Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.
Los Justos
lunes, 28 de febrero de 2011
Los miércoles a las nueve de la noche, hora de Nueva York, la cadena norteamericana ABC emite una serie de televisión que me gusta. A esa misma hora un mexicano llamado Elías, dueño de un vivero en Veracruz, la está grabando directamente a su disco rígido, y tan pronto como acabe subirá el archivo a Internet, sin cobrar un centavo por la molestia. Tiene esta costumbre, dice, porque le gusta la serie y sabe que hay personas en otras partes del mundo que están esperando por verla. Lo hace con dedicación, del mismo modo que trasplanta las gardenias de su jardín para que se reproduzca la belleza.
Y se acordaba de nuestros nombres...
lunes, 21 de febrero de 2011
Alicante se oscurece bajo el reflejo de las luces y el pegajoso repiqueteo de los cláxones.
Hay coches por doquier en un sábado cualquiera (estamos los terceros en todas las provincias españolas en tráfico rodado por metro cuadrado, ¡qué chuli!). Mi novia y yo nos encontramos en ese trámite postrero de la cena en el que las manos se nos van de las manos y los ojillos se nos entornan continuamente entre el guiño cómplice y la sugerencia oculta. Para no dejar un precedente, somos los últimos en abandonar el local, huérfano ya de clientes; sólo las miradas algo contrariadas de los camareros nos acompañan a la salida con forzada simpatía. En la calle, ella se ase a mi brazo izquierdo, tiernamente; yo, dibujando un escorzo de felicidad, desenfundo un cigarro, que casi acomplejado aparece en la ciudad…, y juntos, enfrentamos un frío muy frío, de un enero muy enero, excesivo para la templanza levantina. La temperatura en Alicante invita once meses al año a llevar, a lo más, una camisa y una chaqueta. Pero hoy hemos dado con el “duodécimo” mes más inhóspito, con una noche en la que se te permite escuchar los vientos en constante reyerta tras una esquina.
La calle desemboca en la conocida Rambla, una avenida larga, de doble dirección, ganada por luces gritonas y toses de motor, y que es el refrendo permanente de ese triste récord de tráfico. Cruzarla es una odisea. En la noche del “Sábado noche” no hay diablo que nos deje pasar ni corazón al que se le agriete el alma ante nuestra desangelada espera. Por fin la hilada de coches ve interrumpido su curso. Algún novato está aparcando, con el esquema del “buen conductor”, seguro, grabado aún en su memoria, lo que favorece el movimiento rápido de los viandantes. Allá vamos. Al cruzar, me sobreviene un golpe de entrega, de alegría, y beso la fría mejilla de mi pareja, con suavidad; quizás, ni ella se entera por lo anestesiada que la tiene. Pero sí, me nota, lo noto: me sonríe... Justo en ese momento, aparece “ella”. De golpe. Se dibuja en su rostro una inocencia infantil que raya con la beatitud. Aparentemente, pura inocencia. Nos gusta de entrada. Es de las niñas que portan un ángel en la mirada. Además es guapa. De rasgos orientales, sin llegar aún a la mayoría de edad, entreveo. Bajita, bastante más que nosotros, de modo que levanta la cara en su “ofrecimiento”. Va arropada, muy arropada, como si una caravana de bufandas cercara su frágil cuello para protegerlo. Y se ha dado cuenta de que nuestras carantoñas anteriores (creo que nos observaba desde el otro lado de la calle) no obedecían sólo al deseo de aplacar las ventiscas de la noche… Así que viene a nuestro encuentro. “¿Una rosa? Son dos euros”, nos sugiere con esa sonrisa robada a los sinsabores de la vida.
No suelo comprarlas, pues casi siempre acaban marchitas entre alcoholes o enrolladas en el fondo de la papelera más cercana. ¿Qué vida llevará esta pobre criatura salida de un legajo de una literatura fantástica, que no sabes si feliz o tortuosa?, me pregunto. No tendrá más de quince años. “¿Cómo te llamas?”, repongo con mi sonrisa más cálida (su indescifrable nombre no acude a mi parca memoria en este momento). Extraigo dos euros de mi bolsillo (nunca, jamás llevo cartera encima; seguramente en este momento estoy más indocumentado que ella, pienso). “No quiero flores –le digo-. Los euros son ti…”. Parece buena y gentil, mi sexto sentido me lo anuncia, mucho mejor que cualquiera de los conductores que nos impedían el paso minutos antes. Pero insiste: “No señor (señor me llama; me sorprende, pero la entiendo), tome las flores. Son suyas”. ¡Se me cae el cielo!
Mi novia y yo le decimos cómo nos llamamos, y se entreabre una muy escueta comunicación, favorecida por el espontáneo cariño, aunque dañada por la frontera del idioma. Un embrujo se ha apoderado de nosotros, sin duda, y creo que de ella…, mientras por momentos la percibo como si de una hermana pequeña se tratara. En sus ojos como olivas veo los océanos y los kilómetros recorridos que la separan de su tierra, sus afanes y sus luchas. Y también las incomprensibles trampas de esta puta vida. Que tan diferentes y esquivos destinos, permite, a veces, conciliar en pocos centímetros.
Al poco se aleja..., debe seguir trabajando. Pero nos obsequia desde lo lejos con una mueca generosa, una sonrisa vaporosa, aunque también indecisa, como la de ese mar y ese cielo que ha perdido en su viaje y que algún día espera recuperar. Su brazo esboza, a media distancia, un ademán de “adiós” agradecido en el único idioma que no conoce de lenguajes ni fronteras, el gestual.
Cada vez que volvemos a pasear por Alicante, por esa zona, nos acordamos de ella. Hace poco, la volvimos a ver. Le dimos dos euros, sin más.
Y se acordaba de nuestros nombres...
(Claudio Rizo).
Mi primer amor
domingo, 13 de febrero de 2011
Mi primer amor se llamaba Luis María Navarro. Me enamoré de él con cinco años. Era moreno, delgado y llevaba gafas. Era inteligente. Buen estudiante. Siempre tenía una merienda exquisita, envuelta con cuidado en celofán, con una servilleta de papel doblada en pico y atada con un elástico al bocadillo. También tenía una madre pequeñita y sonriente, tan perfecta como el bocadillo de cada mañana. Lo único que me molestaba de él es que siempre volvía del recreo con todo el pelo mojado. Le amé en silencio hasta los doce.
A los doce me topé con otro primer amor: Javier Medina. Era rubio y hermano gemelo de Fernando. Bailábamos agarrados en los guateques. Y me daba besos, muy pequeñitos, en el cuello. Cuando intentó hacerlo en la boca, le dejé, indignada.
A los doce y medio apareció en mi vida Ignacio Tanto, el tercer primer amor. Creo recordar que era peruano. El caso es que tenía un acento maravilloso con el que consiguió encandilar a todas las chicas de la clase. Como sacaba muy malas notas, le habían puesto en la primera fila y se pasaba horas balanceando su silla en las dos patas traseras, mirándome, siempre de perfil. Adoraba su indolencia. El día de San Valentín me regaló un elefantito de cristal diminuto que todavía conservo, aunque con la trompa rota. Me dejó por mi mejor amiga. Después de llorar en el patio, los perdoné a los dos y les deseé mucha suerte.
A los trece, apareció Mauricio Zabaleta, mi cuarto primer amor. Yo me tenía que ir a vivir a Kenia con mi padre y pocos días antes de mi marcha lo conocí en la piscina de la Ciudad de los Periodistas, en Madrid. Qué sitio más absurdo para enamorarse. Lo vi y quedé como fulminada. Inmediatamente. Sin cruzar palabra. Cuando llegué a Nairobi le escribí una carta al director de Iberia, explicándole mi penosa situación sentimental y pidiéndole un billete de vuelta gratis para reencontrarme con mi amor. Nunca me contestó, pero las noches estrelladas más hermosas de África las recuerdo al lado de Mauricio, aunque nos separaran miles de kilómetros.
El último primer amor fue el de los diecisiete y tenía sabor a mar. Un amor de piel tostada, ojos azules y tristes, en ocasiones. Nos dio por comer pulpo y pasar las tardes en una habitación alquilada por cuya ventana todo lo que se veía era color cielo y agua. Nuestros cuerpos pegados, explorando lo desconocido: nariz con nariz, mi pierna enroscada en la suya, su corazón latiendo sobre el mío. Me gustaba verle fumar. Se acabó el verano sin que hubiéramos llegado a ninguna conclusión. Me guardo su nombre, porque cuando nos enamoramos de verdad, por vez primera, suele ser un secreto. Casi inconfesable, porque todo lo importante lo es. Por eso, a veces, lo dejamos todo por ese primer amor. Existe sólo en nuestra memoria, en la intimidad de un recuerdo y nada de lo que nos rodea lo conoce, excepto quienes lo vivieron.
Yo, desde luego, si volviera a encontrarme con él y él siguiera siendo él, lo dejaría todo. Aceptaría mis errores, asumiría mis responsabilidades, y abrazaría el riesgo porque entiendo que es la única manera de buscar, por lo menos buscar, la felicidad.
Creo que todos nosotros tenemos el derecho de cumplir nuestros deseos.
(Ayanta Barilli)
Olvido
sábado, 5 de febrero de 2011
“En los años siguientes no seré capaz de recordar siquiera un instante en que estemos tendidos el uno junto al otro. Tendré un recuerdo fragmentario, vago. Sabré que él estaba siempre encima y yo siempre yacía inmóvil como si hubiera caído desde una gran altura. Recordaré detalles como el color de la alfombra en una determinada habitación de motel, o la clase de árbol que hay al otro lado de la ventana. Que él siempre lleva los calcetines puestos y yo todo lo que puedo. Recordaré hasta el menor detalle de él. Podré cerrar los ojos y ver el dibujo que traza el vello en el dorso de sus manos, el lunar de su mejilla, cada una de las arrugas del rabillo de sus ojos. Pero no podré recordar que sentía. Por muy intensamente que trate de obligarme a revivir el pasado, éste retrocede siempre, hasta ser inaccesible.”
(Kathryn Harrison , El beso)