La Amante del Viejo
domingo, 21 de junio de 2009
Matías Carrano Romero ha sido sacerdote, dibujante de historietas, director de cine, violinista, cantante, representante de Martin Luther King, presidente de México y campeón olímpico, entre otros. En el fondo, lo disfrutó, pero lo que le dio una auténtica satisfacción fue que su hija, Camila, nunca se enterase.
Camila tenía cuatro años cuando, sin razón aparente, comenzó a trabarse al iniciar algunas frases. No fue un caso aislado. Dos compañeras suyas manifestaron los mismos síntomas. La docente encargada de la hora del almuerzo fue la causante, al presionarlas a diario para que comiesen más deprisa. El daño fue involuntario, pero la presión constante socavó la estabilidad emocional de las tres pequeñas, que eran más sensibles de lo normal.
Sobre las dos compañeras no supe el desenlace. He de reconocer que ni siquiera pregunté si consiguieron superar el problema. Supuse que sí. No, no lo supuse. Eso me lo digo ahora para creer que cualquier persona me interesa por igual, al margen de si su historia es interesante o común. La verdad, la que recuerdo, es que al enterarme de cómo se curó Camila, mi atención se centró únicamente en la metodología que empleó su padre.
Los niños —muy crueles cuando quieren— arrastraron la tartamudez de Camila a niveles alarmantes; despertándole tics nerviosos en el rostro, los hombros y dedos de las manos. Mientras más destrozaban su autoestima, las reacciones involuntarias se hacían más diversas y exageradas.
Cambiaron a Camila tres veces de colegio —los niños habitan en todos—, la llevaron a distintos psicólogos y trabajadores sociales. No obstante, el problema continuó empeorando. Acudieron a terapias de familia. Ninguna mejora. Matías, en su abatimiento, llegó a pensar que su propia timidez era la real causante. Suposición que fue descartada por los profesionales y por toda persona con sentido común.
Lo cierto es que Matías no era tímido, lo que desde siempre tuvo fue miedo al ridículo. Eso lo paralizaba. Por poner un ejemplo: una vez a la semana se vestía de punta en blanco para bailar durante horas con su esposa, pero nunca en público, porque le daba vergüenza la mirada inquisitiva de los demás.
Una tarde de domingo, observó a su hija leyendo una historieta de Charlie Brown. Leía tan mal como cualquier niño de su edad —había cumplido siete—, pero no tartamudeaba. Se sentía a gusto con su personaje favorito. A Matías Carrano le brillaron los ojos, y no por la luz de la idea que se había originado en su cerebro. Tenía una posibilidad, por remota que fuese, de devolverle a su hija la confianza en ella misma.
Le pagó a un artista ambulante para que hiciese varios bocetos de Charlie Brown y Snoopy, que luego introdujo en una carpeta. A la mañana siguiente, caminó hacia el parque donde estaría su familia. La pequeña no lo reconoció. Su esposa supo quién era sin necesidad de haberle visto de frente; ella le había ayudado con el disfraz. Matías se tropezó y los bocetos que llevaba se desparramaron sobre el césped. La niña se emocionó al reconocer a los personajes. Le preguntó si era Charles Schultz y la respuesta fue afirmativa. Hablaron. No hubo milagros. Tartamudeó como de costumbre. Al despedirse, él prometió dibujar un número especial para ella, que llevó por título “Amo amo amo amor”. Semana a semana, se encontraron en aquel lugar, regalándole un nuevo capítulo en cada ocasión. En la historieta, Camila era muy apreciada por todos. Aprendieron de ella a amar el poder amar. Únicamente “tartamudeaba” cuando decía “amor”.
Charles Schultz y Camila se hicieron amigos. Ella le contó que los niños decían que los tartamudos eran emisarios del demonio y estaban condenados al fuego eterno. Por consiguiente, Matías, esta vez como sacerdote, visitó a Camila durante muchos viernes a las cinco de la tarde, hasta extinguir la última llama.
Durante esos meses, en una ceremonia cívica donde asistían los alumnos de gran cantidad de colegios, la distraída presentadora recibió un sobre en el que debía anunciar la inesperada presencia del presidente de México, que subió al estrado con notoria tranquilidad. Su discurso honró a los héroes de palabra, los que construyeron naciones sin violencia, a través del diálogo y, entre ellos, destacó a un tartamudo ejemplar que su agudeza le hacía encontrar los términos precisos para decir, en oraciones mínimas y contundentes, lo que deseaba transmitir sin trabarse. Camila, desde las gradas, admiró el valor de las palabras.
Desde ese día, antes de hablar, pensó minuciosamente en el contenido y la forma. Eso le dio confianza, porque además de aminorar la tartamudez y las gesticulaciones, sus comentarios fueron más agudos, provocando que sus compañeros le tuviesen respeto.
Al comprender el auténtico valor de las palabras bien empleadas, sintió deseos de conocer a aquellos quienes las utilizaban con generosidad. Una de las personas que llegó a admirar fue Martin Luther King. Lamentablemente, a los pocos días de escribirle una primera carta, James Earl Ray asesinó al líder negro en Memphis, Tennessee. Camila se enteró por la prensa y se entristeció profundamente, durante semanas, hasta que recibió una carta de los Estados Unidos firmada por el representante de King, con quien mantuvo una prolongada correspondencia.
Matías Carrano Romero no cesó su empeño en recobrar la autoestima de su hija; introduciéndose en el traje de director de cine, cantante, una serie de personalidades más y campeón olímpico, hasta que alcanzó su meta.
Ya en estos días, un fin de semana al mes, la joven Camila baila con su padre hasta el amanecer, sin importarle que los muchachos de la discoteca piensen que es la querida de un viejo. Sin importarle a él que el ritmo sólo lo lleva por dentro.
(Rafael R. Valcárcel)
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