Riqueza Efímera

domingo, 21 de febrero de 2010



Tu aspecto desangelado me produce una ligera desazón. No lo puedo negar. Ni evitar.
Recuerdo ayer cuando te mostrabas ufana, ligera de equipaje, despreocupada por lo que las sendas del camino pudieran depararte en el primer recodo. Salía a tu encuentro y te encontraba con el rostro fresco, como recién traída el mundo…, feliz por lo que tenías e ilusionada por ese futuro que te abría campos de posibilidades anchas. En ti se daba una cualidad: la seguridad. Suficiente para hablar un lenguaje de tú a tú sin imaginarte dar un quiebro a tus promesas.

Entonces se invertía en lujos sin mirar de soslayo a los vientos que traería el mañana, sin jugar con el factor riesgo que oculta una nube opaca, sin prever ese mínimo desnivel desequilibrante que a veces llega... Se creaban futuros en la certidumbre de hallarse en un pavimento estable, como quien juega a la ruleta rusa sabiendo de antemano en qué orificio se encuentra la bala. Con ventaja. Pero las ventajas no permanecen “sine die”; es más, acaban revolviéndose contra uno con la cólera del despechado. Pues hay un eco longevo en la vida que nos alerta de los peligros, y de las traiciones, que conllevan una confianza ciega que no camina cercana a la inapreciable compañía de la duda. Al menos.

Hoy veo aquellas que fueron tus moles, verdaderos gigantes industriales que atraían y dispensaban capitales a espuertas, balancearse como el badajo en la campana, a derecha y a izquierda, pero sin fijar su destino en puerto claro; y hago empeños por no pensar que se trata de una película de ciencia ficción con sus incalculables efectos especiales, que crees que sólo ocurre ahí, en la pantalla: los solares dibujan un escenario que derrama lágrimas por todas sus costuras, mientras el sol se encarga de denunciarlo cada día con sus dolorosos rayos alumbrando “eso que algo fue”. Los carteles en las viviendas anuncian que el fantasma del embargo cayó con dureza sobre una familia que Dios sabe qué ventura (desventura) acudirá a sus insomnios cada vigilia. Y los créditos bancarios se comportan como esa chica que empeñó su amor “hasta la eternidad”, pero que un día volvió a casa para hacer su muda en media hora, sin apenas acordase de tu nombre, para decirte ‘adiós’.
Es una fotografía sin consuelo de quien en otros tiempos ocupó el centro de las pasarelas económicas... Quien hoy languidece, descreída de su realidad. Contrariada. Enfrentada a un espejo que le devuelve una imagen irreconocible.

Pero hay, en cambio, una sonrisa baja (o tímida) que se insinúa en tu rostro. La veo. Un gesto que me recuerda con levedad la gracilidad de tus movimientos y la lozanía de tu cuerpo, en ese no tan lejano ayer. Que me transmite serenidad, paciencia… y un algo de fe; como quien pide una segunda oportunidad. Es la humilde voz que sólo deja el desgañitado dolor de quien ha perdido casi todo, el sonido arrepentido del desvalido que reconoce sus errores…
Y es cuando sigo creyendo que un mejor mañana es posible; porque las montañas, los bosques, la tierra… por mucha negrura que haya dejado sobre su superficie una cortina de fuego, siempre alberga, en su profundidad, el germen de lo que fue.

(Claudio Rizo)

Ideario

lunes, 15 de febrero de 2010



Me da vértigo el punto muerto
y la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.

Me angustia el cruce de miradas
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.

Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.

Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.

Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.

Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.

Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.

Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.

Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.

Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras que el mundo gira.

(Francisco M. Ortega Palomares)

Margaritas bajo la lluvia

miércoles, 10 de febrero de 2010



"Aunque mi objetivo sea comprender el amor, y aunque sufra por culpa de las personas a las que entregue mi corazón, veo que aquellas que tocaron mi alma no consiguieron despertar mi cuerpo, y aquellos que tocaron mi cuerpo no consiguieron llegar a a mi alma"

(Paulo Coelho)

Hoy alguien me ha regalado estas palabras en el mismo orden.
En el momento propicio, la misma frase puede ser una rosa o un puñal afilado para los sentidos.
Yo, a cambio, le he regalado una margarita y una sonrisa.
Hacía meses que no tenía a mano ni una margarita, ni una sonrisa que llevarme a los labios.
Hoy era el día propicio para enterrar las dagas y lucir margaritas bajo la lluvia.

(La Dama)

Un ciego

martes, 9 de febrero de 2010



No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
No sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.

Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro.

Repito que he perdido solamente
la vana superficie de las cosas.
El consuelo es de Milton y es valiente,

pero pienso en las letras y en las rosas.
Pienso que si pudiera ver mi cara
sabría quién soy en esta tarde rara.

(Jorge Luis Borges)

El Tonto

sábado, 6 de febrero de 2010



Su andar es cansino, y su espalda, algo curvada, sostiene la gavilla de cebada que encamina a su ara.

Su mirada perdida a escasos metros de sus pies se agosta en el recuerdo, y se llena su cabeza con los gritos, con sus propios gritos mezclados con los de los demás chiquillos, mientras truenan los cohetes que anuncian el comienzo de las fiestas en honor del santo patrono. Entre tanto, a lo lejos, y seguramente en la plaza, como en su recuerdo, se oyen los estallidos asordinados por la distancia de los cohetes que hoy anuncian el comienzo de las fiestas.

No vuelve la espalda.

Ni el chirriar de las cigarras, ni el zumbido constante de los tábanos y moscardas lo detraen de su pensamiento.

Cada arruga de su curtida cara habla de una alegría, y de una zozobra, o de una pena, o de un arrebatado deseo, o de una plegaria, un rezo para conseguir algo que es a veces conseguido y a veces, casi siempre, denegado.

El camino está plagado de lastras que tiene que soslayar con su carga.

No es la primera vez que realiza este recorrido, ni será la última si Dios así se lo permite, y sus fuerzas.

Tiene esa edad indefinida que da el campo agreste y hostil, y el sol que lo rodea, esa edad en que se cruzan los recuerdos, y el presente, y los deseos, y el sol.

Se ha parado en la cima del promontorio, donde se bifurca la senda. Es su lugar de descanso.

Desde que murió Torda, siempre descansa en el mismo lugar y se desprende un momento de su carga para liar un cigarrillo mezcla de cuarterón verde y cuarterón rojo.

Y cada vez que realiza este acto tiene un recuerdo de claro amor hacia su mula, que hasta su muerte fue su compañera de trabajo, su confidente.

Un día, y como este, de calor y de sol, y este en su cenit, Torda, cargada con tres gavillas como la que hoy descansa en la lastra que divide los caminos a la espera de que se consuman las hebras mal cortadas de tabaco, al llegar al promontorio, resbaló en la lisa piedra y se partió una pata.

Y de aquella cara curtida, y de aquella rudeza, brotó una lágrima, y con cuanto amor la despojó de su carga, y como se sentó a su lado y poniendo la cabeza de Torda en sus piernas comenzó a acariciarla y a contarle como él mismo ayudó a su madre, una burra que vivía en el barrio del Castillo, a traerla al mundo.

Le contó cuantas fueron las risas con sus primeros intentos de ponerse de pié, y como se le torcían las patas.

Le contó como después de verla nacer no pudo dejar de sonreír cada vez que se acordaba de ella. Y como convenció a su mujer para comprarla, hablándole del dinero que podría ganar al transportar más carga de una vez.

…”Pero, ¿como la vas a pagar si no tenemos una perrilla?”.

Y él siempre le contestaba que se levantaría más temprano para poder trabajar más horas y de alguna manera la pagaría.

“Además, Anica, la de la posada, necesita a alguien que le lave la ropa de cama y los manteles esos que pone en las mesas, y lo podrías hacer tú”

Le habló de su niñez triscando en los abalatados campos, y de como saltaba de una parata a otra persiguiendo un tábano, o aquella libélula en la Bancada de los Juncos.

Siguió hablándole hasta que los recuerdos se encontraron y le contó los suyos propios.

Hasta que se fue Lorenzo y un manto de penumbra y de fresco preparaba el tiempo de Catalina y de mil estrellas que los acompañarán en su dificultosa vuelta a casa.

“Ya no podrás ayudarme hasta que te pongas buena” y le frota la pata torcida mientras a Torda le tiemblan los belfos de dolor.

“Seguro que serán dos o tres días” y le rasca detrás de la oreja, como siempre que quería agradecerle algo.

“Venga Torda, tienes que ser valiente para volver a casa”

“Acuérdate cuando me caí por el risco de José de Amo y me partí una pierna, y si no llega a ser por ti me quedo allí para no contarlo” … y suavemente retira la cabeza de sus piernas, y se levanta, y suavemente tira del ronzal, y ella se mal levanta, y emprenden el camino de vuelta ya sazonado por los olores de la noche y del lugar, o del lugar de noche, o los olores del día mojados por la fresca brisa que baja de dos hermanas y de la Chanata, y allí, en el promontorio, se quedan las gavillas, rubias, y los arreos de Torda.

“ya vendré mañana a recogerlos…” pensó.

Y de como al cabo de los días, Torda, no encuentra sosiego y, triste, canta todo el día su desesperanza.

Y como al final tuvo que traer al médico para que la curara, y el médico le habló de gangrena y de podredumbre y de sufrimiento.

Y como la tuvo que matar de un certero disparo en la cabeza mientras lo miraba sin comprender, o comprendiendo y dándole las gracias mezcladas con un último adiós.

Terminó el cigarrillo y miró hacia el este, allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de las montañas, esas montañas donde comenzó, y desde pequeño, a perder visión con la recogida del esparto que al terminar el día vendería por unas monedas en La Romanilla, en las Casas Nuevas, donde pesaban el esfuerzo de todo el día agachándose y robándole el esparto al monte en lucha con alacranes y tarántulas y bichas, donde cada semana venía un camión a recoger el sudor de todo un pueblo.

Él siempre le llevaba a su padre, ciego y postrado de la reuma en una silla a la puerta del muladar, un manojo de esparto que majaba con agua y rodillo y que su padre, con sus diestras manos, y sin necesidad de sus ojos muertos, lo transformaba en pleita que su mujer convertiría en espuertas y capazos, y en seras que más tarde vendería a Luís el molinero, y en hondas que repartiría entre la chiquillada que iba a verle.

Ya de vuelta, y desde el recodo de Las Troneras, divisó a lo lejos, nunca se le pareció tan lejos, y tan tarde, luces sobre piedra, el campanario de la iglesia, y sobre él pequeños destellos que iluminan momentáneamente la nada.

“uno… dos… tres…

Contaba mentalmente como le había enseñado, hace muchas noches, don Juan el cura para calcular la distancia de la tormenta en invierno.

Y miró hacia el oeste, y su mirada asciende por la falda del Cerro de la Matanza hasta la boca de la Cueva de los Moros, donde, de niño, y en manada, iluminados por manchos, se dejaban tragar por aquella boca negra y fría repleta de tesoros y de sorpresas, y de risas, y de miedos.

Mira hacia uno y otro lado al final de los caminos que se abren en i griega. No cambia su rictus, pero sus ojos se hunden más y más en su misterio.

Mira la gavilla, que tendida a sus pies espera sin comprender, y sacando la petaca que guarda la mezcla, se sienta junto a la gavilla y lía un cigarrillo, y lo prende, y apoya los brazos en las dobladas rodillas, y queda su mirada fija en la tela de araña que une dos ramas de un cardo y se abisma en su mundo de sombras y suspiros.

…Como se fue apagando poco a poco. Primero dejó de lavar la ropa de Anica que tuvo que buscar de prisa y corriendo a Lola la del panadero para estos menesteres. Después dejó de trabajar en el pequeño huerto, despensa de su sustento. Más tarde se negó a levantarse y a comer, y cuando acudió el médico le habló de tristeza, y de enfermedad, y de depresión, y de sufrimiento, y de muerte, y le manda unas pastillas y un jarabe.

Como se acordó de Torda y como la echó de menos.

Como se sentó en la cama y le puso la cabeza sobre sus piernas y le acarició la cana cabeza y le habló de cuanto dinero iba a ganar.

“No te mueras y me levantaré más temprano y trabajaré más y te compraré la casa de la ladera que tanto te gusta y no tendrás que trabajar .

Y le iba a comprar cortinas con manzanas pintadas y macetas y flores y…

“No me dejes solo. No sabría que hacer…”

Y ella se iba poco a poco, huyendo de su nostalgia y de su realidad.

“Para quien voy a trabajar ahora?”

Y ella terminó su viaje mientras el le acariciaba la cabeza.

…Y como corrió la noticia por el pueblo…

“¡ Se ha muerto la mujer del tonto! ”

Terminó su segundo cigarrillo, lo tiró a su vera, lo apagó con su gastada albarca. Se levantó y miró de nuevo al este. Allá, más allá del pequeño valle, donde la carretera sesga la falda de la montaña, y le pareció ver la figura de un coche que se dirigía al pueblo: “Serán los músicos” piensa, mientras se ve entre muchos, y el los murillos, esperando con la ilusión de sus pocos años la llegada de la pasajera que trae a los músicos que amenizarán las fiestas.

Como comienza a andar hacia el Este, y sin bajar la cabeza, y como al llegar al filo del barranco no se detiene, y como cae rebotando como una vieja pelota entre las agudas rocas tiñendo de rojo la tarde.

La noticia la llevarían al pueblo los pastores de Don Julián:

“El tonto sa matao, sa caío por el Barranco del Caballar”

(José Soria)

Una chica muy fea

viernes, 5 de febrero de 2010



Ligué una vez con una chica muy fea. No sé como ocurrió… Bueno, sí lo sé… recuerdo que vino hasta mí y me dijo: «Llevo un tiempo observándote, creo que me gustas. Soy fea, y algo intelectual, por eso no gusto a los hombres, supongo. Aún así, me atrevo a pedirte que pases la noche conmigo… Podríamos pasear y hablar de libros.»

Salimos de aquella agobiante discoteca de ninfas presumidas y nos dirigimos hacia el paseo marítimo, su brazo aferrado al mío.

Habló con entusiasmo del realismo mágico de García Márquez, del mundo absurdo de Beckett, del monólogo interior de Ulises, del existencialismo ateo de Heidegger. Yo le conté que me gustaban las tostadas con mermelada de fresa, los cómics eróticos y las carreras de caballos. Después de mirar a todos lados y comprobar que nadie nos espiaba, le chivé la receta de la tarta de manzana; e hice un truco de magia con un pañuelo. Sonrió y aplaudió.

Continuó hablando: de la teoría de la relatividad, del psicoanálisis de Freud, de la revolución de las telecomunicaciones, algo también sobre la lucha de sexos.

Para que no molestara el ruido de las olas, paramos el tiempo; y, mirándome a los ojos, me besó. Fue un beso sencillo, con sabor a mar: el beso de una chica muy fea.

Cogidos de la mano nos echamos a andar de nuevo, ahora callados.

En un pequeño hotel alquilamos una habitación con una ventana que daba a la vida. Nos duchamos juntos y, borrachos de caricias, nos fuimos a la cama. Como hacía algo de frío, nos arropamos con el calor del deseo.

Su cuerpo, escurridizo como la verdadera felicidad, se derritió entre mis manos.

El cálido ulular de una sirena lejana llegaba hasta nosotros en un susurro cansino.

¿Le importaría si fumaba? Me dijo que lo hiciese, no había problema.

—¿Es la primera vez que estás con un marinero?

—Es la primera vez que estoy con un hombre— respondió.

Reíamos si alguien contaba algo gracioso, nos echábamos a llorar si era algo triste.

Atenazándome con sus brazos, me oprimió contra su pecho, con vigor: puros músculos de soledad.

—No vuelvas a decir que eres fea: eres la mujer más hermosa del mundo, ¿me oyes?

—¡Calla!— se rió irónicamente, y me dio un beso en la frente.

Nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente me desperté temprano, ella ya se había ido.

Errabundo, paseé por el centro: mi barco no zarpaba hasta bien avanzada la tarde.

Jamás he visto una chica tan fea… fea, fea de verdad. Pero, aunque hace años de aquello y no he vuelto a pisar la ciudad, sigo esperándola: he aprendido algunos trucos de magia que quisiera enseñarle...

(Fran Rodríguez Criado)

Lágrimas de sangre (Fragmento)



Mi marido siempre fue uno de esos hombres enfrentados consigo mismos, personas inmaduras que se han quedado atrás en el tiempo, lamentándose de aquello que no han podido hacer durante su adolescencia, y desean volver a una niñez imposible tratando de revivir recuerdos que les causan más daño que beneficio. Jamás se hacen a la realidad de ser adultos. Prefieren caminar con la cabeza gacha por la calle, con la condena de muchos mal llevados años achacándoles las espaldas, y llegan a sus casas apoltronándose en el sofá o se quedan varados en los bares como ballenas melancólicas, arrepintiéndose de lo que no hicieron, buscando una ayuda que les haga entender la razón del paso del tiempo, por qué éste se ha vengado de ellos, de su cobardía, de su indeterminación en la vida, y los ha dejado sin nada, sin algo por lo que sentirse orgullosos de sí mismos. Algunos de estos hombres pueden ser peligrosos, llegan a los bares y tratan por todos los medios de encontrar jarana con los demás comensales, otros se gastan el dinero en máquinas tragaperras y otros vicios que les hacen olvidar sus obligaciones para con los suyos o maltratan a sus seres queridos al volver a casa. Son niños enrabietados después de haber perdido la batalla de la vida. La mayoría no son así, muchos pasan desapercibidos por el mundo, con más pena que gloria, encerrándose en sus pisos de soltero o divorciado viendo la televisión o leyendo libros para no tener que pensar. Otros simplemente lloriquean, siempre a escondidas, y toman copas hasta la extenuación esperando que el camarero les preste atención aunque sólo sea para echarles a la calle. Todos ellos quisieron alcanzar la madurez muy pronto, perdiéndose la mejor parte de la película. La juventud es sin duda la mejor época del ser humano, pero ha de finalizar para que nos demos cuenta de lo valiosa e irrepetible que es, de lo poco que la hemos exprimido. Lo justo sería guardarse unos diez años de juventud para aprovecharlos al finalizar la vejez, esa sería la mejor de las pensiones: cumplir los setenta años, con toda la experiencia de la vida en nuestras retinas y recuerdos, y volver a ser joven por una década para aprovechar los momentos perdidos, las oportunidades desperdiciadas, los amores resignados, los besos y caricias anheladas, las lecturas y aprendizajes nunca cursados, los viajes olvidados debido a la falta de dinero en la adolescencia, las aficiones abandonadas.
Probablemente no volvería a casarme con mi marido si nos dieran la oportunidad de ser jóvenes nuevamente, no cometería el mismo error dos veces, aunque a menudo me da la sensación de que si los hombres son el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, las mujeres somos las únicas que tropezamos cien veces con el mismo hombre, o por lo menos las mujeres de mi edad, porque hay que reconocer que las jóvenes de hoy en día tienes bien puestos los... atributos. Ése ha sido el gran logro de las mujeres de mi época, el haber inculcado a nuestras hijas que somos iguales a ellos y tenemos sus mismos derechos. Antes no era así. Antes las mujeres esperábamos al hombre ideal de nuestra vida, pero, mientras tanto, nos casábamos con el primero que nos decía cuatro tonterías y tenía un empleo asegurado.(...)

(Óscar Bribián Luna)

Fe en los colores

jueves, 4 de febrero de 2010



Mis padres son ateos, pero si los colores existen, también debe existir Dios”. Al comienzo, no asimilé las dimensiones de la frase. Mientras Sandra iba al baño, cerré los ojos y me esforcé en pensar que así los había tenido desde siempre. Supe que ni siquiera cabía decir que el mundo era negro. Sólo pude tener la certeza de que era monocromático, sin saber muy bien a qué me refería.

Sandra Bertorello Garay, ciega de nacimiento, acaba de publicar “Los sentidos del Yo”, un ensayo escrito en braille y de tirada insignificante, puesto que lo ha editado con sus propios recursos. Personalmente, espero que alguna editorial se interese en traducirlo para el público vidente y lo difunda como es debido, porque el tema, además de interesante, está enfocado desde una perspectiva ajena al común de los humanos y con una vehemencia perturbadora.

La cafetería en la que conversamos sobre sus teorías tenía un aspecto horrendo. Ninguna mesa era igual o parecida a otra, los manteles lucían diseños que no combinaban entre sí y la vajilla y cubertería parecían haber sido recolectadas en incursiones clandestinas a otros locales. En contrapartida, he de admitir que el sabor del café y su aroma eran inigualables. Aunque la vista casi me impidió apreciarlo.

Sandra Bertorello asume su realidad sin quejas. Tampoco agradece haber nacido ciega, pero, como buena optimista que es, sostiene que su discapacidad física ha sido una ventaja crucial para poder encontrarse a sí misma. El título de su obra, “Los sentidos del Yo”, anticipa sutilmente los dos temas que desarrolla este ensayo. Uno plantea las razones de existir como una unidad y, el otro, cuestiona si los procesos sensoriales son inherentes al ser.

Para obtener conclusiones sobre el segundo punto, se aventuró a experimentar otras limitaciones. Durante más de dos años y medio, vivió con la nariz y los oídos taponados. Además, usaba guantes y se sometía a largos periodos de ayuno. “No podía tomar prestados un par de ojos para entender una realidad distinta a la mía y, en consecuencia, conocerme más. Sin embargo, me era factible el dejar de oír y oler para alcanzar el mismo fin… Cuanto más se disipaba la presencia del exterior, mi conciencia aumentaba”.

“No me equivoco al sostener —lo he comprobado— que los sentidos no sólo no son parte de la esencia del Yo, sino que se encargan de alejarnos de él, porque su responsabilidad es la subsistencia y para ello deben estar atentos al entorno y a nuestras necesidades corporales. Pensar en el Yo distrae… Hay quienes proponen que el camino a seguir es el opuesto. Que contemplar la naturaleza es acercarnos a nuestra raíz. Quizá ambos caminos sean válidos, pero, dada mi circunstancia, sólo puedo optar por uno de ellos… Y para contar con un entendimiento amplio sobre algunos conceptos, no me queda más que confiar; como cuando dicen que no se alcanza a divisar la otra orilla. ¿La verdad depende del número de personas que lo afirman?”.
Cuando regresó del baño, no la vi venir. “Un día que mis padres exponían sus argumentos en contra de la existencia de Dios, intervine para poner en duda la de los colores. La anécdota no murió ahí, comencé a dudar sobre su capacidad de ver y me angustié al sospechar que ellos y el resto eran como yo y que el concepto de visión era un astuto juego de poder. Por lógica, mis paranoias cesaron ante algunas demostraciones irrefutables. Mal que bien, duraron lo suficiente para sembrar el deseo incontrolable por saber quién y qué era Yo”.

“Pese a la gran satisfacción que me da conocerme, no puedo evitar querer ver. Más por curiosidad. Me encantaría descubrir, entre otras cosas, los colores. Y reconozco que dudo, y que dudar me produce un poco de miedo. A veces creo que son un invento colectivo para hacer la vida más llevadera. O cabe la feliz posibilidad de que simplemente sea una incapacidad mía”.

(Rafael R. Valcárcel)

Desde mi atalaya



Vivo feliz y tranquilo en el centro de una plaza que no lleva mi nombre.
He visto despertar y mudar al pueblo con el mismo amor que el padre contempla el pausado crecimiento del hijo. Las calles han modificado sus cauces, sus anchuras, sus ecos. Y hoy presido lujos para mí extraños que, sin embargo, advierto como fenomenales avances de lo que llamáis ‘prosperidad’.
Los inviernos ciernen sobre mí la escarcha de un silencio que me atormenta, que me asusta; pero las mañanas llegan con la presencia de una humanidad generosa y cercana. La vida transita alrededor de mi figura. Os veo atados a los ajetreos diarios y enzarzados en vuestras disputas. Los niños me atosigan posando sus manos en mis inmóviles pies farfullando querencias ininteligibles; las madres les reprochan la travesura con cachetes que no evitan, en cambio, su reincidencia; y hasta los pelotazos de los más inquietos golpean sin pudor mi enjuto aspecto de aparente espectro sin vida.
Ululares de sirenas alertan mis sentidos. Jóvenes altruistas con una cruz roja en la espalda veo cómo se afanan en evitar a terceros un fatal cortejo con la muerte. A mi derecha, hombres de ley tratan de impedir incívicas conductas; y si giro un poco más, hallo el esqueleto civil y político de todo un pueblo reuniéndose bajo los insignes soportales de la urbanidad: el Ayuntamiento. Hasta he escuchado las campanas de la iglesia materializar un feliz desposorio, poco después, muy poco después de oír con dolor cómo sus repiques lloran un dramático jugueteo con los cielos de alguien que nos deja.
Durante el invierno, entre mimos y cuidados descansa la Santa en lo más alto del pueblo, en el Santuario de Novelda. Pero cada verano me visita cuando el mes de julio se ha desperezado y los calores llevan días anunciando fiestas, luces y alegría. La veo entonces temblequear sobre vocaciones y entusiasmos. Entra en la parroquia, casi llorosa, Santa María Magdalena, para recibir el conveniente tributo de un pueblo entregado, y que piensa que tocar sus pies es garantía de expiación de faltas o ¡quién sabe!, quizás hasta de buena cosecha.
En ese tiempo de Fiestas, detrás de mí tiene lugar la ficción recreada de la contienda entre Moros y Cristianos. Decenas de personas me rodean, sin hablar conmigo; si acaso me miran y señalan. Yo contemplo la escena y busco una comunicación que me resulta inútil. No hallo respuesta, ni en sus párpados ni en sus voces: me basta con verles contentos en el testimonio de una herencia trabajosamente ganada.
Las golondrinas describen espirales en una atmósfera estancada por el calor. Les encanta ensuciar mi épico traje de marino desde la cobarde altura de lo inaccesible. Sólo las lluvias, si llegan, me dejan listo y reluciente para seguir en busca de mi permanente idilio con el mar, mientras recreo mis viviencias en una memoria que no tiene prisa.
Se desarrollan las más fervorosas celebraciones sociales.
Se me honra con las jóvenes feminidades que anualmente renuevan un reinado, no diseñado para bellezas o elegancias, sino para azares agitados en el aire: el abanico. Si el fútbol adquiere protagonismo, me travisten con la camiseta del equipo del pueblo; las gentes colocan una bufanda sobre mi cuello y todos juntos entonan vítores a los héroes de la pelota. Y hasta algunas parejitas que buscan cariños en los bancos de la plaza, en ese multicolor paisaje de vida, son advertidas por estos ojos que todo lo ven y nada cuentan.
Cuando oscurece, me siento solo. Únicamente el silbar del viento, la compañía de un ave que se posa sobre mi cabeza o el rocío que me cubre, me adormecen en los oníricos pensamientos de mis viajes y mis ciencias.
Soy roca enhiesta que ve pasar la vida...
Aventuras pellizcadas de sal y libros me han dado un sitio entre todos vosotros. Amo la villa y a sus gentes, como amé los enfurecidos océanos y sus altaneras crestas. Siempre me llevaron los deseos de superación, las naturalezas ignotas, los secretos guardados en los pliegues de las olas...
Y los nudos de mis viajes me legaron un lugar preferente entre quienes sois la más clara herencia de los ánimos de mi sangre. En esta plaza en la que tanto ayer y hoy confluyen.
Siempre os veré desde lo alto. Siempre.

(Claudio Rizo)

Nota: Dedicado a Jorge Juan y Santacilia, científico y marino español (1713-1773)cuya estatua preside la Plaça Vella en su pueblo natal: Novelda(Alicante).

Aparentemente solo



Cada mañana cogía su libro y se descolgaba hasta el mismo sótano de la imaginación: entonces le crecían alas en la espalda y muelles en los pies, aunque fuera por unos instantes de absorta escapatoria.

Hacía tiempo que nadie venía a verle, que no encendía el televisor; ni siquiera la radio compartía con él las conjeturas de una sociedad excesivamente absorbida por la idea de éxito. Vivía en el centro, en el mismo corazón de una ciudad despersonalizada, fría y acústica, cuyos afanes observaba, desde una pequeña ventanita que daba a la calle, con la misma curiosidad, pero también con idéntica lejanía, con que el preso otea la libertad entre unas rejas separadoras de dos mundos demasiado distintos. Se erguía una imagen babélica, con sus avenidas, sus coches en procesión acompasada, sus personas con gestos de urgencia, sus papeles arremolinados en esquinas ocupadas por olvidados —o marginados— del progreso social y que suplicaban con cara de condena eterna una caridad que la vida le había negado, o puestos ambulantes en donde parejas de enamorados y niños con mofletes de vida hecha, saboreaban churros o se quemaban las yemas de los dedos desnudando una ración de castañas humeantes al abrigo de una farola tenue.

No le gustaba ese mundo de contrastes y formas contrahechas. Sí, en cambio, sentía un perverso placer al zambullirse en los libros, con sus lomos ya ajados por el manoseo diario con que dulcemente los trataba. Al reanudar el contacto con cualquiera de ellos, notaba que su pequeña habitación se agrandaba, se trasmutaba en una isla espaciosa y liviana de aguas dormidas, como bebés distraídos de la realidad que caminan sus primeros pasitos torpes en sueños irrepetibles.

Deseaba saber si aquella niña trufada de sonrisas e ilusiones, haría por fin las maletas con el pobre truhán que embrujó su corazón con su meliflua voz de zalamero profesional; o si aquel puñal que llevaba impreso el sino de la venganza, de la traición, del abandono, segaría los primeros abrazos clandestinos de nuevos pálpitos; o si el candor fraguado en las aulas de la universidad, entre humos de cafés y tertulias literarias, de un profesor bohemio y una alumna de mirada angelical, terminaría convirtiéndose en un cadalso para ambos, o simplemente en una quijotesca aventura en violación de los moldes establecidos. Era así: él y sus libros. Nadie más interfería en esa singular sintonía.

Está tumbado en la cama. Boca arriba, brazos ligeramente derrotados y párpados cerrados. Se ha dormido con la ropa puesta, como siempre... Una leve mueca de placidez se dibuja con recato en las comisuras de aquel hombre aparentemente solo.

Aparentemente...

(Claudio Rizo)

La Muñeca de Sal

martes, 2 de febrero de 2010



Quería ver el mar a toda costa. Era una muñeca de sal, pero no sabía lo que era el mar.
Un día decidió partir. Era el único modo de poder satisfacer su deseo. Después de un interminable peregrinar a través de territorios áridos y desolados, llegó a la orilla del mar y descubrió una cosa inmensa, fascinadora y misteriosa al mismo tiempo. Era el alba, el sol comenzaba a iluminar el agua encendiendo tímidos reflejos, y la muñeca no llegaba a entender.
Permaneció allí firme, largo tiempo, como clavada fuertemente sobre tierra, con la boca abierta. Ante ella, aquella extensión seductora. Se decidió al fin. Preguntó al mar:

-¿Quién eres?
- Soy el mar.
- ¿Y qué es el mar?
- Soy yo.
- No llego a entender, pero lo desearía tanto... Explícame lo que puedo hacer.
- Es muy sencillo: tócame.
Entonces la muñeca cobró ánimos. Dio un paso y avanzó hacia el agua.
Después de dudarlo mucho, tocó levemente con el pie aquella masa imponente. Obtuvo una extraña sensación. Y, no obstante, tenía la impresión de que comenzaba a comprender algo.
Cuando retiró la pierna, descubrió que los dedos del pie habían desaparecido. Quedó espantada y protestó:
- ¡Malvado! ¿Qué me has hecho? ¿Dónde han ido a parar mis dedos?
El mar replicó imperturbable:
- ¿Por qué te quejas? Simplemente has ofrecido algo para poder entender. ¿No era eso lo que pedías?
La otra insistía:
- Sí... Es cierto, no pensaba... Pero...
Reflexionó un poco. Luego avanzó decididamente dentro del agua. Esta, progresivamente, la iba envolviendo, le arrancaba algo, dolorosamente. A cada paso la muñeca perdía algún fragmento. Cuanto más avanzaba se sentía disminuida de alguna porción de sí misma, y le dominaba más la sensación de comprender mejor. Pero no conseguía aún saber del todo lo que era el mar.
Otra vez repitió la acostumbrada pregunta:
-¿Qué es el mar?
Una última ola se tragó lo que quedaba de ella. Y precisamente en el mismo instante en que desaparecía, perdida entre las olas que la arrastraban llevándosela no se sabe dónde, la muñeca exclamó:
¡Soy yo!

(Desconozco el autor)
 

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