Hoy he abierto una caja, de esas que, arrumbadas largo tiempo, guardan recuerdos y secretos debajo de una ligera cortina de polvo. Vivencias almacenadas en pocos centímetros, en las catacumbas de lo invisible, ajenas a los minutos del presente, quizás porque algún día dejaron de serme útiles y preferí darles un descanso justo. Libros a través de los que viajé, utensilios que me valdrían para arreglar un monopatín, postales de lugares que visité, alguna fotografía mal enfocada, quebradiza, con una cicatriz sobre la imagen de alguien con quien sonreí, incluso cartas escritas por un corazón ilusionado cuya destinataria nunca recibió. Vacié y vacié, desenrollando las toneladas de sentimientos unidos a cada uno de ellos como una madeja de hilo que nunca termina de girar. Al fondo de la caja, descubrí un último objeto. Luminoso, revelador, ese sin el que posiblemente yo no hubiera sido el mismo. A buen seguro. De pequeño tamaño, color negro, con una diminuta rueda en su lateral que hacía mucho que no rulaba, y con múltiples agujeritos como si un ciempiés hubiera bailado la danza del vientre sobre él durante años.
Lo saqué y me devolvió de golpe a la infancia; en una milésima de segundo, y sin permiso, pues así actúa la memoria del corazón cuando tropieza con algo inolvidable. Me transportó a aquellos domingos otoñales, con una vida todavía por escribir, alfombras de hojas desparramadas libremente por el suelo y el aire filtrándose, frío ya, entre ese objeto y mi oído; apoyó mi cabeza sobre la almohada bajo la que una voz cálida me susurraba confidencias de personas que no conocía pero que cada noche me resultaban más familiares; y a los cines, también me devolvió a los cines en los que me parapetaba de un plomo de cinta escuchando en su oscura clandestinidad los goles de la jornada. Su sonido enlatado me sugería mundos nuevos, me permitía viajar lejos, pendido de un simple pensamiento, sin tomar el avión o sin subir a un tren. Fabulaba historias, imaginaba los rostros que me hablaban en la madrugada, novelaba territorios inexistentes en una quietud de soledad maravillosa. Porque la radio, esos agujerillos por los que se filtraba el latido, el bombeo del mundo y de sus gentes, conoció gran parte de mis secretos. Y los conserva, sin derramarlos. Porque disfrutada a solas, la radio, en su complicidad y charlatanería, extiende un manto de posibilidades imaginativas que la imagen roba.
El día en que mi voz, mi propia voz, delgada como un hilo de pescar, también emergió de su interior, llegando a oídos anónimos, desconocidos, sin rostro, padecí de un temblor de piernas que me duró semanas. No fue un bautizo fácil, lo confieso. Sólo dieciséis años, más acné que arrestos, cuando recité cual actor en obra de teatro al entonces Presidente del Hércules, Emilio Orgilés, el interrogatorio de preguntas que mi querido padre me escribió un día antes en una libreta grande, con tapas azules, y que aún protejo como si de la edición más antigua de El Quijote se tratara. Era el sonido de un robot teledirigido, mi voz. Pero llegó la música, a los meses… y me solté. Abrí los brazos y atrapé todo lo que en ellos cupo. Radio Novelda.
Hoy que me atreví a devolverle la luz y el alma a esa caja arrumbada en el fondo de un armario, quiso el destino que aún estuvieras ahí, arrinconada, garante de mi pasado, con tus pilas ya ganadas por el óxido…, pero al acercar de nuevo mi oído a tu cuerpecillo, al percibir cierto aroma de mi pasado en ti, detuve el tiempo, lo retrocedí y… aún, aún escuché, o creí estar escuchando, el desgañitado grito de un locutor entre el fervor de un gentío exultante: “¡Gol, gol, goooooooooooool!”.
(Claudio Rizo)
2 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
Un emotivo paseo por fragmentos del pasado... La Radio, qué maravillosa clase de vida!
No conocía este blog, Claudio. Me ha encantado esta "caja" de sorpresas. Un abrazo.
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