El Último Hombre Bueno de la Lista

sábado, 7 de junio de 2008



Una tarde, cansado de que mi madre me pegara por ser malo, ladrón y mentiroso —esto fue alrededor de mis doce años—, hice una lista de todas las personas buenas que conocía, y empecé a desconfiar de ellas. Yo tenía una teoría, o más bien una esperanza: sospechaba que ningún hombre era capaz de ser bueno todo el tiempo y para siempre. Lo arduo de la bondad no era el esfuerzo por perseguirla. Lo complicado era el sopor que causaba mantenerse bueno. La bondad, pensaba yo de niño, era la actividad más aburrida del mundo.

En mi lista de personas buenas a tiempo completo estaban mi abuela Chola, que me dejaba meter el pan en el tuco cuando cocinaba; Sherlock Holmes, que jamás usaba pistola para cazar a los malos; un flamante jugador de River que era uruguayo, tímido y humilde; el cura Juan, que siempre nos daba buenos consejos en los campamentos; y mi amigo el Chiri, con el que jamás me había peleado en la vida.

Todos los demás seres humanos conocidos por mí, en persona o de oídas, algo malo habían hecho; ya habían resbalado alguna vez, igual que yo. Incluso mi padre, que si bien era bastante bueno porque nunca me había pegado, dos por tres me escatimaba dinero por el puro placer de verme pobre y en desventaja moral.

La existencia de esta lista de personas buenas, sin embargo, me angustiaba. Miraba el top five a cada rato, con admiración y vergüenza. Necesitaba quitarlos del medio, conocer sus debilidades y descubrir su costado horrendo para poder tacharlos del papel. Debían desaparecer de la lista uno por uno, hasta que no hubiese ningún bueno haciendo sombra a mi alrededor.

Mi idea era simple: si el ser humano, sin excepciones y al por mayor, ya venía estropeado de fábrica, entonces mi maldad sería un pecado minorista, una perversión del producto final, de la raza entera, y no un fusible defectuoso de mi carácter.

El primero en bajarse de la lista fue el cura Juan. Cuando en todo el pueblo se supo que manoseaba a los chicos del campamento y también a los del confesionario, tuve un sentimiento ambiguo: por un lado sentí alegría de poder quitar —¡por fin!— a alguien de mi espantosa lista de los buenos, y por el otro lado me descubrí celoso, porque yo había ido a esos campamentos, había estado en esos confesionarios, y el cura nunca me había elegido para los manoseos.

Incluso con los celos a cuestas, fue gloriosa la tarde en que taché, con tinta roja, el nombre del cura bueno que ya no lo era tanto. Ahora quedaban cuatro nombres solamente en el papel. Sí señor: había más posibilidades de que la maldad fuera un destino común, y no mío. Para festejar esta variable, fui todavía más malo, mejor ladrón y un mentiroso muy perfeccionista.

Cierto día estábamos en casa de una clienta de mi madre. Mientras ellas conversaban en otra habitación, vi un billete grande sobre la tele. Era un papel azul violáceo lleno de ceros; en aquel entonces, un billete de mucho valor. Me acerqué pensando en el cura Juan, en el silencio táctil de sus manoseos, y me metí la plata en el bolsillo. La sensación fue indescriptible.

Más tarde, en casa, el billete me quemaba las manos. Entonces salí a la calle y me lo gasté en una docena de pequeñas estupideces mecánicas o comestibles que por la noche, claro, no pude justificar. Mis padres supieron, al ver el botín, que yo había robado, pero no lograban que les dijera a quién. Yo estaba mudo y feliz en mi coraza de maldad. Entonces mi madre, que nació para policía pero se quedó en ama de casa, llegó a mi habitación con un cuchillo tramontina y mi pelota de cuero número cinco:

—Me decís a quién le robaste la plata o te agujereo la pelota.

—¿Y si te lo digo, qué? —quise saber.

—Pedís perdón a quien sea y la pelota sigue redonda.

El trato no estaba mal, pero yo no podía ser bueno, ni siquiera cuando me lo ponían en bandeja. La bondad era también, o ante todo, una vergüenza. Entonces resolví seguir siendo malo hasta las últimas consecuencias. Decidí pedirle perdón a un inocente:

—La plata se la robé a la abuela Chola —mentí.

Mi padre me dio un billete idéntico y ambos me llevaron a la rastra a la casa de mi abuela, a la que tuve que explicarle un robo falso que no había ocurrido en su casa, ni del que ella había sido víctima. La vieja, en lugar de mostrarse sorprendida por la noticia, abrió su monedero, dijo que sí, que efectivamente le faltaban quinientos mil pesos, y aceptó el dinero. También mis disculpas llorosas. Después, con ojos pícaros guardó el billete en su delantal, el billete ajeno, y me guiñó un ojo. Al día siguiente se había comprado una Moulinex.

Fue casi poético eliminarla de la lista. Mi abuela Chola también era mala, pero había decidido serlo para salvarme. Y me había salvado, sin ella saberlo, doblemente. La quité de la lista de los buenos eternos pero la puse en un lugar mejor, y para siempre.

Sherlock Holmes cayó uno o dos años después, por tres razones de peso. Primero, supe que se drogaba; cuando lo descubrí no pude creerlo, me pareció una actitud desagradable viniendo de un inglés. Segundo, en una de sus aventuras sí usó pistola para cazar al malo. Y tercero (esto lo descubrí tarde, porque no soy muy dado a leer las solapas de los libros) supe que el detective era un personaje de ficción. Lo taché de la lista con bronca, porque nunca debió haber estado allí, molestando mi teoría.

Entre tanto, yo ya tenía quince años y no podía dejar de ser malo, aunque mi lista de buenos perpetuos, por suerte, se había reducido mucho. Ya estaba casi convencido de que la bondad era un mito, de que el hombre era cruel por naturaleza y por necesidad. Solamente dos personas en el mundo me separaban de esta certeza: mi amigo el Chiri y aquel futbolista uruguayo, que se llamaba Francescoli y ahora comenzaba a ser famoso.

Si a esa edad yo hubiera tenido que apostar, habría puesto las manos en el fuego: el primero en caer sería Francescoli. No tanto por mi confianza en el Chiri, que la tenía, sino porque la fama suele corromper a las personas. Francescoli comenzaba a hacer grandes goles, a valer dinero, y no faltaba mucho para que un titular, o una amante despechada, lo instalase en el bando de la gente ruin.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, el primero en claudicar fue el Chiri. Una tarde de invierno estábamos en mi habitación componiendo un soneto a dúo cuando empezamos a discutir por una rima con estrambote, es decir, debatíamos sobre la inclusión o no de un verso final heptasílabo en lugar de endecasílabo. Según el Chiri, a eso se le llamaba soneto caudato y era legal. Yo creía que no. Que sí, que no, que sí, que no. Y al final nos fuimos a las manos.

Fue la primera y la única vez que estuvimos peleados. El encono nos duró una semana en la que no nos dirigimos la palabra ni en la escuela ni por las calles de Mercedes. Fue una temporada extraña y corta, pero suficiente para quitar a mi amigo de la lista de los buenos. Me había levantado la mano, y eso era crueldad. Recuerdo que taché su nombre del papel con amargura.

Pasaron los años, y mi maldad creció al mismo ritmo que aumentaba la bondad impoluta de Francescoli, el último hombre bueno de la lista. Comencé a odiar al uruguayo, a obsesionarme con él. Miraba los partidos de River sólo para que le sacaran tarjeta roja, para verlo hacer tiempo, o tirar la pelota afuera, o escupir a un alcanzapelotas, o insultar a un defensor contrario. Nunca hizo nada de esto.

Empecé a drogarme, a descreer de mis padres, a mentir sin culpa, a escaparme cada verano de las garras del servicio militar, a engañar señoritas con cuentos falsos. Ya era casi un hombre y mi teoría de la raza estaba haciendo aguas por culpa de ese futbolista molesto que no sólo era bueno dentro de la cancha, sino que también parecía ser un buen padre, un buen hijo y una mejor persona. Así al menos lo decía todo el mundo. ¡Ah, cuánto llegué a odiar a ese buen hombre!

En 1997, cuando Francescoli se retiró del fútbol, yo era una de las peores personas que había conocido. Además ya empezaba a ponerme gordo, por lo que mi maldad, además de arraigada, ganaba mucho en esperpento y dejadez. Algunas noches de alucinación y borrachera llegué a creer que si un día Francescoli hacía algo mal, por mínimo que fuese, yo me recuperaría, saldría del barro y me convertiría, con esfuerzo, en una persona mejor. Miré al cielo y lo dije en voz alta. Utilicé esa palabra horrible: ‘esfuerzo’. Se lo prometí sin ganas a un dios en el que no creía.

Pero los hombres somos animales con risa, nada más que eso. Estamos aquí para equivocarnos y sentir placer. El problema del mundo no somos nosotros, los malos, los que no podemos alcanzar la generosidad o la compasión; el problema del mundo es la poquita gente buena que nos muestra un espejo imposible.

Una noche de 1999, cuando ya casi estaba dejando de ser joven para siempre (o ya nunca tendría la opción de ser bueno, que es lo mismo) choqué contra un titular en el diario Clarín: “Futbolistas involucrados en fraude a la Dirección General Impositiva”. Comencé a leer el artículo con el corazón desbocado, buscando el nombre suyo, su apellido italiano de once letras, buscándolo a él, al futbolista, al único hombre que, cayendo en su propia desgracia, podía sacarme a flote de la mía.

Y entonces lo descubrí, en el segundo párrafo:

"Según informó ayer el diario El País de Montevideo —decía el artículo— el futbolista Enzo Francescoli estuvo incluido en una larga lista de grandes contribuyentes investigados por la DGI, entre quienes también estaban otros, como Diego Maradona y Gabriel Batistuta. Sin embargo, tras analizarse los pagos hechos por el uruguayo, se comprobó que Enzo había pagado más de lo que le correspondía, por lo que pasó de supuesto deudor a acreedor."

Me quedé con la sonrisa a medio camino. Aquel hombre era bueno incluso por error. Yo no podía tener tanta mala suerte. Faltaban pocos meses para el año dos mil, para mi crisis de los treinta, para dejar de ser inmaduro.

Faltaba muy poco para que se acabara el siglo, o el mundo, y el último hombre bueno seguía en mi lista, entorpeciendo la mejor coartada de mi juventud, la única excusa de aquellos años que no tuvieron final feliz. Porque mi juventud fue una mierda, es cierto, pero no a raíz de mi maldad ni de mis mentiras. Lo fue porque hubo alguien, muy cerca, muy humano también, que exhibía con indecencia el talento y la humildad. Esas dos virtudes que nunca deben estar juntas.

(Hernán Casciari)

2 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

Anónimo dijo...

Hermoso relato de inocencia, nostalgia, humildad...me pareció genial.

Anónimo dijo...

Bonito relato contado por un adulto desde la inocancia de un niño. Qué grande es Orsai.

 

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