El nido

jueves, 28 de julio de 2011



Dicen por ahí que cuando uno, o varios hijos, se marchan de casa, se puede cebar en los padres, aunque con mayor virulencia en las madres, un síndrome. No se trata de una de esas gripes que se inventan las casas farmacéuticas para ser  apoyadas por la Organización Mundial de la Salud y alentadas por los medios de comunicación. No.  Ni siquiera tiene que ver con el sexo que, por lo general, es una experiencia saludable. No. Ni con las drogas, ni con ninguna costumbre perniciosa y secreta. No, no y no.
Se trata de un síndrome que, en algunos casos,  es el regalo de despedida de los hijos que se marchan de casa. Ellos se despiden conun  -mamá no llores- y  con ese inequívoco  aire salvaje de los polluelos que acaban de aprender a volar aunque con poco estilo. -No, si no lloro, es que me da alergia el aire acondicionado.  Es indudable que los mira una con aprensión,  no se vayan a romper los dientes, la crisma - o el pico- contra el suelo.
Me viene a la cabeza un pájaro porque la enfermedad en cuestión la han llamado: “El síndrome del nido vacío”. Ya sólo el nombre produce una cierta  desolación. Imagino un árbol en pleno invierno, desplumado como la madre-gorrión que lo habita, en la soledad atroz del frío y de la falta de alimentos. Desde la atalaya de su nido espera una primavera que quizá no llegue nunca, debido al cambio climático. O sea, al paso inexorable del tiempo. Menudo panorama.
Tengo cuarenta y dos años y un hijo que acaba de cumplir diecinueve. El trozo de vida que hemos compartido, ahora me parece extraordinario. Nunca imaginé que sería tan hermoso y tan difícil a la vez. Y si pienso en ello, cosa que últimamente hago a menudo, me entran ganas de aplaudir y de llorar.
Dicen por ahí que, para combatir dicho síndrome, hay que llenarse la vida de actividades y aprovechar el tiempo libre para no dar pábulo a la sensación de vacío. Pienso en cuáles han sido las cosas que he dejado de hacer en estos dos lustros por él: me habría gustado viajar durante meses por Asia en plan hippy, tener un montón de novios interesantísimos, no tropezarme en el salón con su mochila y sus playeras, no tener que buscar el mando a distancia entre los intersticios del sofá y aprender a tocar el acordeón.
Y de repente, me doy cuenta, de que no hay nada importante que haya dejado de hacer por su causa. Sino más bien al contrario. La mayoría de las cosas de las que estoy orgullosa, las he hecho gracias a él. Lo de Asia me da una pereza atroz, los novios -más que pereza- pánico y, a estas alturas creo que  es evidente,  que puedo vivir sin tocar el acordeón. Y en cualquier caso, como tiempo libre nunca he tenido, pues no tengo ninguna intención de dejarme atacar por ningún virus psicológico.
Eso sí, siento el corazón de papel de fumar. Pero eso no son los hijos que se van de casa, sino la vida que, a menudo, se convierte, toda ella, en una historia de amor.
(Ayanta Barilli)

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