Todos los martes
domingo, 24 de enero de 2010
Me cantaba al oído. Cada martes algo diferente: canciones de amores ridículos, pasiones prohibidas, desencuentros. Letras dulces, sonidos suaves de una voz privilegiada.
Era verano y me cantaba al oído.
Yo me dejaba transportar a tierras en las que todo valía, explorando mi cuerpo y el suyo, descubriendo rutinas ajenas a la de esposa y madre que me consumían el resto de los días.
El mar acompañaba nuestras escapadas y bajo el cobijo de las rocas me dejaba convencer de que sólo existían los martes.
Me cantaba al oído y todo era posible, todo era desborde, ternura, sensualidad. Se borraban los límites y me veía traspasarlos leve, feliz.
Pronto dejaron de importar las promesas y mi camino fue una semana esperando el martes, una mentira de miércoles a lunes.
Pero el verano se fue, como se van siempre las cosas bellas y ella también, con sus canciones susurradas y sus labios prohibidos.
Sólo quedo el mar y el arrullo del vacío.
No pude seguirla. Las canciones de amor son siempre trágicas.
Desde entonces me pregunto, cuando llega el verano y dejo caer mi sombra a la orilla del mar ¿cómo se puede seguir viviendo sin un maldito martes que te cante al oído?
(Analía de Laurente)
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