Rutina, desamor y dudas

domingo, 17 de agosto de 2008



Le miré mientras cruzaba la sala: alto pero rollizo, demasiado redondeado por en medio, sobrado de nalgas y barriga, con la coronilla algo pelona asomando entre un lecho de cabellos castaños y finos. No era feo: era blando. Cuando lo conocí, diez años atrás, estaba más delgado, y yo aproveché la apariencia de enjundia que le daban los huesos para creer que su blandura interior era pura sensibilidad. De estas confusiones irreparables están hechas las cuatro quintas partes de las parejas. Con el tiempo le fue engordando el culo y el aburrimiento, y cuando ya apenas si podíamos estar juntos una hora sin desencajarnos la mandíbula de bostezos, se nos ocurrió casarnos para ver si así la cosa mejoraba. Pero a decir verdad no mejoró.

("La hija del caníbal", Rosa Montero)

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