Violeta

sábado, 27 de septiembre de 2008



Se encontraban todos los martes en el mismo bar, a la misma hora. A veces llegaba él y la esperaba. Otras, las menos, ella se sentaba de espaldas a la puerta al fondo mismo del bar, y también esperaba. No tenían otra manera de comunicación. Jugaban al desencuentro o al encuentro por azar, a las caras de la moneda o a las del destino, al tiempo que les durara porque sabían (ambos lo sabían), que nada es para siempre y que alguno de los dos esperaría eternamente al otro algún día, y el otro ya no vendría.
Violeta tenía marido. Un marido que poco le gustaba el trabajo, que se enojaba ante los reclamos de ella de cariños, afectos, besos. Manuel, un hombre extraño que aparentaba ver la vida como un hecho acabado, a las mañanas sin novedad para él y a su existencia como una ruta interrumpida por una montaña de tierra en la que se terminaba el asfalto. Continuamente decía que vivir era para él como mirar en cero el saldo de una cuenta de banco y saber que jamás podrían agregarle un peso. Y así, sólo haciendo changas y algunos fletes con su vieja camioneta, intentaba convivir en su pequeña casita de barrio con Violeta, una mujer inteligente, lectora de novelas románticas, sola en la vida; tan sola como para enamorarse de un Juan sin destinos ni propuestas. Era maestra y día a día, trataba de entregar esa cuota de amor que se le desparramaba por el cuerpo a sus alumnos queridos.
Manuel había decidido desde el primer momento no tener hijos y ella aceptó, con esa resignación que otorga la soledad dentro de las almas, el decir «está bien si él lo quiere así, no me quedaré sola, mejor es dormir con alguien de noche». Así habían ocurrido los días. Y así habían ocurrido los meses y los años. De la escuela a Manuel, de Manuel al mantelito floreado con las florcitas en el florerito de plástico en la mesa, del florerito de plástico al mal humor de Manuel.
Pero Violeta una mañana de muchísimo sol conoció a un hombre en la parada del colectivo al salir de la escuela. Era alto y vestía de elegante traje gris, tenía profundidad en los ojos y lo que más le gustó de él fue su caballerosidad al ayudarla a subir, al sacarle el boleto y ella permitirlo sólo porque la miró complacido, y sentarse junto a él silenciosa, extrañada de que algo tan raro le pasara a ella, justo a ella que nada raro le ocurría nunca, porque su rutina diaria aparecía tan sincronizada como por un cronómetro. Sentados en el asiento hablaron ininterrumpidamente más de lo que duró el viaje pues Violeta dejó pasar siete cuadras antes de levantarse del asiento. Aquel hombre la atraía. Sus ojos oscuros la atraían, su cutis blanco, la manera de tratarla, su traje perfectamente planchado.
Al siguiente día cuando salió de la escuela comenzó a temblarle el pecho apenas se acercaba a la garita. ¿Estaría el hombre gris? Se había olvidado de preguntarle el nombre y cuando él le había preguntado al borde del asiento con deseos de seguir el viaje y la obligación de bajar, ella había susurrado con la más honda de las simplezas, Violeta. Y él le había sonreído y había contestado, «entonces estoy conociendo a una flor».
Todo eso se le ocurrió pensar antes de llegar a la parada del colectivo. Todo eso que le había nublado la perspectiva del mantel a cuadros la noche anterior, el olvido del florerito de plástico, el silencio como respuesta ante las acostumbradas protestas de Manuel por la comida mal hecha. Violeta pensó que algo estaba cambiado en ella, que ya nada sería igual después de aquel encuentro. Había logrado comprender que cada encuentro que uno tiene en la vida cambia indefectiblemente la existencia de las personas. Y por esa nueva inquietud que le había inflamado la sangre desde el día antes, Violeta se paró a esperar al colectivo con las mismas ansias de aquellas adolescentes que pujaban por subir primero, riendo, haciendo bromas, jugando casi a vivir.
El día estaba luminoso, con un sol de abril resplandeciente que brillaba sobre su clara cabellera. Se había pintado los labios y sus ojos no se cansaban de mirar para todos lados. Atentos, buscaban el gris de aquel traje, buscaban al hombre con tanta vergüenza como esperanza.
Violeta aquel día dejó pasar dos colectivos con la firme convicción de que él llegaría y cuando creyó ya había esperado inútilmente, decidió tomar el tercer colectivo. Esta vez la sensación fue distinta. Llevaba como un peso dentro del corazón pues supuso que nadie puede vivir igual después de que la ilusión se ha desperdigado en el aire. Se dijo tonta al sacar el boleto, pensó en el azar, en los encuentros a deshoras, en ese extraño que sólo se había obstinado en charlar sin decir, porque de su vida no sabía nada, sólo que era un extraño encontrado en un destiempo de vida por casualidad y al que debía olvidar ya; era mejor que no haya regresado a la parada porque alguien la podía ver y ella había sido desde hacía mucho la mujer de Manuel, la maestra respetable, seria, fiel hasta la eternidad.
Sin embargo una sombra comenzó a nublar la belleza de aquel mediodía. Una sombra gris que la persiguió incesantemente mientras corregía los cuadernos, mientras pelaba las papas, mientras abría los cuadros del mantel para esperar a Manuel. Porque había soñado con algo inconsistente, pero que acaso aparecía como un resplandor en aquella existencia suya, dura, vacía, de constante e irreversible oscuridad.
Sin saber por qué, al otro día, Violeta volvió a esperar y a dejar pasar dos colectivos hasta que el elegante señor de traje gris sorpresivamente apareció por la esquina. Al verla, sonrió y le dijo cortésmente, «he encontrado nuevamente a la flor». Las mejillas se le incendiaron y un escalofrío extraño y rápido le subió por la médula casi al instante que él le decía que era un bonito día, que por qué no caminaban una cuadras en vez de apretujarse en el colectivo, que había pensado en ella, en sus ojos cautivos, en su nombre perfumado. Todas esas palabras juntas le parecieron excitantes y la aventura de caminar junto a ese hombre, más. Cada paso que dio a su lado desde ese momento fue una aventura; cada minuto de diálogo, cada mirada provocando el aire del mediodía, cada invisible comunicación, porque entre los dos comenzó a convivir el invisible. Una invisible madeja que unió sus caminos, sus cuerpos en un cuarto de hotel dos meses después.
Fue el día que Violeta aprendió a vivir de otra manera, a no importarle los malos tratos de Juan ni el gusto agrio de sus besos prepotentes en la cama, ni tener que llegar a fin de mes comiendo fideos. Ella sólo esperaba el martes y como un alimento imprescindible, esas horas con el hombre gris comenzaron a parecerle un oasis en medio de un árido desierto rocoso.
Durante tres años se amaron así, cada vez con más intensidad se amaron, cada martes. Se esperaban en la mesa de un bar, se ansiaban, se buscaban a través del vidrio de la puerta, se sonreían haciendo el amor imaginando que al menos por un rato tocaban la felicidad. Despojados de identidades porque siempre sólo fueron el hombre gris y Violeta, aquel cuarto en penumbras les devolvía la única privada y compartida de ser sólo un hombre y una mujer despojados de biografías. Eran ellos. Solos, únicos, desnudos.
Durante tres años jamás supo Manuel dónde iba Violeta cada martes y tampoco quiso averiguar. Se limitó a seguir la vida como si fuera una carretera de tierra extensa sin ningún tipo de posible futuro pavimento. Y Violeta, continuó siendo el eje de dos hilados que egoístamente le enroscaban el alma.
Porque el alma de Violeta desde que conoció al hombre gris, vivió enroscada en una maraña que le atraía pero le postergaba. Él la amaba cada martes con mayor pasión, pero cuando ella, alguna vez que otra, sugería solucionar aquella situación para ella indigna, él le recordaba que no abandonaría ni a su esposa ni a sus hijos, que lo entendiera, que ella era una mujer distinta pero que la situación no daba para más. Y entonces Violeta sólo se limitaba a llorar en silencio mientras se ponía las medias, la camisa, la pollera y se iba por la calle sin mirar atrás repitiéndose que era la última vez. La última.
Pero cuando llegaba a casa y regresaba Manuel del trabajo con su apatía de siempre y con la inquisición de sus ojos la culpaba delante del mantelito a cuadros porque los fideos estaban secos o mal cocidos, Violeta volvía a pensar en la profundidad de aquellos otros ojos arrolladores buscándole los suyos en el vidrio de la puerta, en el taxi, en la cama de aquel cuarto en penumbras, y decidía volverlo a ver, porque no deseaba su vida como un páramo deshabitado de color, aunque ese color fuera el gris.
Así, con algunos sobresaltos o altibajos más o menos, ella vivió presionada entre el desamor de Manuel y la desaforada pasión del otro hombre. Y como una dócil mujer, se limitó a darles a los dos un ilimitado amor que se fue convirtiendo poco a poco en rencor con ella misma por no poder abandonar ninguna de las dos situaciones.
Fue entonces cuando un martes, casi a la hora de encontrarse con el hombre gris y habiéndose mantenido toda la mañana intranquila por una discusión con su marido la noche anterior, a la salida del colegio sintió la necesidad de estar un rato sola. Cruzó la calle y se sentó en el banco de la plaza de enfrente y, sin desearlo, el tibio sol del mediodía la adormeció, trasladándola a un sueño nuevo. Desconocidamente nuevo. Cerró los ojos y sintió que un esplendente calor le acariciaba los párpados. Entonces comenzó a ver un camino sinuoso, solitario, silente, bordeado de flores violetas. La luz aturdía pero no sintió miedo y comenzó a caminar intrigada. Primero caminó con lenta zozobra. Luego, con pasos de asombro. Más tarde, con ansiedad, confianza, firmeza. Llegó a la tercera curva y decidió que el camino resultaba cada vez más ambiguo aunque más atractivo y decidió seguirlo, seguirlo ininterrumpidamente.
A Violeta la encontraron de noche. Ninguna persona se había dado cuenta de ella y su sopor. Ni los niños que sembraron de risa la plaza. Ni los abuelos que charlaban del pasado en los bancos. Ni los señores de sombreros o las señoras de soleras amarillas que cruzaban distraídamente aquellos senderos llenos de sol. A Violeta la sacaron muchas horas después de su inconsistente camino y llamaron a la ambulancia porque ella insistió con sus ojos tremendamente abiertos y molestos ante su despertar, que la dejaran continuar.
Nadie entendió de qué camino hablaba ni de qué aroma a violetas ni de qué luz. Sólo atinaron a llamar por teléfono a Manuel que espantosamente enojado la fue a buscar a ese mismo banco en el que Violeta se había instalado, aunque tampoco entendió de qué camino hablaba ni de qué curvas llenas de flores ni de que luz tranquila y solitaria que ella seguía insistiendo ver con sus ojos tremendamente abiertos.
La llevó a su casa, la sentó junto a la mesa de mantelito y florero y le gritó que debía volver de una vez y darse cuenta de que «eso» que ella veía era una alucinación. Pero por primera vez a Violeta no le importó ni los reclamos ni los aullidos de Manuel. Siguió con sus ojos abiertos diciendo que deseaba seguir caminando por él.
Así estuvo por meses y años. Cerrando, abriendo sus ojos y perseverando en el andar por esa grácil ruta que su mente había imaginado tan audaz, lejana y atrayente. Olvidó sus encuentros de los martes y olvidó también a su marido.
Ahora descansa en otros bancos rodeada de otros rostros, silencios y sombras. Manuel la va a ver todos los martes y le lleva ramitos de violetas y jamás ha perdido la esperanza de que su mujer regrese al mundo que la vio partir un día nunca supo por qué.
Y dicen por ahí, que también un hombre gris se sienta en una mesa todos los martes e incansablemente espera en vano a la mujer de pollera larga y blusita blanca.
De vez en cuando Violeta cierra los ojos y dice que ha encontrado una curva nueva y que la luz cada vez está más cerca y que ahora hay golondrinas surcando el cielo y que... pero siempre también viene a buscarla una mujer enfundada en el blanco del uniforme y la llama suavemente por el nombre y le recuerda, no te pierdas, Violeta, no te pierdas. Te están esperando.

(Estela Parodi)

1 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

Sol on sábado, 27 de septiembre de 2008, 23:14:00 CEST dijo...

besos..besos..besos....
amiga do coração....

teu blog..teu jeito de escrever..
tudo me encanta..

 

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