Imposibles
jueves, 21 de febrero de 2013
Todas las mañanas se acerca a la playa con su cubo de plástico naranja. Se descalza. Dobla su pantalón repetidas veces hasta dejar las rodillas al descubierto y mira fijamente al mar durante unos segundos. Susurra algo y se dirige hacia la orilla analizando el tempo de las olas. Cuando se retiran, chapotea, llena el cubo de agua y regresa a la arena. Anda unos pasos y la vuelca. Poco a poco, el pequeño charco desaparece ante sus ojos hasta que sólo queda una mancha marrón oscuro. Durante toda la mañana trata de vaciar el mar.
Por la tarde se sienta a la sombra de un viejo roble, cerca del hospital. Con una mano sujeta una pequeña y fina aguja de coser y con la otra agarra una cuerda gruesa. Pasa horas intentando enhebrar esa aguja aunque es evidente que el ojo metálico tendría que ser cien veces mayor para que una cuerda de ese diámetro pasase por su interior.
Al caer la noche se acomoda en uno de los bancos del paseo. Inclina la cabeza hacia atrás, mira al cielo y empieza a contar estrellas en voz alta. En la número doce se detiene pensativo, pero pronto recobra la confianza en sus matemáticas y sigue adelante. A veces, llega hasta ochenta o cien. Pero siempre acaba por descontarse. Cuando esto sucede, se le oye suspirar aliviado, cierra los ojos, parpadea con fuerza e inmediatamente vuelve a comenzar.
Vaciar el mar a cubos de plástico naranja, enhebrar agujas de coser con cuerdas gruesas, contar todas las estrellas del firmamento... Después del accidente de tráfico, su mujer entró en coma profundo. Así estuvo más de 12 años. Los médicos le dijeron que era imposible que pudiera despertar, que sólo cabía esperar un milagro. Desde que decidió desconectar la máquina que la mantenía con vida, todos los días, se asegura de que los milagros no existen. Si existieran -se dice- no podría soportarlo.
(Jaume Pons)
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