaba y le ponía alas a su espíritu, y él sólo deseaba hallar en el vuelo esos cuatro vientos que le faltaban para gritarlo sin sentirse un proscrito.

Muy poco tardaron sus padres en sospechar y poco en descubrirle. Algún comentario aparentemente inocente de alguien cercano a la familia, algún cotilleo malintencionado en su círculo social... y al final aquella carta. Un folio revelador, cargado de pasión y de ternura, que estaba firmado por el que para todos era su mejor amigo, y al que desde ese día se le cerraron las puertas de aquella casa para siempre.

De un día para otro se mudaron a un infierno en el que casi todos los demonios intentaron apoderarse de su alma. Le arrancaron la libertad a jirones, como quien desnuda a un ladrón y le arrebata por la fuerza las prendas robadas. Arrancaron el teléfono de su habitación, le prohibieron las visitas, leyeron su diario, profanaron su armario, rompieron una y otra vez su orden inmaculado buscando nuevas evidencias de lo que parecía un pecado imperdonable... Temía que encontraran el libro que durante años había escondido las muñecas recortables, pero no lo encontraron.

Aquellas muñecas fueron el único pedazo de su vida que le fue fiel, que siguió guardándole respeto a lo que ya no era un secreto para nadie. Hacía mucho tiempo que ya no jugaba con ellas, pero de repente se halló retomando esa infancia apacible que jamás volvería. Su alma frágil, como de papel, se reencontró con las muñequitas de papel, al consuelo de sus sonrisas estériles y de su mundo inerte ajeno a todo. Más de una vez le hubiera gustado convertirse en uno de aquellos recortables para perderse para siempre de los ojos hostiles del resto del mundo.

Qué podía importarle la vida si todo apuntaba a que estaba muerto. Vio su muerte en el llanto de su madre y en el dolor y la ira contenida de su padre. Era como si él fuese sólo un extraño que presenciaba el duelo por alguien que ya no existía.

Solo y dolido se envolvió con la fuerza vital del odio hacia el mundo. Su odio era lo único que le ayudaba a mantenerse vivo entre las cuatro paredes en las que le confinaron cuando no iba o venía del colegio, siempre acompañado por su padre.

Acostumbrado a los registros periódicos que revolvían su cuarto, comenzó a descargar la furia sobre papeles en blanco que rellenaba de intensos garabatos ilegibles, cargados con la tinta del dolor más profundo; el saber que nadie podía descubrir lo que vivía en su pensamiento era una de las pocas libertades que podía conservar. Las muñecas de papel, que desde su eterno escondite le daban a conocer el sabor de la ternura, llegaron a convertirse en el símbolo de esa alma frágil que sin embargo nadie podía robarle.

Le llevó mucho tiempo resurgir de las cenizas y ganarse el respeto de los suyos; tardó años en encontrar un sitio digno para él en el mundo y aprender a amar y a perdonar.

El mérito es suyo.

Se lo recuerdan a veces unas muñecas recortables de vestidos coloridos y sonrisas estériles que, como él, han sobrevivido a todo. Almas de papel que un día cubrieron y taparon, con su tierna fragilidad infantil, el muro que a él le levantó la vida cuando cometió el pecado de querer convertirse en sí mismo.

(María J. Calandria)

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