Gafas

domingo, 31 de enero de 2010



De pequeño quería tener gafas. Una ambición absurda para un niño, sobre todo porque llevar gafas no te daba demasiado prestigio. Los niños son bastantes crueles con las taras ajenas. Ignoro el por qué, pero deseaba tener gafas.
La oportunidad se presento a mis ocho años, al hacer una revisión médica en el colegio. Cuando me tocó el turno para cantar las letras de distinto tamaño y ver como andaba de vista, metí algunos errores, es posible que demasiados, porque el médico me hizo repetir bastantes veces. Miopía, astigmatismo, hipermetropía... Cada vez que me cambiaba un cristal en aquellas gafas ortopédicas, decía tres bien y dos mal, o dos bien y una mal, o mal todo. El médico se rascaba la cabeza y me miraba desde arriba mientras yo seguía mirando las letras como esforzándome para identificarlas. Al final me diagnosticó miopía y el ojo izquierdo vago. No entendí que sólo viera que el ojo era vago ¿Y el resto? Mi profesora no se cansaba de repetirme: “No eres tonto, simplemente vago”
Cuando mis padres vieron el resultado de la revisión, decidieron llevarme a una óptica para una segunda opinión. Era raro que no hubiera ningún caso en la familia de miopía y yo les hubiese salido casi ciego.
Repetí la operación de los errores, volviendo a sufrir el óptico para identificar mi dolencia. Al final, creo recordar, que fue astigmatismo. Mis padres no entendían nada, me hicieron cinco pruebas en cinco ópticas distintas, con cinco resultados distintos.
Entonces mi abuela propuso una idea definitiva. Ella trabajaba de costurera para el ejercito del aire en el cuartel de cuatro vientos. Allí tenían a uno de los mejores oftalmólogos militares y comentó a mis padres de llevarme a que me viera. Él determinaría cual era mi problema.
Estaba a punto de conseguir mi objetivo, pero aquella vez me enfrentaba al ejercito. Pensé que la técnica de equivocarme con las letras no iba a ser suficiente y se me ocurrió añadir una especie de tic en el ojo derecho. El día que me llevaron a la revisión estaba bastante nervioso, todo aquel ambiente tan marcial daba miedo. “Entren en la consulta, enseguida estará el capitán con ustedes”, dijo el soldado que estaba en la puerta tras una mesa. Me tranquilizó reconocer el panel de grafismos frente al sillón con gafas ortopédicas, me intranquilicé al entrar el oftalmólogo todo de caqui y gorra con estrellas. Me sentaron mientras el capitán se cambiaba la chaqueta militar por una bata blanca , pidió a mi abuela que esperara fuera y se acercó para examinarme. Entonces es cuando le sorprendí con mi tic ensayado......el oculista militar se quedó mirándome extrañado, volvió a acercarse para intentar verme los ojos y repetí el tic, se incorporó, se cruzó de brazos ante mi y esperó. Levanté la vista y nos quedamos un rato mirándonos, volví a repetir el tic. Bruscamente salió de la habitación y pensé que las gafas eran mías........¿?
Nadie entendió por qué quería las gafas, yo tampoco recuerdo con claridad el motivo. Pero puede que pensara que me quedaban bien. Siempre he sido un presumido ,aunque sin gusto.

(Marcos Hernando Jiménez)

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