Ala Rota
viernes, 3 de abril de 2009
“Cuando acabe la guerra te daré un abrazo, si aún existe el amor y si aún tengo brazos…”
Lo había leído en algún sitio. Tal vez en un libro, pero no recordaba el nombre, sólo aquella frase cargada de nostalgia y despedida, con una puerta abierta al futuro o a la nada, porque después de la guerra lo único que queda es una inmensa “nada”.
Le habían gustado tanto aquellas palabras que se las había escrito a la chica de sus sueños en una carta anónima que dejó sobre su pupitre una mañana de febrero. Estaba redactada en un papel que él mismo se había encargado de envejecer con agua de café. Para el amor, Joaquín guardaba meticulosamente los detalles. Todos los días soñaba con ella y con acompañarla a casa en bicicleta. Nadie mejor que Verónica se merecía una frase como aquella, probablemente inventada por un soldado desconocido, de esos a los que se homenajea en grupo cuando cae en el frente y al que le otorgan a título póstumo la medalla al mérito que recoge una madre enlutada, pero al que nadie puede ponerle un rostro determinado, ni un nombre concreto, tan sólo un número, el soldado:… 1267…un muchacho posiblemente de la edad de su hermano, con las ilusiones truncadas por haberse cruzado con una guerra que le vendría demasiado grande.
Él nunca iría a la guerra, pues tenía un defecto fisico que, en caso de reclutamiento forzoso, le hubiese librado de ir al frente. Llegó a este mundo con un sello de identidad propio e inconfundible que levantaba curiosidad y burlas entre los niños del pueblo y lástima entre los adultos. La ignorancia colectiva además asociaba el tener un brazo más corto que el otro con una tara mental y aquel distintivo maldito había colgado de su cuello como su brazo inane del resto del cuerpo.
Su abuelo, un hombre con la sabiduría que no se adquiere en el colegio, sino en la escuela de la vida, le había contado de pequeño que todos los pájaros, incluso los que tienen las alas cortas o rotas, pueden volar si se lo proponen. Por eso él vivía con la esperanza de que algún día, el brazo izquierdo se empezara a mover en la dirección ordenada por su mente, porque hasta ahora, como le había dicho su abuelo, sólo estaba “dormido”. Tal vez, por aquel defecto que le había valido el sobrenombre de “Ala rota”, Joaquín, se sentía más identificado con la frase que finalizaba la carta que dejó aquella mañana sobre el pupitre de Verónica.
Aquella fue la primera de las ocho cartas echadas puntualmente al buzón en cada San Valentín hasta que el noveno catorce de febrero que su corazón latía al ritmo de la respiración de Verónica, Joaquín decidió dejar de jugar al romántico enmascarado y entregarle en mano su corazón y el sobre de papel envejecido, manchado de café. Entre confusa y desilusionada, Verónica devolvió sin abrir aquella última carta de amor mientras sus ojos no dejaban de clavarse en el brazo deforme del chico; por eso, aquella tara que hasta ahora nunca le había molestado, comenzó de repente a pesar de forma insoportable. Y entonces comprendió que a veces no hay que ir a la guerra para librar grandes batallas y que el corazón puede ser más frágil que un ala herida y que nunca está preparado para las derrotas del amor.
Por eso, cuando la tarde del viernes catorce de febrero en que se fue al acantilado a probar sus alas, cerró los ojos y se lanzó al vacío, notando cómo su cuerpo se hacía ligero como una pluma, se dijo a sí mismo que había esperado demasiados años a que su ala rota resucitara y cobrase la vida que nunca le llegó. Entonces, puso los brazos en cruz, y a modo de alas los extendió en dirección al sol. Y antes de saltar al vacío repitió aquella primera frase que inspiró todas las cartas a Verónica:
“Cuando acabe la guerra te daré un abrazo, si aún existe el amor y si aún tengo brazos…”
Y entonces notó que la predicción de su abuelo se hacía realidad. Por fin comprendió que podía volar. Y así se despidió de ella y de este mundo para siempre, volando como el pájaro de alas firmes que siempre fue en sus sueños.
(La Dama)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:
Pero la guerra quizá nunca finalizase y su amor de seguro no tenía riesgo de muerte.
Amor que seguro es inmortal pues el movimientos de este mundo tan injusto gracias a este mantiene un ritmo humano en su mejor sentido.
Muchos envidiamos el sentido estricto de alcanzar una liberación de tal enjundia. Algo que nos desate de tantas penas, miedos, ansias imposibles y demuestre que nuestra alma es capaz de sustentar su propio hálito per sé.
Un beso, con alas que vuele y sea el mas rápido. Blas
Gracias Dama.Me has hecho renacer con tus palabras hoy.
A veces la cruda realidad es la que te devuelve todo el dolor del oscuro destino de tu propia existencia. Estamos aquí de prestados. Sin casualidades. Sin ensoñaciones. Sin nostalgias. Aunque a veces creamos que estamos viviendo un sueño. Un hermoso sueño llamado Vida.
Un beso.
Un beso.
Todo el amor cabe en un instante y puede ser tan eterno o tan efímero como la dureza o la fragilidad del corazón que lo alberga.
Ese instante es real e inmortal aunque el amor desaparezca cuando la llama se deje de alimentar y termine por extinguirse.
El amor puede romper el corazón, pero nunca las alas y la capacidad de volar. El amor que ata las alas hace daño y es todo, menos amor del auténtico.
Un beso Blas, dulce como el chocolate, a cambio de tu beso volador.
Publicar un comentario