Los Justos

lunes, 28 de febrero de 2011



Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.

A las once de la noche de ese mismo miércoles, Erica, una violinista canadiense de venticuatro años que ama la música clásica, baja a su disco rígido la copia de Elías y desgraba uno a uno los diálogos para que los fanáticos sordomudos de la serie puedan disfrutarla; distribuye esos subtítulos en un foro tan rápido como puede. No cobra por ello ni le interesa el argumento: lo hace porque su hermano Paul nació sordo y es fanático de la serie, o quizás porque sabe que hay otra mucha gente sorda, además de su hermano, que no puede oír música y debe contentarse con ver la televisión.

A las 3:35 de la madrugada del jueves, hora venezolana, Javier baja en Caracas la serie que grabó Elías y el archivo de texto que redactó y sincronizó Erica. Javier podría ver el capítulo en idioma original, porque conoce el inglés a la perfección, pero antes necesita traducirlo: siente un placer extraño al descubrir nuevas etimologías, pero más que nada le place compartir aquello que le interesa. Para no perder tiempo, Javier divide el texto anglosajón en ocho bloques de tamaños parecidos, y distribuye por mail siete de ellos, quedándose con el primero.

Inmediatamente le llega el segundo bloque a Carlos y Juan Cruz, dos empleados nocturnos de un Blockbuster bonaerense que suelen matar el tiempo jugando al ajedrez, pero que ocupan los miércoles a la madrugada en traducir una parte de la serie, porque ambos estudian inglés para dejar de ser empleados nocturnos, y también porque no se pierden jamás un capítulo.

El tercer bloque de texto lo está esperando Charo, una ceramista de Alicante que está subyugada por la trama y necesita ver la serie con urgencia, sin esperar a que la televisión española la emita, tarde y mal doblada, cincuenta años después. El cuarto bloque lo recibe María Luz, una tipógrafa rubia y alta que trabaja, también de noche, en un matutino de Cuba: María Luz deja por un momento de diseñar la portada del diario y se pone rápidamente a traducir lo que le toca. Dice que lo hace para practicar el idioma, ya que desea instalarse en Miami.

El quinto bloque viaja por mail hasta el ordenador de Raquel y José Luis, una pareja andaluza que vive de lo poco que le deja una librería en el centro de Sevilla. Llevan casados más de veinticinco años, no han tenido hijos, y hasta hace poco traducían sonetos de Yeats con el único objeto de poder leerlos juntos, ella en un idioma, él en otro. Ahora, que se han conectado a Internet, descubrieron que además de buena poesía existe también la buena televisión.

El sexto bloque le llega a Ricardo, en Cuzco: Ricardo es un homosexual solitario —y muchas noches deprimido— que traduce frenéticamente mientras hace dormir a su gato Ezequiel. El séptimo lo recibe Patrick, un inglés con cara de bueno que viajó a Costa Rica para perfeccionar su español, lo desvalijó una pandilla casi al bajar del avión pero igual se enamoró del país y se quedó a vivir allí. Y el octavo bloque le llega, al mismo tiempo que a todos, a Ashley, una chica sudafricana de madre uruguaya que es fanática de la serie porque le recuerda (y no se equivoca) a su libro favorito: La Isla del Tesoro. Los ocho, que jamás se han visto las caras ni tienen más puntos en común que ser fanáticos de una serie de la televisión o de un idioma que no es el materno, traducen al castellano el bloque de texto que le corresponde a cada uno. Tardan aproximadamente dos horas en hacer su parte del trabajo, y dos horas más en discutir la exactitud de determinados pasajes de la traducción; después Javier, el primero, coordina la unificación y el envío a La Red.

Ninguno de los ocho cobra dinero para hacer este trabajo semanal: para algunos es una buena forma de practicar inglés, para otros es una manera natural de compartir un gusto. A esa misma hora Fabio, un adolescente a destiempo que vive en Rosario, a costas de sus padres a pesar de sus 23 años, encuentra por fin en el e-mule la traducción al castellano del texto. Con un programa incrusta los subtítulos al video original, desesperado por mirar el capítulo de la serie. A veces su madre lo interrumpe en mitad de la noche: —¿Todavía estás ahí metido en Internet, Fabio? ¿Cuándo vas a hacer algo por los demás, o te pensás que todo empieza y termina en vos? —Tenés razón mamá, ahora mismo apago —dice él, pero antes de irse a dormir coloca el archivo subtitulado en su carpeta de compartidos para que cualquiera, desde cualquier máquina, desde cualquier lugar del mundo, pueda bajarlo. Fabio jamás olvida ese detalle.

Los jueves suelo levantarme a las once de la mañana, casi a la misma hora en que Fabio, a quien no conozco, se ha ido a dormir en Rosario. Mientras me preparo el mate y reviso el correo, busco en Internet si ya está la versión original con subtítulos en español de mi serie preferida, que emitió ocho horas antes la cadena ABC en Estados Unidos. Siempre (nunca ha fallado) encuentro una versión flamante y me paso todo el resto de la mañana bajándola lentamente a mi disco rígido, para poder ver el capítulo en la tele después de almorzar.

Mientras espero, escribo un cuento o un artículo para Orsai: lo hago porque me resulta placentero escribir, y porque quizás haya gente, en alguna parte, esperando que lo haga. El artículo de este jueves habla de Internet. Dice, palabras más, palabras menos, algo que hace venticinco años dijo Borges mucho mejor que yo, en un poema maravilloso que se llama Los Justos:


"Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo."

(Hernán Casciari)

Y se acordaba de nuestros nombres...

lunes, 21 de febrero de 2011


 
Alicante se oscurece bajo el reflejo de las luces y el pegajoso repiqueteo de los cláxones.
Hay coches por doquier en un sábado cualquiera (estamos los terceros en todas las provincias españolas en tráfico rodado por metro cuadrado, ¡qué chuli!). Mi novia y yo nos encontramos en ese trámite postrero de la cena en el que las manos se nos van de las manos y los ojillos se nos entornan continuamente entre el guiño cómplice y la sugerencia oculta. Para no dejar un precedente, somos los últimos en abandonar el local, huérfano ya de clientes; sólo las miradas algo contrariadas de los camareros nos acompañan a la salida con forzada simpatía. En la calle, ella se ase a mi brazo izquierdo, tiernamente; yo, dibujando un escorzo de felicidad, desenfundo un cigarro, que casi acomplejado aparece en la ciudad…, y juntos, enfrentamos un frío muy frío, de un enero muy enero, excesivo para la templanza levantina. La temperatura en Alicante invita once meses al año a llevar, a lo más, una camisa y una chaqueta. Pero hoy hemos dado con el “duodécimo” mes más inhóspito, con una noche en la que se te permite escuchar los vientos en constante reyerta tras una esquina.
La calle desemboca en la conocida Rambla, una avenida larga, de doble dirección, ganada por luces gritonas y toses de motor, y que es el refrendo permanente de ese triste récord de tráfico. Cruzarla es una odisea. En la noche del “Sábado noche” no hay diablo que nos deje pasar ni corazón al que se le agriete el alma ante nuestra desangelada espera. Por fin la hilada de coches ve interrumpido su curso. Algún novato está aparcando, con el esquema del “buen conductor”, seguro, grabado aún en su memoria, lo que favorece el movimiento rápido de los viandantes. Allá vamos. Al cruzar, me sobreviene un golpe de entrega, de alegría, y beso la fría mejilla de mi pareja, con suavidad; quizás, ni ella se entera por lo anestesiada que la tiene. Pero sí, me nota, lo noto: me sonríe... Justo en ese momento, aparece “ella”. De golpe. Se dibuja en su rostro una inocencia infantil que raya con la beatitud. Aparentemente, pura inocencia. Nos gusta de entrada. Es de las niñas que portan un ángel en la mirada. Además es guapa. De rasgos orientales, sin llegar aún a la mayoría de edad, entreveo. Bajita, bastante más que nosotros, de modo que levanta la cara en su “ofrecimiento”. Va arropada, muy arropada, como si una caravana de bufandas cercara su frágil cuello para protegerlo. Y se ha dado cuenta de que nuestras carantoñas anteriores (creo que nos observaba desde el otro lado de la calle) no obedecían sólo al deseo de aplacar las ventiscas de la noche… Así que viene a nuestro encuentro. “¿Una rosa? Son dos euros”, nos sugiere con esa sonrisa robada a los sinsabores de la vida.
No suelo comprarlas, pues casi siempre acaban marchitas entre alcoholes o enrolladas en el fondo de la papelera más cercana. ¿Qué vida llevará esta pobre criatura salida de un legajo de una literatura fantástica, que no sabes si feliz o tortuosa?, me pregunto. No tendrá más de quince años. “¿Cómo te llamas?”, repongo con mi sonrisa más cálida (su indescifrable nombre no acude a mi parca memoria en este momento). Extraigo dos euros de mi bolsillo (nunca, jamás llevo cartera encima; seguramente en este momento estoy más indocumentado que ella, pienso). “No quiero flores –le digo-. Los euros son ti…”. Parece buena y gentil, mi sexto sentido me lo anuncia, mucho mejor que cualquiera de los conductores que nos impedían el paso minutos antes. Pero insiste: “No señor (señor me llama; me sorprende, pero la entiendo), tome las flores. Son suyas”. ¡Se me cae el cielo!

Mi novia y yo le decimos cómo nos llamamos, y se entreabre una muy escueta comunicación, favorecida por el espontáneo cariño, aunque dañada por la frontera del idioma. Un embrujo se ha apoderado de nosotros, sin duda, y creo que de ella…, mientras por momentos la percibo como si de una hermana pequeña se tratara. En sus ojos como olivas veo los océanos y los kilómetros recorridos que la separan de su tierra, sus afanes y sus luchas. Y también las incomprensibles trampas de esta puta vida. Que tan diferentes y esquivos destinos, permite, a veces, conciliar en pocos centímetros.

Al poco se aleja..., debe seguir trabajando. Pero nos obsequia desde lo lejos con una mueca generosa, una sonrisa vaporosa, aunque también indecisa, como la de ese mar y ese cielo que ha perdido en su viaje y que algún día espera recuperar. Su brazo esboza, a media distancia, un ademán de “adiós” agradecido en el único idioma que no conoce de lenguajes ni fronteras, el gestual.

Cada vez que volvemos a pasear por Alicante, por esa zona, nos acordamos de ella. Hace poco, la volvimos a ver. Le dimos dos euros, sin más.
Y se acordaba de nuestros nombres...

(Claudio Rizo).

Mi primer amor

domingo, 13 de febrero de 2011



Mi primer amor se llamaba Luis María Navarro. Me enamoré de él con cinco años. Era moreno, delgado y llevaba gafas. Era inteligente. Buen estudiante. Siempre tenía una merienda exquisita, envuelta con cuidado en celofán, con una servilleta de papel doblada en pico y atada con un elástico al bocadillo. También tenía una madre pequeñita y sonriente, tan perfecta como el bocadillo de cada mañana. Lo único que me molestaba de él es que siempre volvía del recreo con todo el pelo mojado. Le amé en silencio hasta los doce.

A los doce me topé con otro primer amor: Javier Medina. Era rubio y hermano gemelo de Fernando. Bailábamos agarrados en los guateques. Y me daba besos, muy pequeñitos, en el cuello. Cuando intentó hacerlo en la boca, le dejé, indignada.

A los doce y medio apareció en mi vida Ignacio Tanto, el tercer primer amor. Creo recordar que era peruano. El caso es que tenía un acento maravilloso con el que consiguió encandilar a todas las chicas de la clase. Como sacaba muy malas notas, le habían puesto en la primera fila y se pasaba horas balanceando su silla en las dos patas traseras, mirándome, siempre de perfil. Adoraba su indolencia. El día de San Valentín me regaló un elefantito de cristal diminuto que todavía conservo, aunque con la trompa rota. Me dejó por mi mejor amiga. Después de llorar en el patio, los perdoné a los dos y les deseé mucha suerte.

A los trece, apareció Mauricio Zabaleta, mi cuarto primer amor. Yo me tenía que ir a vivir a Kenia con mi padre y pocos días antes de mi marcha lo conocí en la piscina de la Ciudad de los Periodistas, en Madrid. Qué sitio más absurdo para enamorarse. Lo vi y quedé como fulminada. Inmediatamente. Sin cruzar palabra. Cuando llegué a Nairobi le escribí una carta al director de Iberia, explicándole mi penosa situación sentimental y pidiéndole un billete de vuelta gratis para reencontrarme con mi amor. Nunca me contestó, pero las noches estrelladas más hermosas de África las recuerdo al lado de Mauricio, aunque nos separaran miles de kilómetros.

El último primer amor fue el de los diecisiete y tenía sabor a mar. Un amor de piel tostada, ojos azules y tristes, en ocasiones. Nos dio por comer pulpo y pasar las tardes en una habitación alquilada por cuya ventana todo lo que se veía era color cielo y agua. Nuestros cuerpos pegados, explorando lo desconocido: nariz con nariz, mi pierna enroscada en la suya, su corazón latiendo sobre el mío. Me gustaba verle fumar. Se acabó el verano sin que hubiéramos llegado a ninguna conclusión. Me guardo su nombre, porque cuando nos enamoramos de verdad, por vez primera, suele ser un secreto. Casi inconfesable, porque todo lo importante lo es. Por eso, a veces, lo dejamos todo por ese primer amor. Existe sólo en nuestra memoria, en la intimidad de un recuerdo y nada de lo que nos rodea lo conoce, excepto quienes lo vivieron.

Yo, desde luego, si volviera a encontrarme con él y él siguiera siendo él, lo dejaría todo. Aceptaría mis errores, asumiría mis responsabilidades, y abrazaría el riesgo porque entiendo que es la única manera de buscar, por lo menos buscar, la felicidad.

Creo que todos nosotros tenemos el derecho de cumplir nuestros deseos.

(Ayanta Barilli)

Olvido

sábado, 5 de febrero de 2011



“En los años siguientes no seré capaz de recordar siquiera un instante en que estemos tendidos el uno junto al otro. Tendré un recuerdo fragmentario, vago. Sabré que él estaba siempre encima y yo siempre yacía inmóvil como si hubiera caído desde una gran altura. Recordaré detalles como el color de la alfombra en una determinada habitación de motel, o la clase de árbol que hay al otro lado de la ventana. Que él siempre lleva los calcetines puestos y yo todo lo que puedo. Recordaré hasta el menor detalle de él. Podré cerrar los ojos y ver el dibujo que traza el vello en el dorso de sus manos, el lunar de su mejilla, cada una de las arrugas del rabillo de sus ojos. Pero no podré recordar que sentía. Por muy intensamente que trate de obligarme a revivir el pasado, éste retrocede siempre, hasta ser inaccesible.”

(Kathryn Harrison , El beso)
 

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