-“Nunca subestimes el poder de un duende”.
Esta frase la oí por primera vez de los labios de mi abuela. Ella tenía la teoría de que la mayor parte de las cosas que creemos que ocurren por casualidad se deben a la mano de un travieso duende. Cuando no encontraba las cosas después de buscarlas por los rincones más inverosímiles, o cuando se dejaba parte de la compra en la tienda de ultramarinos del barrio, ella pensaba que era obra de un duendecillo con ganas de jugar. Así, no era infrecuente ver a mi abuela buscar el rodillo de amasar debajo de la cama, o el gato dentro de la perola del guiso…mi abuela conocía bien a los duendes y sabía de sus artimañas para despistarla, a pesar de que esta lucha interna que ella mantenía con esos pequeños hombrecillos la hicieran más de una vez pasar por desquiciada o chocha. Pero mi abuela era una mujer muy lúcida y si ella decía que los había visto, entonces seguro que existían. No hay nadie más creíble para una niña de cinco años que su abuela de setenta. En ocasiones, nos escondíamos ambas debajo de una mesa y tratábamos de no hacer ruido para despistar la guardia de los duendecillos y contemplar así sus danzas y festejos en torno a diminutas fogatas que mi abuela decía que montaban en el patio de nuestra casa.Por supuesto, este ritual sólo lo hacíamos cuando estábamos solas y habían salido todos los demás, porque era un secreto entre mi abuela y yo del que dependía el futuro de toda la humanidad. ¿Qué habría sido si no del mundo en caso de saber de la existencia de duendecillos diminutos que controlan los pequeños detalles de nuestra vida cotidiana? Mi abuela decía que tenían colores diferentes, y que el color verde, con el que siempre se han identificado era pura tradición, ya que erróneamente, la mayor parte de la gente siempre ha creído que los duendes sólo viven camuflados en los frondosos bosques. Pero no es así, y me alegro de que vivieran también en nuestra cocina, porque lo más parecido a un frondoso bosque que teníamos en la diminuta ciudad donde vivíamos era un parque vallado con animales enjaulados a los que íbamos a darle de comer los domingos.
El caso es que los duendes de mi abuela eran de todos los colores y vestían con ropas brillantes, pero invisibles a los ojos humanos. Bueno, sólo los podía ver alguien con la capacidad y la experiencia en duendes que tenía ella. Confieso que una vez me pareció verlos escondidos detrás de las cortinas. Soñaba con cazar alguno y convertirlo en mi mascota. Para ello me solía mover a todas partes con un tarro de cristal, con una tapa agujereada –para que pudiese respirar mi presa-, no en vano tenía ya dilatada experiencia cuidando gusanos de seda y me imaginaba que la diferencia entre cuidar gusanos y duendes no era demasiado grande.
Tenía un plan: primero alimentarlo y después pedirle tres deseos –un duende sin conceder deseos no es un auténtico duende-; esto último no me lo había dicho mi abuela, pero a esas alturas de mi vida, yo ya había escuchado muchos cuentos de hadas y todos coincidían en lo mismo: todo duende que se precie, debe conceder al menos tres deseos. En aquel tiempo, los tres deseos en la vida de una niña de cinco años se resumen en una inigualable escala de valores que buscaba un lugar en el Cielo: conseguir la paz del mundo, la felicidad eterna para todas las personas y la erradicación del hambre y las enfermedades. Es lo que había ganado en mi concurso mental de deseos, con mi capacidad para ser totalmente mártir y altruista: dejando atrás mi necesidad imperiosa de volar, convertirme en la mujer invisible y tener un pony.
Todo eso fue mucho antes de que mi abuela, que siempre tenía “palpitaciones” y una diabetes descompensada, se cayese redonda al suelo un día de octubre en que preparaba la cena en la cocina.
Cuando regresó del hospital ya no era la misma. No me reconocía,había sufrido una regresión y tenía mi edad mental. Sólo en momentos en los que parecía recuperar la lucidez, volvía a nombrar a los duendecillos.
Todos creían que había perdido completamente la cordura. Sólo yo, su nieta de cinco años, sabía de lo que estaba hablando y que había vuelto a recuperar la razón por un instante… para ver a sus duendes.
Esta frase la oí por primera vez de los labios de mi abuela. Ella tenía la teoría de que la mayor parte de las cosas que creemos que ocurren por casualidad se deben a la mano de un travieso duende. Cuando no encontraba las cosas después de buscarlas por los rincones más inverosímiles, o cuando se dejaba parte de la compra en la tienda de ultramarinos del barrio, ella pensaba que era obra de un duendecillo con ganas de jugar. Así, no era infrecuente ver a mi abuela buscar el rodillo de amasar debajo de la cama, o el gato dentro de la perola del guiso…mi abuela conocía bien a los duendes y sabía de sus artimañas para despistarla, a pesar de que esta lucha interna que ella mantenía con esos pequeños hombrecillos la hicieran más de una vez pasar por desquiciada o chocha. Pero mi abuela era una mujer muy lúcida y si ella decía que los había visto, entonces seguro que existían. No hay nadie más creíble para una niña de cinco años que su abuela de setenta. En ocasiones, nos escondíamos ambas debajo de una mesa y tratábamos de no hacer ruido para despistar la guardia de los duendecillos y contemplar así sus danzas y festejos en torno a diminutas fogatas que mi abuela decía que montaban en el patio de nuestra casa.Por supuesto, este ritual sólo lo hacíamos cuando estábamos solas y habían salido todos los demás, porque era un secreto entre mi abuela y yo del que dependía el futuro de toda la humanidad. ¿Qué habría sido si no del mundo en caso de saber de la existencia de duendecillos diminutos que controlan los pequeños detalles de nuestra vida cotidiana? Mi abuela decía que tenían colores diferentes, y que el color verde, con el que siempre se han identificado era pura tradición, ya que erróneamente, la mayor parte de la gente siempre ha creído que los duendes sólo viven camuflados en los frondosos bosques. Pero no es así, y me alegro de que vivieran también en nuestra cocina, porque lo más parecido a un frondoso bosque que teníamos en la diminuta ciudad donde vivíamos era un parque vallado con animales enjaulados a los que íbamos a darle de comer los domingos.
El caso es que los duendes de mi abuela eran de todos los colores y vestían con ropas brillantes, pero invisibles a los ojos humanos. Bueno, sólo los podía ver alguien con la capacidad y la experiencia en duendes que tenía ella. Confieso que una vez me pareció verlos escondidos detrás de las cortinas. Soñaba con cazar alguno y convertirlo en mi mascota. Para ello me solía mover a todas partes con un tarro de cristal, con una tapa agujereada –para que pudiese respirar mi presa-, no en vano tenía ya dilatada experiencia cuidando gusanos de seda y me imaginaba que la diferencia entre cuidar gusanos y duendes no era demasiado grande.
Tenía un plan: primero alimentarlo y después pedirle tres deseos –un duende sin conceder deseos no es un auténtico duende-; esto último no me lo había dicho mi abuela, pero a esas alturas de mi vida, yo ya había escuchado muchos cuentos de hadas y todos coincidían en lo mismo: todo duende que se precie, debe conceder al menos tres deseos. En aquel tiempo, los tres deseos en la vida de una niña de cinco años se resumen en una inigualable escala de valores que buscaba un lugar en el Cielo: conseguir la paz del mundo, la felicidad eterna para todas las personas y la erradicación del hambre y las enfermedades. Es lo que había ganado en mi concurso mental de deseos, con mi capacidad para ser totalmente mártir y altruista: dejando atrás mi necesidad imperiosa de volar, convertirme en la mujer invisible y tener un pony.
Todo eso fue mucho antes de que mi abuela, que siempre tenía “palpitaciones” y una diabetes descompensada, se cayese redonda al suelo un día de octubre en que preparaba la cena en la cocina.
Cuando regresó del hospital ya no era la misma. No me reconocía,había sufrido una regresión y tenía mi edad mental. Sólo en momentos en los que parecía recuperar la lucidez, volvía a nombrar a los duendecillos.
Todos creían que había perdido completamente la cordura. Sólo yo, su nieta de cinco años, sabía de lo que estaba hablando y que había vuelto a recuperar la razón por un instante… para ver a sus duendes.
(La Dama)
2 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
Wow, muy lindo lo que escribiste, las abuelas son mágicas e inigualables.
Mi abuela ha sido uno de los pilares fundamentales dentro de mi vida.
wow!! muy bonito..! tu abuela ya esta en un mejor lugar y con su lucidez al maximo esta con JAH!
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