Alguien para Rose
jueves, 12 de junio de 2008
Había entrado años atrás en la cuarentena sin sufrir crisis alguna. No tenía tiempo para depresiones ajenas a las pequeñas frustraciones de la vida diaria. Vivía con su hijo adolescente en la casa que compró diecisiete años antes con el que prometía entonces ser el amor de su vida. Pero como en las mejores tragicomedias, el suyo no fue un amor apasionado, sino más bien la consecuencia de años de rutina con el novio de toda la vida. Había llegado ese punto de inflexión, ese vértice de no retorno, en el que conviertes la relación en un compromiso serio o das marcha atrás y ves todo el tiempo que has perdido en vivir de forma convencional. Pero engañarse a una misma acaba pasando factura, y así fue como un día decidió quitarse la venda de los ojos y continuar el resto del camino mejor sola que absurdamente acompañada. Desde entonces, cuando se miraba al espejo, se decía a sí misma que ya no tenía edad para andar flirteando con desconocidos como una colegiala. Intentaba convencerse de que su vida ya era suficientemente plena con su papel de ama de casa y madre de un adolescente que empezaba a salir del cascarón sin pedir permiso; incluso quiso aparentar normalidad cuando su hijo le confesó, con sospechosa naturalidad, que ya había mantenido relaciones sexuales con alguna chica del instituto. Así cayó en la cuenta de que el reloj biológico empezaba a correr más deprisa.
Siempre tuvo especial facilidad para confundir el amor con la piedad. Se había convertido en una besadora profesional de sapos, en busca del príncipe azul de aquellos cuentos de hada que escribía. Por eso estuvo un tiempo saliendo con el jardinero de los vecinos, un veterano de la Guerra del Golfo que estaba tullido de la pierna izquierda, porque le provocaba especial ternura y se creía en deuda con él. También salió a cenar un par de veces con un vendedor de libros por catálogo, a quien había rechazado en varias ocasiones, porque le hacía daño verlo ir una y otra vez a su casa sin éxito, pesando más de ciento treinta kilos y teniéndose que desplazar en un utilitario biplaza de la empresa. Aquella cita estaba abocada al fracaso desde el principio. También creyó estar enamorada del vendedor de la ONCE de la esquina porque tenía una miopía congénita galopante y para darle los cambios se acercaba demasiado a los billetes -ella pensaba que le ponía mucho interés a su trabajo-.Confundía la sonrisa de complacencia y los gestos de agradecimiento con palabras de lisonja y proposiciones a la luz de la luna, y por eso había tenido citas cortas con algunos de los personajes más desprotegidos de su entorno. Pero todos ellos acababan dejándola por uno u otro motivo y rompiéndole el corazón, porque detrás de aquellos ojos, piernas o cuerpos lisiados había un corazón duro que acababa siempre recordándole lo sola que estaba.
Pero el destino guarda a menudo un as en la manga y días después del último fracaso sentimental se mudó a la casa contigua un hombre acondroplásico, que había trabajado de contable en el circo. Ella creía que los enanos del circo sólo podían trabajar de "hombre-bala" o con los payasos en el número de humor, por eso despertó su curiosidad y su admiración. No tardó tiempo en posar sus ojos color avellana en él. Un encuentro casual acabó en otro y dos días después ella encontró un bonsái en la puerta de su casa. Aquello era lo más original que alguien le había regalado en todos los días de su vida. Horas más tarde, una mujer cuarentona y un hombre pequeño, acababan de desafiar las leyes de la burla social y compartían un cigarrillo, en una cama redonda con sábanas de satén rojo, cubierta de pétalos de rosas.
Era la primera vez que después de muchos años ella podía a distinguir la piedad del deseo carnal y algo, que ya tenía casi olvidado, resultó volver a ser...sencillamente: fascinante.
La Dama
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