¿Somos felices?
lunes, 15 de septiembre de 2008
Dejé a mi mujer en la cama, porque desde que está en el paro hemos perdido la costumbre de desayunar juntos, y salí corriendo a la calle. A los diez minutos de aguardar en la parada no había pasado ningún autobús, así que tomé un taxi y empecé a morderme las uñas pensando que ese mes ya había fichado tarde un par de veces. En esto oigo que por la emisora del taxi piden un coche para recoger a alguien en la calle Elfo y pienso para mí que qué casualidad: ahí vive un amigo de toda la vida: Federico. Fuimos juntos al colegio; sacó el bachillerato adelante gracias a mí, que le pasaba todos los apuntes. Luego hicimos la mili en el mismo sitio, aunque él estaba enchufado y enseguida le dieron el pase pernocta, así que no llegó a saber lo que era la vida del cuartel. Más tarde coincidimos también en la universidad, aunque yo no pude terminar los estudios, porque a mi padre, que padecía de los nervios, le dieron la inutilidad permanente y con un sueldo de inútil no llegábamos, de manera que tuve que ponerme a trabajar enseguida. El primer empleo, precisamente, me lo facilitó el padre de Federico, que tenía un almacén de maderas en Hermanos de Pablo. Nosotros vivíamos en la Concepción. Mi madre decía que Federico y su padre se aprovechaban de mí, pero yo siempre he valorado mucho la amistad y no le hacía caso.
Mientras pienso estas cosas, va la señorita de la emisora y dice que el número de Elfo en el que hay que recoger al pasajero es el 56, y yo voy y me río por dentro. También es casualidad: justo el portal de Federico. Hace tiempo que no le veo, pero da igual, somos como hermanos. O sea, que si mañana necesito algo de él, no tengo más que llamarle. En eso se nota la amistad, en que llamas a un amigo al que a lo mejor hace dos años que no ves y sabes que lo tienes ahí, para lo que haga falta. Yo, siempre que Federico me ha llamado, lo he dejado todo para echarle una mano. Le he echado más manos que él a mí, pero no me gusta tener esos pensamientos porque me parecen mezquinos, así que los rechacé y continué escuchando a la señorita de la emisora.
Parece de cuento, pero después de dar la dirección completa va y dice que al señor al que hay que recoger se llama Federico Vara, así que doy un salto en el asiento y grito:
- ¡Mi amigo de toda la vida! Hicimos la mili juntos.
El taxista era un poco antipático y no dijo nada. Yo estaba emocionado. Esa misma tarde llamaría a Federico ‘¿Adónde ibas tú esta mañana en un taxi?’ Estaba gozando por anticipado de la conversación, cuando va la de la emisora y dice que hay que llevar al señor ese de la calle Elfo al número 77 de la calle María Moliner, que es donde vivo yo. Otra casualidad: mi calle y mi número. Empecé a reírme yo solo y como noté que el taxista se revolvía en el asiento, le digo:
- Es que en el 77 de María Moliner vivo yo.
- ¿Y está usted casado?
- Sí.
- ¿Y el tal Federico es amigo suyo?
- Como hermanos.
- Ya – añadió y regresó al silencio.
En ese instante me di cuenta de lo que estaba pasando y me eché a llorar. El taxista, que no era tan malo, me llevó a un bar y me obligó a tomar una copa de anís. Yo jamás había desayunado anís, pero recuerdo que me gustó, por eso estoy tan seguro de que fue ese día cuando comencé a alcoholizarme. Ella, que sigue en el paro, continúa viéndose con Federico a primera hora, cuando yo salgo de casa para encontrarme con la primera botella del día. Los dos (¿o debería decir los tres?) tenemos, pues, una razón para despertarnos. ¿Pero somos felices?
(Juan José Millás)
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