Poema para Angelina o los piolines perdidos de Cortázar
lunes, 29 de septiembre de 2008
Si mi deseo pudiera arrugar la niebla, me digo, y descorrer el velo del día para ver desde aquí tu ventana, oler tu presencia tras los cristales, si mi deseo pudiera. Si pudieras tú, desde tu insultante ignorancia, arrogancia sólo perdonable por lo imperdonable de su exultante feminidad, saber que estoy aquí, conocer de mi presencia anclada a esta esquina desde que dieron las doce. A medianoche nada cuenta, ni las teorías de Freud ni los códigos de ética ni las sirenas de los coches patrulla ni el tupé de Tintín, y yo me quedé ensimismado en tu ventana, paseando de un lado a otro, deshaciendo los adoquines con el roce de mi indecisión, y ya casi amanece. Sólo esta niebla pertinaz se opone aún a la impaciencia de mis deseos.
Hace tiempo que todo da vueltas en el mundo como en círculos excéntricos. La tierra gira sin orden ni concierto como si no tuviera claro cuál es su órbita y los días no parecen durar todos la misma cantidad de horas. El caos del universo, azar indescifrable de la mecánica cuántica, talante político, pesimismo financiero, estrés premenopáusico de la Madre Tierra; nada parece funcionar como debiera. El tiempo mismo es una incoherencia y se mueve al ritmo del estrés, de horarios cambiantes. Las escalas de valores se invierten. No hay orden en el mundo. Lo prueban los diarios y los telediarios, con sus reseñas de sangre y odio, su agrandar las cosas insignificantes y empequeñecer lo que nos hace grandes. La ilógica se impone y el mundo gira excéntricamente.
De ese mismo modo caótico y sin sentido funciona hoy mi alma.
Se supone que los problemas del mundo no afectan a los enamorados. Yo debería estar a salvo y tan lejos de ellos como Blancanieves del cinismo de Corto Maltés, pero esta imagen del mundo es la única metáfora que encuentro para describir la vergonzosa ruina tanto interior como exterior en que me encuentro desde que no hago otra cosa que pensar en ti.
Angelina.
Es decir tu nombre y cerrar los ojos. Entonces viene lo peor. La realidad se desvanece a mi alrededor y los pensamientos se me enredan en ininteligibles trabalenguas, palíndromos, calambures, charadas, vulgares adivinanzas y toda clase de juegos de palabras que vienen a embotar mi mente, y las palabras que deberían ayudarme a salir de esta confusión se esconden. Antes soñaba que compartíamos gozosas conversaciones que ahora se me aparecen como anagramas, ciclogramas y tautogramas laberínticos que no me dejan expresar lo que siento.
Entonces salgo a la calle, te busco, sé que sé donde encontrarte pero el milagro no ocurre y me paso la tarde deambulando por el centro entre multitudes adictas a ofertas por las que hipotecar el alma y guardias de tráfico con escasa o nula comprensión para los que cruzamos ensimismados los abismos del asfalto de acera a acera.
Una vez creí verte, crucé contigo mi mirada, no sé si recuerdas. Quizá no te diste cuenta, distraída por la conversación de tu amiga que te llevaba del brazo atándote con comentarios sobre las manías de su jefe, sobre los noviazgos de ese torero que te gusta o sobre la última novela de Paul Auster; quién sabe. Fue en un jueves de noviembre. Llovía a mares pero la gente no corría de lado a lado como en el bolero, no. La gente paseaba bajo sus paraguas con la displicencia de una bossa de Maria Creuza o la languidez emocional de un solo de Miles Davis, y yo nos soñaba juntos arrastrándonos el uno al otro cogidos del brazo de escaparate en escaparate, comentando la vida por comentar, hablando de cosas sin importancia sólo por hablar, por oír tu voz.
Por saber que me hablabas a mí, te diría.
Pero te perdí de vista en el arroyo de la multitud y constaté con pesar que me había quedado en la otra orilla, solo, enredada mi pena en una cinta de agua que quedó para mí de todo el nubarrón que había pasado por la Gran Vía. Desde entonces no te he vuelto a ver.
A partir de entonces, no hubo nada que me interesara más en el mundo que deambular por las calles del centro en tu busca, sin ton ni son, pero siempre en tu busca, como Oliveira en el lado de allá buscando a la Maga sin buscarla, dejando al azar el resultado, el encuentro, entreteniendo mi impaciencia en pequeños detalles urbanos que distraían mi camino, trazando, a fin de cuentas, concomitancias inverosímiles entre el París de Cortázar en los sesenta y este Madrid gris y solitario del año dos mil, que apaga mi alma y me convierte más que en un Oliveira en un Swann ensimismado, jugando al juego emocional de relacionar las sensaciones físicas con los sentimientos, dibujando hilos invisibles entre mis sentidos y mi alma (el frío en el rostro, un camino interminable de farolas que se convierte en mi Camino de Santiago, el olor a café de una croissanterie cercana, un asador de castañas, una niña-princesa mirándose en un escaparate...), convirtiendo el placer superficial de pasear en un ejercicio de estimulación intelectual y sensual.
En una ocasión, descubrí que un hippy flacucho y desgarbado arrodillado junto a una farola observaba con interés mi desorientado caminar. Con una caja de cartón pedía unas monedas mientras dibujaba con tizas de colores un Nacimiento de Venus sobre la acera. Un Nacimiento de Venus es como un diálogo entre filósofos, la expresión exacta de la alquimia, la asociación perfecta entre la belleza espiritual y la física, pero el intento a tiza, aparte de técnica y estéticamente pobre, resulta fallido porque su Venus carecía de belleza, de proporciones, de... ¿Qué queda del arte después del arte, cuando los sentimientos que nos inspiraron se disuelven en la sangre y nuestro espíritu los metaboliza? ¿Qué es la Venus de Botticelli hoy para los que la descubrieron ayer? De El Piano sólo alcanzo a recordar a Harvey Keitel desnudo y la espléndida e intimista música de Michael Nyman. ¿Es eso lo que queda en mí de una película tan cara, de una —para algunos— obra de arte? Yo soy ahora un poco esa música, ese recuerdo, una sensación metabolizada sentimiento, como tu recuerdo tatuado en mi mente como motivo único y leitmotiv de mi vida, un sistema operativo que no recuerda versiones anteriores y cuyos parámetros difícilmente admiten reconfiguraciones. Esa parte que ahora eres de mí me mueve en una sola dirección.
He buscado tu rostro entre la multitud, a veces con una impaciencia enfermiza, otras con la displicencia de saber que te iba a encontrar, pero nunca nos volvimos a ver. Me quedé con tu rostro, guardé tus labios y tus ojos y tu pelo, tu imagen serigrafiada en mi retina, una virgen de Murillo, una ninfa de Burne–Jones, una adolescente de Manara, una pin–up en technicolor, una bailarina de Degás.
Pero esta noche estoy aquí, desesperado, frente a tu casa, porque en un momento cerré los ojos, tendido en mi cama presa del insomnio, y descubrí que no podía visualizar tu rostro, sus detalles, y temí haberte olvidado del todo, pero sólo era que, virginal, prerrafaelista, procaz o ingenuo, tu rostro se estaba borrando de mi desleal memoria.
Llevo un par de meses así, he perdido la cuenta del tiempo. He recorrido las calles deambulando con la vista puesta en todas las miradas pero ninguna se parece a la tuya. He recortado los pocos recuerdos que tengo de ti para hacer un rompecabezas de tu rostro que pudiera mirar mientras sueño. Una noche de insomnio y silencio en que se acabó el alcohol y me dio pereza salir de madrugada al 24 horas, agarré unas tijeras y estuve toda la noche recortando rostros, labios y miradas de las revistas hasta que conseguí hacer un retrato–robot de mis recuerdos. Se parece poco a ti pero a mí me da la impresión cuando lo miro de que te has hecho esa foto sólo para que yo la tenga, sólo para mí.
Otras veces la soledad de no volver a encontrarte se hace tan dura como el amor en los tiempos de guerra, un momento de ésos en que te falta el ánimo y las colinas más cercanas se te hacen cimas como ochomiles, y necesito de cualquier compañía que cure la orfandad de mi corazón, el buen consejo de un buen amigo con una cerveza en la mano y un guiño en las frases, pero no me quedan de ésos o hace mucho, demasiado, que no les veo y recurro, como suelo recurrir, a los que nunca me fallan, a los primeros amigos que tuve y a los que saben de verdad de qué va esto.
La otra noche Lope me contó, mientras ojeaba algunas de sus comedias más aparentemente banales, que las apariencias engañan y que no por mucho amar a alguien conseguimos enamorarla. Cerré el grueso tomo que compré en cierta época en una librería de lance en Ciudad de México y me dejé aconsejar por amigos más optimistas, pero Marcel me recordó lo que significaría pasar la vida distraído en efímeros pasatiempos sin relevancia, vivir en un callar y un no decir, sin poder olvidarte, amasar el tiempo perdido en el arte, como si ésa fuera la respuesta a la realidad, la panacea de los pobres de corazón.
Por otra parte, Italo me contó que a veces idealizamos absurdamente elementos irrelevantes de nuestra vida y nos subimos a la parra como idiotas rampantes, camino que no conduce a nada salvo a las chanzas de vividores más experimentados y de vuelta de todo como el incombustible amigo Corto, quien, a fuerza de navegar, aprendió que no te puedes fiar ni de tu sombra pero que siempre es mejor tomarse las cosas con un poco de sarcasmo y un cigarrillo en los labios... mientras uno se para a esperar que los malos momentos se esfumen en el aire.
Por eso anoche, al sonar la hora en que el mundo cierra los ojos y el lado oscuro se apodera de la ciudad, me dejé llevar por mis instintos y salí a la calle a buscarte.
Llegué con el corazón en la boca. No me preguntes por qué pero sabía que vivías aquí. No me lo ha dicho nadie. Esta casa de dos plantas encalada de albero y blanco, con sus nobles buhardillas asomando curiosas a la calle desierta y el nostálgico destello color siena de sus tejas no podía ser sino tu casa. Me quedé al otro lado de la calle, observando sus ventanas apagadas como un héroe estupidizado ante la visión del castillo que encierra a la princesa. Debería decir mejor muerto de miedo. Borré la estulticia espontánea de mi sonrisa y me di media vuelta.
Sin embargo, no me atrevía a irme sin más. Sólo me separaban de ti el asfalto y ese jardín tuyo sembrado de buganvillas y plataneras, la verja mohosa pero augusta, y el poco valor que tenía y que me acababa de abandonar.
Pasar la noche allí enfrente, de pie, enredado en mis pensamientos fue la solución más sencilla para tan complicado dilema.
Al caer la mañana, crédulo y cegado por las promesas del sol naciente, me atreví a cruzar el Rubicón hasta tu acera. La verja estaba fría al tacto y chirrió al girar sobre sus goznes con una queja profunda y tímida al tiempo. Me dijo que hacía tiempo que nadie la había cruzado con el ímpetu y el ardor guerrero que me movían en aquellos momentos. Respondí en silencio que tenía miedo, pero sólo miedo a enfrentarme a tus ojos por no saber si tu belleza podría hacerme daño.
Debían de ser poco más de las ocho cuando me animé. La mañana iba cambiando de ese gris prometedor al azul de los días más anodinos y ordinarios como una velada amenaza de que aún podía no ocurrir nada. Yo tenía el cuerpo congelado por el relente de la noche pasada a pie quieto, el pecho retumbándome exaltado de impaciencia, y me movía torpemente subiendo los dos escalones que me separaban de la puerta principal. Una vez allí mis dudas se despejaron y toqué con los nudillos sobre la madera pintada de blanco. No había timbre, no había aldaba, sólo la madera pintada y mis dedos llamando, tu nombre en un código cifrado.
Siguió el silencio. Unos segundos y unos minutos de silencio. Luego, un sonido al otro lado de la puerta, como el roce de unos pies en el suelo, un arrastrar algo. Las cadenas de un fantasma, decía mi imaginación en unos de sus calenturientos arranques. Al fin, un descorrer de pestillos y el rostro de una vieja con el rostro arrugado y los ojos velados por el sueño y el fastidio que se asomaba por un resquicio.
—¿Busca a alguien?
Dudé.
—¿Vive aquí Angelina?
La vieja meneó la cabeza como no queriendo creer la hora que era y después, sin mediar más palabra, intentó cerrar la puerta. Yo interpuse el pie como había visto hacer en mil y una películas, pero mis reflejos no fueron tan buenos o hay demasiada farsa en los efectos especiales.
—Aquí no vive ninguna Angelina —contestó, malencarada. Luego, viendo que no me iba, añadió: — Vivo yo sola aquí desde hace veinte años. En realidad, no conozco a ninguna Angelina. En este barrio no vive nadie que se llame así. ¿Es una muchacha?
Yo guardé silencio, buscando un hilo de realidad en la cinta de agua que me empapó aquella tarde que te vi en la Gran Vía. El corazón dejó de latirme y mis pies dejaron de tocar el suelo. Ya no sonaba música en mi mente. No existían ni Miles Davis ni Paul Klee ni nada bello en vivir, y tu rostro lentamente comenzó a borrarse de mi memoria como una acuarela bajo la lluvia.
—¿De verdad busca a alguien? —volvió a preguntar la vieja, a punto ya de perder la paciencia.
Yo amargué una sonrisa de autocompasión.
—¿Busca algo? —vocalizó lentamente.
—No lo sé, señora —musité—. Quizá un imposible, quizá sólo buscaba piolines para coleccionar... —añadí, recurriendo a una imagen de Rayuela que pudiera explicar la pasión por las cosas inútiles, como el amor.
(Félix Amador Gálvez)
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