Llueve en París

jueves, 3 de abril de 2008



Últimamente mi vida es más extraña de lo habitual. Trabajo demasiado aunque sigo sin rutinas, no sé si para bien o para mal. Lo que realmente me enerva de esta situación es el hecho de no poder hacer planes. Todo el mundo sabe lo que va a hacer el fin de semana que viene, o mañana, en cambio yo no sé dónde voy a estar en las próximas horas. En cualquier momento puede cambiar mi futuro a la velocidad del sonido de mi móvil al que en estos días me siento unida por un cordón umbilical.
Creo que el sábado voy a cenar con unos amigos que vienen a casa, pero aún no estoy segura de que tal cosa vaya a ocurrir, a pesar de que lo tenemos planeado hace más de diez días.
Meses atrás pensaba que la próxima semana iba a realizar un viaje a París, que es el único lugar del mundo al que iría superando mi pánico a volar, pero con los cambios de planes de última hora: sigo aquí, sin tiempo suficiente para realizar mi sueño.
Esto me recuerda una vez que llegué tarde a la cita con alguien a quien yo le llevaba tres años –por aquel entonces, salir con un chico menor que mi hermano pequeño solía ser un prejuicio insalvable para mí, que tenía complejo de sufrir una madurez prematura- y aún así me parecía el hombre perfecto: sensible y cortante como una hoja de bisturí. En aquella época me fascinaban los rebeldes sin causa y él era un híbrido entre dos actores que revolucionaban mis hormonas: tenía un aire a Richard Gere en los ojos y un gesto de James Dean al atusarse el pelo, que me provocaban escalofríos de los pies a la cabeza. Aquel día llegué más de media hora tarde y él no esperó ni quince minutos. Había estado planeando toda la semana aquel encuentro: la ropa que me iba a poner, repasaba la hipotética conversación que íbamos a mantener… y por culpa de la falta de aparcamiento y los atascos nunca llegué a la cita. Por más explicaciones que le di, él creyó o quiso creer que le di plantón. Probablemente había perdido el interés por mí mucho antes de aquella cita. Pero la ilusión, que es la antesala del amor, es ciega y después de aquel día se sucedieron unas diez llamadas en las que él aplazaba nuevos encuentros. Nunca volví a verle. Sólo recuerdo que se llamaba Gabriel.
He tratado desde entonces, aunque sin éxito, llegar a tiempo a todas partes, pero siempre a última hora surgen cien mil cosas diferentes que hacer y todas ineludibles. Y así ando, muy ocupada, aunque sin rutinas en las que descansar de una vida llena de imprevistos de última hora.
Mi viaje a París se retrasa, como aquella cita que planeé durante mucho tiempo y a la que llegué demasiado tarde. Nunca he perdido esa sensación de ilusiones rotas y mojadas por la lluvia desde ese día en que llegué con la respiración entrecortada por la carrera, el rimel corrido, las botas mojadas en todos los charcos del camino y el frío de la desilusión calándome los huesos, al llegar y comprobar que en la estación donde quedamos no me esperaba nadie.


(La Dama)

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