El baile
jueves, 14 de enero de 2010
A Dar y a mí nos encantaba bailar. Es probable que haya sido lo primero que hicimos juntos, mucho antes de compartir nuestras vidas. Crecimos en una pequeña comunidad en las montañas de Oregon, donde se realizaban bailes casi todos los sábados por la noche, a veces en el Grange Hall, a veces en la casa de Nelson Nye. Nelson y su familia amaban tanto la música y el baile, que habían agregado una habitación especial a su casa lo bastante grande como para dar espacio a cuadrillas y contradanzas. Una vez al mes, o más, invitaban al baile a toda la comunidad.
Nelson tocaba el violín y Hope, su hija, el piano, mientras el resto de nosotros bailaba.
En aquellos días todos los miembros de una familia iban juntos, inclusive los abuelos, los granjeros y los leñadores, los maestros y el dueño del almacén. Bailábamos al son de canciones como Chinelas doradas y Ala roja, que mezclábamos con otras más modernas como Velas rojas en el crepúsculo y Es pecado mentir.
Los más pequeños siempre tenían un lugar donde dormir entre los abrigos, bien a mano, cuando se cansaban. Era un asunto familiar, uno de los pocos entretenimientos de un pequeño pueblo montañés que salía lentamente de la Gran Depresión.
Dar tenía diecisiete años, y yo, trece, cuando bailamos por primera vez. Era uno de los mejores bailarines de la pista, y yo no me quedaba atrás.
Siempre bailábamos moviéndonos mucho. Nada de temas lentos para nosotros, nada que fuese ni ligeramente romántico. Nuestros padres permanecían de pie junto a la pared y nos miraban. No eran amigos. No se dirigían la palabra, ni siquiera para una charla sin importancia. Ellos también eran buenos bailarines, y estaban orgullosos de sus chicos. Cada tanto, el padre de Dar sonreía un poco, movía la cabeza y decía, a nadie en particular, pero con la intención de que lo oyera papá:
- Caramba, qué bien baila mi hijo.
Papá se mantenía imperturbable; actuaba como si no lo hubiera oído. Pero poco después decía, a nadie en particular:
- Caramba, que bien baila mi hija.
Y como pertenecían a la vieja escuela, nunca nos decían que éramos tan buenos, ni que habíamos provocado esa pequeña rivalidad jactanciosa que se manifestaba junto a la pared.
Nuestro bailar juntos sufrió una pausa de cinco años mientras Dar se encontraba en el Pacífico Sur, durante la Segunda Guerra Mundial. En esos años, yo crecí. Cuando volvimos a vernos, Dar tenía veintidós años y yo casi dieciocho. Empezamos a salir... y a bailar de nuevo.
Esta vez era para nosotros ? encontrar nuestros movimientos, nuestros giros, nuestros ritmos -, adaptándonos, anticipándonos, disfrutando. Juntos, éramos tan buenos como recordábamos y esta vez agregamos temas lentos a nuestro repertorio.
Para nosotros, la metáfora encaja bien. La vida es un baile, una sucesión de ritmos, vueltas, tropiezos, pasos equivocados, en ciertos momentos lento y preciso, en otros, rápido y lleno de alegría. Nosotros hicimos todos los pasos.
Dos noches antes que Dar muriese, la familia estaba con nosotros como lo habían hecho durante varios días: Dos hijos con sus esposas y cuatro de nuestros ocho nietos. Todos cenamos juntos, y Dar se sentó con nosotros. No podía comer desde hacía algunas semanas, pero disfrutó de todo... Contó chistes, les hizo bromas a los chicos con respecto a sus partidas de naipes; jugó con Jacob, que tenía dos años.
Más tarde, mientras las chicas ordenaban la cocina, puse una cinta de Nat King Cole: Inolvidable.
Dar me tomó en sus brazos, a pesar de lo débil que estaba y bailamos.
Nos aferramos el uno al otro y bailamos y sonreímos. Nada de lágrimas para nosotros. Estábamos haciendo lo que nos había encantado durante más de cincuenta años y, si el destino lo hubiera dispuesto así, lo habríamos seguido haciendo durante cincuenta más. Fue nuestro último baile... eternamente inolvidable. No me lo habría perdido por nada del mundo.
(Thelda Bevens)
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3 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
saudade minha amiga do outro lado do atlantico..
besitos
me ha enternecido mucho...besos
Muy conmovedor.
Un saludo.
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