La Sirenita
jueves, 12 de junio de 2008
Lo primero que sentí al bajar del avión fue una sacudida de tristeza acumulada, no sé de cuanto tiempo. Era el huérfano nostálgico que evoca el tibio pecho materno. Creía poder empezar, como otros exiliados, una nueva vida en estas latitudes ajenas al despelote habitual de la patria, a la pobreza, a la inmundicia de calles y mercados, a mi sol abrasador y al vaho calido del mar que aun llenaba mis oídos, más aun, mi alma. Olvidar todo. Me gustaba Europa y había viajado por varios países del continente, pero no soportaba la idea de venir a morir acá... tan lejos de corazón del mundo. Me había dado cuenta al asomarme por la ventanilla del avión: ver una ciudad pequeña, ordenada, en un eterno sueño de invierno, donde las construcciones se alzaban magnificas en un cielo amplio y despejado; distinguí a lo lejos los edificios históricos de más de cuatrocientos años de antigüedad, con su gloria rancia, el canal Nyhavn, los jardines y las flores mil veces soñadas, distribuidas como sólo las advertí en mi imaginación. Estaba por fin en el anhelo de mi vida, por fin en tierras simples, con aire puro y fácil de tragar. No sentía entusiasmo, sabía que el exilio era permanente y me encontraba en una suerte involuntaria de soledad.
Conocía a pocas personas y no me esperaban ese día, así que decidí hacerme el cosmopolita e ir a dar una vuelta por lo más cercano, primero y para entrar en calor opté por una copa en un bar recomendado por el taxista, que, con un muy difícil ingles; conjeturen la escena: los dos hablando en una lengua que no era nuestra, pero común, tratando de entender los mutuos acentos e ideologías, en una babel de gesticulaciones, manoteos, quiebros, aspavientos, monadas y melindres, me preguntó, por mi nacionalidad, a lo que no supe contestar con exactitud, le siguieron otras múltiples, si era casado y con hijos – al ver mi cara turbada consideró oportuno cambiar el tema- ( después de todo que le iba a decir: “los mataron”) se mostró muy amable hacia mi reacción y empezó a contar no sé que cosas de la ciudad, de las personas que había conocido y de los exiliados latinoamericanos a los que les había cobrado tanto afecto; me recomendó dar un paseo por la costa y ver el cielo claro de las noches de enero, me negué a su propuesta ya que tenia helado cada músculo en el cuerpo; los cinco grados bajo cero, eran para él un juego de niños, pero para mi eran como meter la mano en un fuego constante que calcinaba lento. Necesitaba un vaso de vino, sin embargo no quería tomar solo y lo invité conmigo, me dio las gracias sinceras y se excusó explicando que su esposa e hijo lo esperaban; sentí rabia de él y de mí: por mi parte iba a envenenar el cuerpo, él por la suya no necesitaba de paliativos para seguir viviendo. Al bajar del taxi sentí la carne trémula, en parte por el frío; miré las estrellas que se veían diáfanas y cerré los ojos. No entre al bar, ya que al abrir la puerta noté un aire raro, más frío adentro que afuera, como un beso sin objeto; el camarero se quedó entero al ver cómo observaba el ambiente en aquel salón y me hizo una seña con la mano de despedida más que de cortesía, sentí miedo porque sabía que aquel camarero lívido era la última persona que vivía para verme vivir y ni siquiera sabíamos los mutuos desconsuelos.
Por esos momentos me encontré vagando por las calles, sin dirección, por una fuerza providencial que guiaba mi espíritu; por el rumor marino que saturaba mis pensamientos: era un animal que se movía sin motivo; “la presa, que se arrancó la pata para escapar de la trampa”, renqueando y desangrándome. Por fin vencido. Recordé la llama que arde intensa antes de apagarse por completo, los ojos límpidos y vidriosos de los que están agonizando y me di cuenta que la llama crecía en mi, que el cenit de mi vida había empezado; la emoción era tan intensa y pura que tome una determinación, me detendría en ese momento donde era uno y no sólo parte de algo.
Llegue hasta la costa y mire el mar... tan diferente al que yo conocía, las olas rompían con arranque cruel sobre los castros radiales y hacían caer un hálito perfumado a sal que me bañaba la cara y que confundí con lágrimas: sentí el agua que se enfriaba rápidamente sobre mi piel. De pronto la juzgué allí, como yo, viendo hacia su mar lejano, exiliada de su mundo acuático, recordando nostálgica algo que no sería más para ella ni para nadie: la sirenita de Hans Christian Andersen, vigilando el puerto, representando como siempre la imagen del ideal y la razón, pura como la misma virgen etérea, y, su sola presencia mezclaba el agua y la tierra de una vez y sin contradicciones. Ella también me sintió y noté como su cara de bronce se transformaba en un gesto de vergüenza, por su desnudez, pero el que sentía apocamiento era yo, por estar profanamente vestido ante toda su belleza, ante toda su abnegación de espíritu.
Que les puedo decir, me enamoré de ella; de sus cicatrices de tiempo invariable y de las causadas por los que odian a lo espléndido, igual que yo, en una suerte involuntaria de soledad. No importaba nada, lo importante era de los dos y de nadie más, el mundo se redujo: el puerto, la brisa salina, la noche oscura, ella y yo. “Lo único cierto, era lo que imaginábamos”. La observe por más de dos horas a una temperatura congelante, hasta que la pena, el odio contra mi se tornó inmenso, la vergüenza infranqueable, la barrera grande y hermética. No podía ser como todos, era mi lance a lo sublime, así que me quite un guante y toqué su mano, el frío torturo mi carne, pero sentí como mi calor la confortó, su expresión se tornó humana; era nuestro idilio, nuestro calor... el ridículo singular desapareció, me quite el otro, seguido por el sombrero y la gabardina... éramos iguales francamente desnudos con nuestros visibles ludibrios a toda luz, por fin juntos.
Subí junto ella y la miré a los ojos, los estorbos estaban vencidos; observé mi muñeca y ví que eran la tres de la mañana, ¿comenzó a nevar? no lo sé, apremié mi amor porque sabía que el inclemente frío me quitaría la vida, porque la noche nos dejaría de cubrir como un manto protector, porque el ardor que ella me daba parecía a cada momento poderoso y el mío se reducía a medida que la amaba más. La abracé y me dio pena no sentir su pelo, estuvimos juntos en la hora más feliz de mi vida. A tal punto me sentí parte de ella que me volví rígido como el bronce, besé su boca, entonces encontré la paz en el cenit de mi vida...
(Mario Benedetti)
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