Caída libre

domingo, 31 de agosto de 2008



Se apagan las luces. Del bullicio de los espectadores, buscando sus butacas antes de las cuñas publicitarias previas al largometraje, se pasa al silencio más absoluto en la sala. Se enciente una luz intensa y cegadora que apunta a tu asiento. No lo entiendes, se te pasan mil ideas de golpe por la cabeza: ¿se trata de una broma? ¿una encerrona? ¿Una sorpresa? No ves las cámaras. No recuerdas que coincida la fecha de hoy con ningún aniversario…
Extrañamente el cañón de luz te apunta desde el techo y tú desearías que en lugar de luz saliera de él un láser que te fulminase en este mismo instante para desaparecer de esta situación que te parece tan incómoda... Durante esos momentos te sientes ciega y desvalida. Creías que ibas al cine a ver una película de terror y es peor de lo que te imaginabas. El proyector se enciende al fondo y comienza el menor espectáculo del mundo: la película de tu vida. En el último minuto ha enfermado la protagonista y tú, que siempre has observado el espectáculo detrás de las bambalinas, debes salir a escena para reemplazarla. Has pasado de ser espectadora a protagonista y el papel te queda grande, te desborda y te deja ciega, sorda y muda. En la gran pantalla se proyecta tu vida en cinemascope con dolby estéreo surround. Salen, como fantasmas atrapados en tu pasado, detalles que habías condenado al cajón del olvido y sientes un horrible vértigo y un repentino pudor inconfesable. Te sientes desnuda. Los acontecimientos se atropellan y explotan, como palomitas de maíz hasta convertirse en pasado; mientras, ante tus ojos, el reloj de arena que consume tu tiempo y catapulta tu nombre al olvido, no se detiene. Todos los papeles de tu vida se concentran en un único personaje: tú. Eres mujer, hija, esclava, amante, amiga, geisha, prestidigitadora, funambulista en la cuerda floja y domadora de fieras. Te tienes que tirar al vacío sin red y no hay especialistas que ocupen tu lugar en las escenas de riesgo. Ahora te ves dentro de un avión de combate de la 2ª Guerra Mundial. No sabes cómo has llegado hasta allí, pero a estas alturas, ni te lo preguntas…Se abre la portezuela del avión y alguien te empuja porque el miedo te ha paralizado. Mientras buscas desesperadamente una anilla de la que tirar, te oyes a ti misma maldiciendo, cosa que nunca habías hecho antes…es tu voz, distorsionada por el pánico… –“¿Cuál era la puta anilla? ¿Joder, dónde está?...”
Y empiezas a valorar de repente todo lo que has tenido, mientras caes a la velocidad a la que se estrella contra la tierra un cuerpo de cincuenta y cuatro kilos, por efecto de la maldita gravedad…Y al caer te acuerdas de la gravedad y de Newton y del colegio, aquel día que no te estudiaste la lección y te sacaron en clase, y del sentimiento de culpabilidad cuando tuviste que confesarlo en casa… Te refugias entonces en Superman. La idea absurda de que Superman te podría salvar en el hipotético caso de lanzarte desde un rascacielos siempre ha vivido contigo, como un dogma de fe rescatado de la infancia. Cierras los ojos, porque has desistido de buscar la anilla y te concentras en la idea de llamar a Superman por telepatía…Todo te parece absurdo, pero tú no pediste llegar hasta aquí, cuando lo único que pretendías era ver una película de terror una tarde de domingo cualquiera…
Por fin aparece el superhéroe –ya empezaba a perder credibilidad-. Y justo cuando Superman está cogiéndote en brazos, para llevarte a su casa de hielo, te despiertas en tu cama, donde respiras profundamente y notas una sensación de alivio enorme. No es superman, sino Amor nº 14 quien te despierta con una taza de café calentito y te dice que estabas gritado en sueños… mientras sólo tú sabes que practicabas caída libre.

(La Dama)

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