Era un hombre introvertido y silencioso. Caminaba siempre cabizbajo, con las manos en los bolsillos. Y no es que estuviera triste, es que era una persona extremadamente tímida. No tenía apenas estudios. Tampoco tenía amigos, si acaso, conocidos del pueblo con los que cruzaba algún saludo en la calle. Desde muy niño su padre lo había apartado del colegio para que empezara a ayudarle con los animales en el campo. Eran tiempos difíciles aquellos de la posguerra y muchas familias tuvieron que sacrificar el porvenir de sus hijos para poder subsistir. Ginés no estaba resentido con su padre, ni con el campo, ni con su suerte, simplemente nunca se había planteado - o no conocía - una forma alternativa de vivir.
Desde la muerte de su madre, se encontraba más solo aún y vivía en una especie de isla en medio de ninguna parte adonde no llegaba nunca nadie. Los límites de su mundo no superaban los que alcanzaba su vista sobre el Cerro de las Palomas, los montes que delimitaban su pueblo. A veces se sentía solo, muy solo, pero no se paraba a pensar en ello. Era en esencia un hombre sencillo, sin grandes pretensiones y sin perspectivas de futuro. Sólo aspiraba a poder mantenerse de lo que le daba vender la leche y la carne de sus vacas y a continuar viendo amaneceres, que no es poco…Se levantaba con el cantar del gallo. Por la mañana, mientras veía despuntar los primeros rayos de sol tenía pequeñas ausencias en las que por un momento volaba fuera de su cuerpo y de su vida, para soñar con otros mundos, y sobre todo con mujeres que nunca había visto, como las del almanaque del taller de Braulio… Se había acostumbrado a vivir sin grandes lujos y por tanto sin grandes necesidades, pero tenía una pequeña espina clavada y es que no quería acabar el resto de sus días solo, por culpa de la timidez que lo limitaba para crear lazos afectivos.
Necesitaba compartir sus amaneceres y en realidad había encontrado a alguien con quien hacerlo, pero le parecía imposible que en caso de que aquella mujer existiera, pudiese fijarse en alguien tan simplón y rudo como él. La mujer con quien soñaba tenía unos enormes ojos verdes y era la chica del calendario que adornaba el mes de noviembre. Fue un flechazo a primera vista. Ocurrió el invierno anterior, a primeros de diciembre, cuando Ginés fue a que Braulio le echara un vistazo a su vieja vespa. Braulio acababa de quitar la hoja caduca de noviembre para dar paso a la del nuevo mes y justo cuando la arrancaba para arrojarla a la papelera apareció Ginés con su destartalada moto de casi veinte años,que formaba parte del legado de su difunto padre, el bueno de Raimundo.
Con destreza y disimulo, superando por un instante la timidez que lo bloqueaba, dobló la hoja del calendario en cuatro movimientos y la deslizó bajo su camisa escondiéndosela en el pecho en un descuido de Braulio. Desde entonces la foto vivía allí, junto a su corazón y sólo salía a la luz en los amaneceres fríos de Castilla para hacer compañía a Ginés. No sabía su nombre, por eso le puso el de una niña que le gustaba en sus tiempos de colegio: Adela.
Nunca llegó a conocer a la modelo de la fotografía, pero a él le bastaba vivir acompañado de alguien a quien le había puesto nombre y con quien mantenía largas conversaciones mirando el horizonte cada amanecer y cada ocaso. En un alarde de valentía, llegó a escribirle una carta, que nunca fue contestada, a la dirección de la agencia que firmaba la foto. La misiva demasiado formal y anacrónica, fue leída por un redactor que, después de burlarse de los errores ortográficos, la arrojó a una papelera.
Así pasó cuarenta años, aferrado a una imagen de ojos felinos que le sonreía. Incluso la había tallado en un trozo de madera para hacerla más real e inmortalizar a la mujer que ya empezaba a acusar el paso del tiempo.
Y desde entonces Ginés dejó de sentirse solo porque la foto de Adela le acompañó en sus amaneceres y en sus puestas de sol hasta el final de sus días…
(La Dama)
Desde la muerte de su madre, se encontraba más solo aún y vivía en una especie de isla en medio de ninguna parte adonde no llegaba nunca nadie. Los límites de su mundo no superaban los que alcanzaba su vista sobre el Cerro de las Palomas, los montes que delimitaban su pueblo. A veces se sentía solo, muy solo, pero no se paraba a pensar en ello. Era en esencia un hombre sencillo, sin grandes pretensiones y sin perspectivas de futuro. Sólo aspiraba a poder mantenerse de lo que le daba vender la leche y la carne de sus vacas y a continuar viendo amaneceres, que no es poco…Se levantaba con el cantar del gallo. Por la mañana, mientras veía despuntar los primeros rayos de sol tenía pequeñas ausencias en las que por un momento volaba fuera de su cuerpo y de su vida, para soñar con otros mundos, y sobre todo con mujeres que nunca había visto, como las del almanaque del taller de Braulio… Se había acostumbrado a vivir sin grandes lujos y por tanto sin grandes necesidades, pero tenía una pequeña espina clavada y es que no quería acabar el resto de sus días solo, por culpa de la timidez que lo limitaba para crear lazos afectivos.
Necesitaba compartir sus amaneceres y en realidad había encontrado a alguien con quien hacerlo, pero le parecía imposible que en caso de que aquella mujer existiera, pudiese fijarse en alguien tan simplón y rudo como él. La mujer con quien soñaba tenía unos enormes ojos verdes y era la chica del calendario que adornaba el mes de noviembre. Fue un flechazo a primera vista. Ocurrió el invierno anterior, a primeros de diciembre, cuando Ginés fue a que Braulio le echara un vistazo a su vieja vespa. Braulio acababa de quitar la hoja caduca de noviembre para dar paso a la del nuevo mes y justo cuando la arrancaba para arrojarla a la papelera apareció Ginés con su destartalada moto de casi veinte años,que formaba parte del legado de su difunto padre, el bueno de Raimundo.
Con destreza y disimulo, superando por un instante la timidez que lo bloqueaba, dobló la hoja del calendario en cuatro movimientos y la deslizó bajo su camisa escondiéndosela en el pecho en un descuido de Braulio. Desde entonces la foto vivía allí, junto a su corazón y sólo salía a la luz en los amaneceres fríos de Castilla para hacer compañía a Ginés. No sabía su nombre, por eso le puso el de una niña que le gustaba en sus tiempos de colegio: Adela.
Nunca llegó a conocer a la modelo de la fotografía, pero a él le bastaba vivir acompañado de alguien a quien le había puesto nombre y con quien mantenía largas conversaciones mirando el horizonte cada amanecer y cada ocaso. En un alarde de valentía, llegó a escribirle una carta, que nunca fue contestada, a la dirección de la agencia que firmaba la foto. La misiva demasiado formal y anacrónica, fue leída por un redactor que, después de burlarse de los errores ortográficos, la arrojó a una papelera.
Así pasó cuarenta años, aferrado a una imagen de ojos felinos que le sonreía. Incluso la había tallado en un trozo de madera para hacerla más real e inmortalizar a la mujer que ya empezaba a acusar el paso del tiempo.
Y desde entonces Ginés dejó de sentirse solo porque la foto de Adela le acompañó en sus amaneceres y en sus puestas de sol hasta el final de sus días…
(La Dama)
1 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
Precioso relato. Es agridulce y está lleno de guiños de ternura.
Un beso.
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