El Anden

viernes, 4 de abril de 2008




Si la soledad tuviera un nombre de mujer se llamaría Alba. Si la nostalgia fuera un hombre sería Miguel.
No se conocían, salvo de vista. Habían coincidido durante años puntualmente a las siete menos cuarto de lunes a viernes en la línea 3 del metro de Madrid a la altura de Callao. Ninguno de los dos tenía absolutamente nada que llamara la atención del otro, pero la rutina hace extraños compañeros de piso y, si en alguna ocasión uno de los dos había faltado a la cita, el otro incomprensiblemente empezaba a echarlo de menos, como si parte de su entorno se viese amenazado por esa ausencia. Ella, secretaria de dirección de una multinacional de coches, no había mañana que no se levantara pensando que de un día para otro se iba a cruzar con un George Clooney de la vida que la sacaría de su rutina de agendas y teléfonos.
Él, vigilante de un hospital de tercer nivel, perdió el sueño cuando años atrás la única novia que había tenido, tres días antes de la boda le dijo que no sentía nada por él. Una forma más o menos dolorosa de encubrir otra relación con la que en la actualidad había formado una familia corriente.
Alba era el prototipo de la secretaria eficiente, discreta y resolutiva que cualquier gran ejecutivo desearía para llevar sus asuntos. Miguel era de todo excepto lanzado para llevar la iniciativa en cualquier relación. Se había dejado conducir por su madre hasta los treinta y cuando ésta murió le buscó una sustituta. La mujer que le dejó tres días antes de darle el definitivo “sí quiero”, había ocupado el lugar de su difunta madre durante cinco años.
Todo habría seguido así durante el resto de sus vidas de no haber sido porque aquel día hubo huelga de los trabajadores del metro y se vieron obligados a compartir autobús. Eso que llaman “casualidad” para disfrazar al destino, hizo que se sentaran juntos. Él, haciendo un esfuerzo titánico, le preguntó la hora y a continuación, después de dos o tres frases más para llenar los silencios, la invitó a desayunar. Ella, aunque notó su nulo parecido a George Clooney, pensó en que mientras aparecía en su vida el galán de Hollywood, nadie consideraría una infidelidad tomar un café con un familiar desconocido de sus viajes en metro.
-“Me llamo Alba. Encantada.”- dijo ella. Y aquel nombre de luz que ocultaba unos ojos verdes pequeños detrás de unas gafas, borró al anterior, Lucía.
-“Yo soy Miguel”- dijo él. No tiene el aspecto de George Clooney –pensó Alba- pero yo tampoco soy Salma Hayed –aunque eso sí, yo soy mas alta que ella-.
Al salir del autobús se perdieron sin dejar de dedicarse sonrisas de complicidad en la vorágine de la ciudad que despertaba. Y uno de los dos, probablemente él selló, el encuentro con una frase memorable de película. “Presiento que éste es el comienzo de una larga amistad”.
Y como en Casablanca, se mezclaron con la niebla...
La Dama

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