Al fin y al cabo, era un hombre de negocios. En los negocios el placer de la carne no está reñido con la inversión, pero el corazón…eso es otra cosa. Mucho mayor que ella, creyó encontrar una mujer simple, previsible, discreta, que no diese demasiados problemas, ni crease grandes contratiempos y que fuese solícita y manejable, como otras tantas mujeres del Malecón de La Habana con las que se había cruzado antes. La estrategia era seguir el juego y apostar fuerte, sin caer en la tentación de los sentimientos. Nada de caricias, que pudieran traducir debilidad de carácter y por tanto, crearle la obligación de hacer concesiones inesperadas.
Para él estaban prohibidos los besos en la boca. Ella había copiado esta actitud, que le parecía extremadamente femenina, del personaje de Julia Roberts en Pretty Woman. Vio la película en Canal Digital uno de tantos días que él la dejaba sola al frente de aquella enorme pantalla de plasma y de la casa tan suntuosa que compartían con tres perros y dos personas del servicio.
Pero en los asuntos cardíacos dos más dos no resultan siempre igual a cuatro. Y amor se llama el juego en el que acaban casi todas las convivencias, donde las reglas no están claras desde el principio. Y aunque lo estuvieran, que… una cosa lleva a la otra… y al final en el hueco del corazón no cabe el cerebro.
El caso es que un día a él se le olvidó ponerse el candado de hielo y levantó la veda de las caricias y ella se dejó llevar y abandonó sus labios al deseo. Dejó de sentirse Julia Robers para empezar a ser ella misma. Y en un lecho de sábanas encarnadas olvidaron las reglas del juego. Y la amnesia compartida desembocó en una traducción simultánea de arrumacos y promesas.
Ella sintió que su suerte había cambiado y él que había hecho el negocio de su vida…
La Dama

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