Cuando más desprevenido estaba, sobrevino. De repente, sin dar explicaciones. Me encontré acompañado a todas horas. Comenzó el tiempo de amar, en el que no envejeces porque sólo te ves en los ojos que te aman, y ellos te ven glorificado. No tardó mucho en llegar el tiempo de envejecer; cuando llegó fue un soplo el anterior. Pero entonces nadie me conocía por la calle. Nadie sabía quién era aquel muchacho, nunca solo, que sonreía sin motivo a la lluvia, a la luz de las mañanas, y muy particularmente a la caída de la tarde cuando se acercaba la hora de su cita diaria. Oíamos hablar de Los verdes campos del Edén -mi primera comedia, que obró de Celestina y que se representaba a la sazón- en la cola de un cine, o en las oficinas del documento nacional de identidad, que nos caducaba a los dos en fechas parecidas. Sin embargo, nadie sabía que el autor era yo. Ni que yo era feliz.Por entonces Madrid no era ni una ratonera, ni una verbena. No se había transformado en campo de batalla, ni tenía ataques de histeria. Su alegría era un poquito cateta, familiar y doméstica. No llevaban la cultura a domicilio como un electrodoméstico, ni era aún una charanga de plazoleta, ni un burdo pasacalles. Había que ir a buscarla donde estaba, yeso hacíamos: en una librería de la calle Arenal, donde se desperezaba la amistad a la hora del cierre; en iglesias con cuadros no muy sonados: los Cossío de Santa Teresa, el Gaya de San Antón, el Greca de San Ginés; en los barrios, que todavía remedaban a Arniches... Nosotros paseábamos incansablemente por lugares remotos, sin darnos cuenta hasta el final de que estábamos agotados. Las noches eran nuestras, y muy pocas nos sentábamos a cenar: lo hacíamos con tapas en tres, en cuatro, en seis tabernas. Pavías, caracoles, gambas con gabardina, asadura, criadillas, sangre frita, morcilla, calamares. Yo creo que de ahí viene mi escasa afición a los restaurantes formales y mi entusiasmo por las tascas. Y de ahí creo que viene también el desastroso estado de mi casquería: el desorden se paga. No me refiero al desorden de las comidas, sino al que supone amarse tanto junto a los mostradores de cinc, entre cañas y tintos (Méntrida, Mora, San Martín, Jumilla, Valdepeñas: muchas gracias), ante la faz de un mundo en que el amor solía esconderse avergonzado.Una noche andábamos por Lista, por Alcántara, por Don Ramón de la Cruz, hacia la plaza de Manuel Becerra. Yo, por primera vez, hablé de Dios. Con disfrazada precaución. Deseaba saber qué pensaba de Dios mi acompañante. Habíamos entrado en algún sitio -parada y fonda- de la calle de las Naciones. Señalando con un gran gesto los vasos de cerveza, el pulpo a la gallega, la ensaladilla rusa, y a mí también, dijo: «Dios es todo esto.» Dijo «Dios es todo esto», y sonrieron sus labios rosados y carnosos. Nunca volví a tocar un tema tan evidente y tan sencillo.Fue aquella misma noche, y no lejos de allí. Debía de ser febrero, y hacía un frío lento y silencioso. Recuerdo el vaho que salía de su boca y el calor que salía de sus ojos. Se había cogido de mi brazo y, de pronto, se detuvo ante una casa especializada en mejillones. Con un cierto temblor en la voz, cuya causa me costó averiguar dos años, me preguntó: «¿Quieres que entremos?» Yo -y ahí estuvo la verdadera equivocación que originó las sucesivas- respondí, supongo que también con un cierto temblor: «Si te gustan los mejillones tanto como a mÍ...» «Más que a ti», dijo, y empujó decididamente la puerta de cristal. Si la eternidad existe, me acordaré durante toda ella de las tres docenas y pico de mejillones que devoramos con la misma fruición que si nos estuviésemos haciendo el amor. Cuánta pasión, cuánta voracidad, qué gozo multiplicado el de vemos engullir el uno al otro... Cómo iba yo a confesarle que jamás en mi vida había podido ni ver ese acéfalo molusco incomestible, ese animalucho hermético y extraño, siempre entreabierto, o demasiado pálido o demasiado rojo, asido a un siniestro caparazón, y con un asqueroso moño de algas incrustado como estopa en sus laberínticas vísceras. Me sentía subir la arcada mientras comía más, más, más deprisa para acabar cuanto antes. Pero comía sonriendo, y sólo la sonrisa de mi amor, que comía a igual velocidad, logró evitar que vomitara.Ese fue el principio de un par de años dedicados casi con exclusividad al mejillón. Los dos nos sorprendíamos mutuamente con nuevas direcciones, muy lejanas a veces, donde ofrecían singularidades. Yo me satisfacía con la satisfacción que veía irradiar de mi pareja. Ya casi había olvidado mi odio congénito. Comíamos los despreciables bichos aderezados de todas las maneras, dentro y fuera del minúsculo apartamento que con ellos compartíamos. Durante veinticinco meses nos alimentamos poco más que de melón con jamón y mejillones: al vapor, con limón, con vinagreta, con gambas, rebozados ... Yo temía que, en cualquier momento, le diera a mi amor por servírnoslos crudos. Porque inventábamos recetas misteriosas que los empeoraban de forma irremediable, y yo iba al baño, simulando una prisa, para poder seguir con mi comedia.Un domingo almorzábamos paella invitados por unos amigos que aún lo son míos. Yo, distraído y contento ante un plato normal, me ocupaba en apartar tres mejillones que me correspondieron al servirme. Como cogido en falta, miré a mi amor frente a mí. Y vi que, de un modo distraído y contento, apartaba también sus mejillones. Levantó, como cogido en falta, sus ojos. Se cruzaron nuestras miradas. Y comprendimos los dos, en un relámpago, nuestra sacrificada y prolongada historia, nuestra oculta tortura. Los dos odiábamos los mejillones con fuerza semejante, los dos nos habíamos inmolado por error con la certeza de que el otro se pirraba por ellos... Imposible que paráramos de reír aquel mediodía de marzo en que nos liberamos.No volvimos a comerlos jamás pero, cada vez que los veíamos, flotaba entre los dos una dulce y cálida corriente que nadie comprendía. Los amigos creyeron mucho tiempo que, para nosotros, el mejillón gozaba de no sé qué prestigio afrodisíaco. Y quizá fuese así.Desde que aquel amor se terminó -pero, sobre todo, desde que murió quien fue durante unos deslumbradores años la mejor mitad de mí-, suelo comer de cuando en cuando mejillones. «Dios es todo esto», pienso sin poder evitarlo... Cada estación tiene sus frutos; los de ahora son amargos. No obstante, sólo la vida -mejillones incluidos- puede justificar el interminable absurdo de la muerte. Pero el amor es, en ocasiones, incompatible con la vida. Nunca sabré por qué.
("La Soledad sonora", Antonio Gala)
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