Alice in Wonderland
miércoles, 9 de julio de 2008
Voy montada en la versión moderna de uno de esos tranvías de antaño del Madrid de nuestros abuelos. Enfrente de mí está sentada Alicia la del País de las Maravillas, que hoy ha hecho un viaje a través de su espejo para escaparse junto a quien ella cree que es el Sombrerero de su cuento de hadas, pero no es más que uno de los soldados de la Reina de corazones.
Alicia mira extrañada y divertida el mundo que la rodea. Ella ha estado encerrada demasiado tiempo en su mundo imaginario, lleno de conejos blancos con prisa y gatos de sonrisa extraña que tienen la facultad de hacerse invisibles cuando se aburren.
El vestido de Alicia es de color rosa fucsia y está salpicado de muñecos de trapo en relieve. Alicia hace años que es mayor de edad, pero se niega a envejecer. Su negativa no va acompañada de su físico; mientras que ella ha decidido dejar de cumplir años, el tiempo no se ha detenido y la trata como una señora de su edad. Así es que nuestra Alicia -muy a su pesar- se asemeja a una colegiala entradita en años -más bien cuarentona- que se pasea por un mundo ajeno al suyo con ropa del casting de Grease.
Alicia le coge la mano a su donjuán-soldadito de corazones y le susurra al oído que lo que ve a su alrededor le parece muy divertido y grotesco. Mira por la ventana y le llama la atención un samurai que hace equilibrios sobre una bicicleta que parece estar encantada, porque más que pedalear, el samurai levita a ras del suelo, dejando a su paso una estela plateada, como sacada de un sueño…Sus ojos lo persiguen hasta que desaparece del alcance de la vista. Desde ese mismo instante Alicia ha descubierto su pasión por los samuráis y por el mundo oriental del que acaba de conocer su existencia.
Al lado de Alicia viaja una familia de titiriteros. Son dos niñas, dos mujeres y un hombre. Usan un lenguaje propio que sorprende a Alicia y es motivo de una nueva burla para ella. Los mira curiosa, con su mirada inquisitiva de niña-cuarentona que no sabe disimular cuando los titiriteros se sienten intimidados por ella y su intromisión en el espacio virtual y privado que han creado en el tranvía. Una de las niñas está sentada sobre una de las mujeres, probablemente sea su madre, y describe un detalle rutinario en sus vidas que atrae también la atención de Alicia. Se pregunta cómo es posible que este mundo sea tan variopinto y en él convivan sin grandes contratiempos, personajes tan diferentes como la familia de titiriteros y un legendario samurai…
El tranvía llega a su destino. De él se bajan los pensamientos de Alicia, el soldadito de corazones y ella misma. Y justo al bajarse sus ojos se vuelven a quedar pegados a las burbujas de jabón que salen de un artilugio que ella cree mágico. Las burbujas de jabón han hipnotizado de nuevo a Alicia y han ocupado en su memoria de pez el hueco que tenían antes la familia de titiriteros y el samurai que levita sobre una bici voladora…
La Dama
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