Descendiendo a los Infiernos

viernes, 19 de septiembre de 2008



"Había mar de fondo. Hacía resaca en la costa. Estaba de pie al borde del pozo natural que formaban las rocas de la playa. Ensimismado, pensaba en el compromiso de la noche. La chica me iba a presentar a sus padres. Creo que me estaba entrando el temor a la idea del compromiso matrimonial. Sin saber cómo me vi cayendo hacia el agua. No me había lanzado voluntariamente. Cuando iba por el aire me di cuenta de que la resaca había retirado casi todo el agua. No había remedio. En la vida jamás se puede volver atrás. Choqué con el mar. Toqué con las dos manos la arena del fondo, pero no bastó la reacción para frenar la inercia. Vi la arena. No era posible evitar el choque de la cabeza. Con el ángulo que llevaba de entrada en el agua, lo lógico era tocar con la cara, pero un reflejo instintivo me hizo inclinar la cabeza hacia delante. La cabeza pegó en la arena. El cuerpo quiso dar el tumbo, pero la presión del agua lo impidió. Sonó un chasquido, como el romperse de unas ramas al pisarlas. Como un pequeño y desagradable calambre recorrió mi espina dorsal y el cuerpo entero. Me acababa de fracturar la espina cervical por la séptima vértebra.

Después del choque me quedé en el fondo, como un muñeco de trapo. Los brazos y las piernas colgaban hacia abajo. El cuerpo comenzó a ascender hacia la superficie. Despacio, muy despacio. Yo intentaba moverlos, pero ellos seguían inermes, como si nunca me hubiesen pertenecido.

Mi cuerpo alcanzó la superficie. Cesó todo movimiento. Sólo me quedaba el pensamiento, que se movía por un espacio infinito y en blanco. Mis ojos miraban la arena. Se me pasó por la cabeza la imagen del cielo azul, claro y limpio.

Llevaba manteniendo la respiración desde el instante que me había caído al agua. Empecé a pensar que iba a ahogarme. Pasaban los segundos. Era como si el tiempo se deslizase con celeridad y el pensamiento quisiera llevarse grabado en la memoria, antes de morir, la historia del tiempo vivido.

Dicen, a veces, que cuando las personas sienten que van a morir les pasa por la cabeza como una película a gran velocidad todo lo acontecido, todo aquello que les ha marcado para siempre. Ésta fue, desde entonces, la frase que definió lo que estaba por llegar: para siempre.

Yo era marino mercante y las primeras imágenes que llenaron mis recuerdos fueron las de los puertos que había recorrido. Y la figura que destacaba por encima de todas ellas era la de la mujer que había penetrado, que me había poseído y que nunca más, nunca más, formaría parte de mi historia, o quizás sí, pero tomando el cuerpo etéreo de que están hechos los recuerdos.

Entre tocar el fondo y llegar a la superficie pasaron treinta segundos. Y un minuto y medio fue el tiempo que transcurrió en la superficie expulsando lenta, muy lentamente, el aire acumulado en los pulmones. En aquel instante –yo no lo sabía, pero dicen que la persona que se ahoga, después de expulsar todo el aire de los pulmones, tiene una muerte instantánea, muy dulce-, si hubiese intuido la vida que me esperaba, habría inspirado la tantas veces acariciada agua de la mar.

Y de repente aparecieron los puertos de Holanda, Maracaibo, Nueva York, y se fundieron, dolorosamente, las mujeres que había amado, y surgieron los recuerdos de mi infancia. Aquéllos que habían contribuido a hacerme hombre. ¿Hombre? –me pregunto ahora, pero ahora han pasado veintisiete años-. Aparecieron los verdes de mi tierra, las vaquiñas mansas, el rostro tan dulce de mi madre, la autoridad paterna y la ternura de mi tía y de mi abuela. Recordé su paciencia, sus caricias, y también apareció el rostro de aquel profesor que en la escuela nos pegaba.

No hay palabras para definir todas las imágenes que recorrieron mi mente en aquel minuto y medio. Es como si la facultad de recordar saliese del cuerpo, anduviera sobrevolando todos los lugares amados: el prado, el río, la gente, la niña con la que jugabas entre el maizal, el recodo del río donde te bañabas desnudo. Tal vez fuese el deseo del hombre de toparse de nuevo, de poder sentir y tocar la naturaleza. No sé a qué se deberá esa extraña sensación, quizá al deseo de la materia de volver siempre al principio.

De repente noté que alguien sujetaba mis cabellos y me levantaba la cabeza para preguntarme:
-¿Qué te pasa?
Se llamaba Manuel.
-No sé, sácame de aquí –respondí.
Cuando me sacaron del agua mi primera sensación fue la de que mi cabeza pesaba enormemente. No entendía nada. Me tumbaron boca arriba y contemplaba el cielo azul que antes me había pasado por los recuerdos. Nita de Vilas me pellizcaba las piernas y las manos, y me preguntaba:
-¿No sientes nada?
Ésa fue la primera vez que comencé a ver a los seres humanos desde abajo. Me metieron en un coche y me llevaron al circuito médico y continué viendo como fantasmas las caras de las personas. Desde abajo. Desde la camilla. Desde la cama. Ahí es donde empecé a contemplar el mundo desde el infierno. Parece que siempre veía a la gente allá arriba... Uno quiere levantarse, ponerse a su altura, en el lugar que había abandonado unas horas antes. Y tomas conciencia de que eso nunca jamás podrá ser.

Después de tres meses de deambular por entre los vericuetos de la ciencia, buscando el equilibrio perdido, pasa el tiempo y tomas conciencia de que no puedes encontrarlo. Nunca jamás. Ni puedes morirte, ni volver atrás".

(Texto de "Cartas desde el infierno", de Ramón Sampedro)

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