El Riesgo de Besar a un Sapo...

jueves, 18 de septiembre de 2008



Me llamo Romualdo. En realidad mi nombre completo es: Romualdo Leopoldo Froilán Segismundo. Un poco largo sí, aunque no demasiado para un príncipe de mi categoría. Soy un Príncipe Azul. Pero no uno cualquiera, no, uno de verdad, que… hay por ahí mucho “abrazafarolas” que mata lagartijas y las convierte en dragones de siete cabezas.Yo soy un auténtico Príncipe Azul…y tengo a mis espaldas las más grandes hazañas jamás contadas en los cuentos de hadas.
No siempre fui así. De hecho, al nacer era un sapo, un sapo feo…pero feliz, un sapo… muy feliz que vivía en el estanque de los jardines reales de este reino. Pero se encaprichó la infanta conmigo y como era una obsesa de los cuentos de hadas, me perseguía a todas horas por el estanque para convertirme en lo que soy ahora: un Príncipe…Azul, azul aguamarina. Me pilló a traición, mientras dormía la siesta y me estampó un beso en los morros –aún tengo escalofríos al recordarlo- que me dio esta forma humana que luzco desde entonces.
Y no es que me queje, no, pero desde que soy Príncipe Azul mi vida se ha vuelto más complicada. Hay pocos príncipes azules y estamos muy solicitados, ya saben: para reconquistar reinos perdidos, deshacer hechizos de brujas malvadas, rescatar princesas encerradas en altas torres…es duro… poco valorado y no estamos sindicados.
El romance entre la infanta y yo duró lo que tardó en enamorarse de un molinero harapiento que fue a buscar un anillo que ella había tirado al fondo del mar. Así son las princesas de cuento: caprichosas e inhumanas, os lo digo yo…
Con mi nueva condición de hombre y de príncipe azul, tuve que ponerme a trabajar…en lo que trabajan los príncipes azules, claro: liberando princesas de sus hechizos, salvándolas de las garras de monstruos y gigantes, o haciendo pequeños “trabajitos” para conquistar su amor, como trepar hasta una torre colgado de una trenza…No me quiero acordar de aquello, que casi me mato y dejo calva a la princesa Rapunzel. Antes yo, era un romántico y me lanzaba en busca de aventuras. Creía que todo lo solucionaban los besos y me iba por esos mundos de Dios en busca del Amor verdadero, besuqueando a todo bicho viviente. Así fue como conocí a mi primera mujer, Blancanieves. Lo cierto es que la conocí en su funeral. Un poco macabro, ya lo sé, pero así fue. La estaban velando en medio de un claro del bosque unos enanos. Siete…más o menos. Se veía tan guapa, tan blanca y con los labios tan rojos tras la caja de cristal donde la habían metido que…no tuve más remedio que besarla. Pero no piensen mal, no soy un pervertido necrófilo cualquiera, porque ella no estaba muerta, en realidad sólo estaba dormida por el veneno que mi suegra le había inyectado en la manzana que mordió…mi suegra, su madrastra, siempre fue una bruja…guapa, pero muy bruja. Ese es el único instante de felicidad que recuerdo con ella, porque después de comer las perdices de nuestro banquete de boda, empezó a hacerme chantaje emocional…cada vez se parecía más a mi suegra – en lo de bruja, claro - y me pedía cosas extrañas:
-“¿Es que ya no me quieres Romu? -odio que me llamen “Romu”-. Si me quisieras irías a por diamantes para mí a la mina, como hacían los enanitos…”
Ellos, los enanos del bosque, la habían tratado siempre como a una princesa…que si Gruñón fregaba los platos, que si Mudito lavaba la ropa, que si Dormilón guisaba muy bien…en fin, que ya estaba harto de escuchar lo buenos que eran en todo los enanos esos. Yo sospechaba que había existido algo más entre mi mujer y ellos durante su convivencia en la coquetona casita del bosque, y algo me decía que aquello no se había acabado. De hecho, todo terminó entre nosotros cuando un día que regresé a casa temprano y la pillé en la cama con los siete enanos. En realidad fue una liberación. Me quitaron un peso de encima. Es duro aguantar a una princesa consentida y caprichosa.
Con mi segunda esposa fue distinto. El problema era la diferencia de edad. Cuando la besé no reparé en sus patas de gallo, ni en sus arrugas del cuello, disimuladas por los encajes del polvoriento vestido que llevaba puesto desde hacía un siglo. Más tarde me enteré que había estado cien años durmiendo y despertarla fue mi gran error. No paraba de hablar porque tener a una mujer callada durante cien años…y en esto los hombres me entienden perfectamente… es algo muy difícil; de modo que cuando despertó no dejaba de contarme cosas…que si se había pinchado con una rueca, que si sus padres no habían invitado a una hadas a su fiesta, que si le habían echado una maldición, que si esas no eran hadas sino brujas, que si gracias al beso…en fin, cosas de mujeres y princesas…que yo no entendía. Como a pesar del maleficio se le iba notando la edad se volvio un poco obsesiva con la estética; en poco tiempo entre el botox de la frente, los labios y las líneas de expresión de la cara además de lo que se había quitado por un lado y puesto con silicona por otro, tenía la impresión de estar casado con una muñeca hinchable. Además sus ideas eran un tanto extravagantes, lo propio de una chica de quince años encerrada en un cuerpo de cien. Un día bailando con sus amigas en la discoteca del reino se rompió la cadera y ese fue el principio del fin de lo nuestro, porque desde entonces se volvió insoportable…El tiempo de convalecencia en la cama se lo pasó pidiéndome cosas absurdas que yo, como un príncipe valiente y caballeroso me disponía a hacer. La gallardía y la valentía son dos virtudes inherentes a la condición de Príncipe Azul. Igual que el hecho de ser apuesto o al menos “resultón”. Son… gajes del oficio. Y así en dos meses, me pidió la rosa del tiempo, para conservarse eternamente joven, la alfombra maravillosa, que le tuve que robar a un tal Aladino -quien roba a un ladrón…-, la piedra filosofal, para convertirlo todo en oro, el corazón de un dragón de las montañas azules para ser eternamente feliz… y así hasta trescientos caprichos más. Nunca tenía suficiente, hasta que en una de esas campañas a las que me aventuré decidí no volver a casa y así fue como terminó mi romance con la Bella Durmiente del bosque…
Mi tercera esposa venía de una condición más humilde. Harto de buscar el Amor de verdad, se me ocurrió hacer un baile en palacio y apareció ella. Bueno, ella, sus hermanastras y su madrastra. Mis cuñadas eran feas… feas y malas, pero mi mujer era la criatura más hermosa que había en la fiesta y bailaba la lambada y el reggaeton de muerte… Qué ritmo, qué locura de movimiento de caderas, era una mujer muy sensual…Lástima que se tuviese que ir tan pronto… Yo la perseguí exhausto por toda la escalera de cien peldaños que tiene mi palacio, pero ella que no se detenía - luego me enteré de que corría maratones – decía cosas extrañas como que tenía que darle de comer al gato, que si no-sé-qué de una calabaza y unos ratones…y todo esto corriendo yo detrás de ella a las doce en punto. Recuerdo muy bien la hora porque sonaban en ese mismo instante las doce campanadas del reloj de palacio. Ni siquiera me dijo su nombre. Menos mal que en la huída se le cayó un diminuto zapatito de cristal…y gracias a eso la pude encontrar…
Los primeros meses bien, como siempre. Comimos perdices (después de tres bodas odio las perdices, pero es que los cocineros de cuentos de hadas son poco originales) y vivimos felices…tres meses…sus hermanastras y su madrastra vinieron a palacio, pero como parte del servicio y claro, tener a la familia política tan cerca resulta siempre caótico…
En la actualidad sigo buscando el Amor Verdadero, en el fondo soy el mismo romántico de siempre, y lo cierto es que ya las princesas humanas no me llaman la atención…porque desde hace unos días hay una nueva ranita bellísima en mi estanque…que estoy pensando en besar.
¿Quién sabe? Igual con un poco de suerte vuelvo a ser aquel sapo feo pero feliz del estanque de este reino de cuento de hadas…

(La Dama)

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