Nadie le daría trabajo con lo vieja que estaba, e indagar
sobre si disponía de ahorros para montar un negocio en toda regla sería una
falta de sensibilidad; por no decir un exceso de estupidez. Qué hacer cuando
las carnes te exigen sobrevivir. ¿Pedir limosna? Buenos Aires ya no estaba para
eso. Tendría que ganarse la vida haciendo algo de dudosa moralidad. Qué cosa.
Qué podría hacer sin perjudicar a la gente. Optó por vender aire, como lo
hacían miles de empresas, pero ella no sería una desalmada. Cobraría montos
irrelevantes y el aire que daría a cambio no contendría un valor superfluo.
Empezaría a venderlo de inmediato porque, además, sabía que
ningún pariente le iba a dar cobijo. No los tenía, ni hacia los lados ni hacia
abajo. Hacia arriba, menos. Sandra realmente era vieja. 57 años olvidada en la
cárcel por haber matado a su marido le impidieron procrear. Era él o ella. Los
moratones acumulados en su cuerpo lo demostraban, pero en el juicio no
valieron. El abogado contratado por su suegra era de los caros, de esos con
influencias.
Desde el 12 de octubre de 2003, Sandra anduvo libre por las
calles. ¡Vaya mentira! Sus carnes la arrinconaron más que nunca. En su estómago
tenía aire, pero uno muy distinto del que estaba por vender. En la cárcel había
aprendido algo de magia. Hacía desaparecer objetos pequeños, como cigarrillos y
monedas. Con una esfera de cristal de cuatro centímetros de diámetro no tendría
problemas.
Entre la basura, encontró cajas de un tamaño ideal para
empaquetar, una y otra vez, su única esfera. Sólo le faltaban cintas de colores
para, en el momento de la venta, atar la caja correspondiente y adornarla con
un listón. Las consiguió enseguida.
Frente a una tienda de juguetes, interpretando el papel de
una bruja buena de cuento, atraía la atención de los pequeños con un discurso
dulce en el tono y seductor en las palabras: “Mira esta bola de cristal. Es
ligera como el aire. Es mágica. Mágica para los que poseen el don. ¿Tú lo
posees? No mires a tus padres, la respuesta sólo la puede saber uno mismo.
Meteré esta bola especial en esta caja… así, ¿ves? Ahora, ataremos la caja con
esta cinta para asegurarnos de que se mantenga cerrada hasta que llegues a tu
casa. Si al abrirla descubres que la bola se ha desmaterializado (que ya no
está), sabrás que posees el don. Pero la bola no habrá desaparecido, sólo habrá
cambiado de lugar. Habitará dentro de ti para siempre y te será muy útil en tus
sueños, porque con ella vencerás a cualquier monstruo y te ayudará a encontrar
mundos llenos de personas y cosas bellas y alegres. Dormirás feliz”. Los
padres, confiando en que la vieja los timase con una caja vacía, se la
compraban por unas cuantas monedas.
Funcionaba.
El boca a boca hizo cada vez más conocida a la vieja de
enfrente de la juguetería en Rivadavia, entre la avenida Otamendi y
Campichuelo.
A Sandra Febres Queipo se le recuerda como “La bruja de la
bola invisible”. Murió el 7 de enero de 2005. Ni bien pasaron dos meses, la
juguetería —que no voy nombrar para no hacerle publicidad— lanzó un producto
con la imagen ilustrada de su personaje y con el nombre con el que se le
conocía. No lo vendieron como esperaban. En 2008 dejaron de producirlo. Pensaron
que la magia de Sandra también era comercializable, pero pasaron por alto el
truco de su éxito. Era la voz de ella, la convicción en su tono, lo que
agudizaba en los niños el don de creer… de creer que en esa nada que
encontraban en la caja fuese posible todo.
(Rafael R. Valcárcel)
(Rafael R. Valcárcel)
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