Una parte de mí

domingo, 27 de julio de 2008



Hay una parte de mí que no me obedece

que me traiciona en cuanto le doy la espalda

y me pone una trampa apenas me descuido.

Me hace cruzar los semáforos en rojo,

estacionar donde no debo,

ir a contramano,

robar las manzanas del vecino,

tirar piedras a los faroles de las plazas,

- casi nunca acierto -,

fumar hasta mancharme la vida de nicotina,

hacer promesas que no cumplo,

llegar tarde a la dicha,

a la suerte, al trabajo, al amor.

Actúa por si sola y se complace a si misma.

Se ríe de la ley,

no respeta las normas

y boicotea mi vida diariamente.

No puedo controlarla, no sé que hacer con ella.

Aunque habite en mí nunca la he visto,

es una extraña inquilina que no puedo desalojar.

Se asoma cuando me equivoco,

se manifiesta en cada olvido,

aparece cuando no pienso,

cuando duermo, cuando sueño.

Es esa parte de mí

que me hace tropezar

dos veces con la misma piedra,

jugar con el fuego,

caminar al borde del precipicio,

que te desea a mi pesar

y no me deja decirte adiós

porque no puede vivir sin ti.

Es esa parte de mí

que pasa por tu casa, porque en el fondo sabe,

que hay una parte de ti

que siempre le abrirá la puerta.


(Gian Franco Pagliaro)

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza

jueves, 10 de julio de 2008



Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza". Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé –bajamos– en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y –Dios me perdone– hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

(Fernando Sorrentino)

Alice in Wonderland

miércoles, 9 de julio de 2008



Voy montada en la versión moderna de uno de esos tranvías de antaño del Madrid de nuestros abuelos. Enfrente de mí está sentada Alicia la del País de las Maravillas, que hoy ha hecho un viaje a través de su espejo para escaparse junto a quien ella cree que es el Sombrerero de su cuento de hadas, pero no es más que uno de los soldados de la Reina de corazones.

Alicia mira extrañada y divertida el mundo que la rodea. Ella ha estado encerrada demasiado tiempo en su mundo imaginario, lleno de conejos blancos con prisa y gatos de sonrisa extraña que tienen la facultad de hacerse invisibles cuando se aburren.

El vestido de Alicia es de color rosa fucsia y está salpicado de muñecos de trapo en relieve. Alicia hace años que es mayor de edad, pero se niega a envejecer. Su negativa no va acompañada de su físico; mientras que ella ha decidido dejar de cumplir años, el tiempo no se ha detenido y la trata como una señora de su edad. Así es que nuestra Alicia -muy a su pesar- se asemeja a una colegiala entradita en años -más bien cuarentona- que se pasea por un mundo ajeno al suyo con ropa del casting de Grease.

Alicia le coge la mano a su donjuán-soldadito de corazones y le susurra al oído que lo que ve a su alrededor le parece muy divertido y grotesco. Mira por la ventana y le llama la atención un samurai que hace equilibrios sobre una bicicleta que parece estar encantada, porque más que pedalear, el samurai levita a ras del suelo, dejando a su paso una estela plateada, como sacada de un sueño…Sus ojos lo persiguen hasta que desaparece del alcance de la vista. Desde ese mismo instante Alicia ha descubierto su pasión por los samuráis y por el mundo oriental del que acaba de conocer su existencia.

Al lado de Alicia viaja una familia de titiriteros. Son dos niñas, dos mujeres y un hombre. Usan un lenguaje propio que sorprende a Alicia y es motivo de una nueva burla para ella. Los mira curiosa, con su mirada inquisitiva de niña-cuarentona que no sabe disimular cuando los titiriteros se sienten intimidados por ella y su intromisión en el espacio virtual y privado que han creado en el tranvía. Una de las niñas está sentada sobre una de las mujeres, probablemente sea su madre, y describe un detalle rutinario en sus vidas que atrae también la atención de Alicia. Se pregunta cómo es posible que este mundo sea tan variopinto y en él convivan sin grandes contratiempos, personajes tan diferentes como la familia de titiriteros y un legendario samurai…

El tranvía llega a su destino. De él se bajan los pensamientos de Alicia, el soldadito de corazones y ella misma. Y justo al bajarse sus ojos se vuelven a quedar pegados a las burbujas de jabón que salen de un artilugio que ella cree mágico. Las burbujas de jabón han hipnotizado de nuevo a Alicia y han ocupado en su memoria de pez el hueco que tenían antes la familia de titiriteros y el samurai que levita sobre una bici voladora…

La Dama

Mejillones

martes, 8 de julio de 2008



Cuando más desprevenido estaba, sobrevino. De repente, sin dar explicaciones. Me encontré acompañado a todas horas. Comenzó el tiempo de amar, en el que no envejeces porque sólo te ves en los ojos que te aman, y ellos te ven glorificado. No tardó mucho en llegar el tiempo de envejecer; cuando llegó fue un soplo el anterior. Pero entonces nadie me conocía por la calle. Nadie sabía quién era aquel muchacho, nunca solo, que sonreía sin motivo a la lluvia, a la luz de las mañanas, y muy particularmente a la caída de la tarde cuando se acercaba la hora de su cita diaria. Oíamos hablar de Los verdes campos del Edén -mi primera comedia, que obró de Celestina y que se representaba a la sazón- en la cola de un cine, o en las oficinas del documento nacional de identidad, que nos caducaba a los dos en fechas parecidas. Sin embargo, nadie sabía que el autor era yo. Ni que yo era feliz.Por entonces Madrid no era ni una ratonera, ni una verbena. No se había transformado en campo de batalla, ni tenía ataques de histeria. Su alegría era un poquito cateta, familiar y doméstica. No llevaban la cultura a domicilio como un electrodoméstico, ni era aún una charanga de plazoleta, ni un burdo pasacalles. Había que ir a buscarla donde estaba, yeso hacíamos: en una librería de la calle Arenal, donde se desperezaba la amistad a la hora del cierre; en iglesias con cuadros no muy sonados: los Cossío de Santa Teresa, el Gaya de San Antón, el Greca de San Ginés; en los barrios, que todavía remedaban a Arniches... Nosotros paseábamos incansablemente por lugares remotos, sin darnos cuenta hasta el final de que estábamos agotados. Las noches eran nuestras, y muy pocas nos sentábamos a cenar: lo hacíamos con tapas en tres, en cuatro, en seis tabernas. Pavías, caracoles, gambas con gabardina, asadura, criadillas, sangre frita, morcilla, calamares. Yo creo que de ahí viene mi escasa afición a los restaurantes formales y mi entusiasmo por las tascas. Y de ahí creo que viene también el desastroso estado de mi casquería: el desorden se paga. No me refiero al desorden de las comidas, sino al que supone amarse tanto junto a los mostradores de cinc, entre cañas y tintos (Méntrida, Mora, San Martín, Jumilla, Valdepeñas: muchas gracias), ante la faz de un mundo en que el amor solía esconderse avergonzado.Una noche andábamos por Lista, por Alcántara, por Don Ramón de la Cruz, hacia la plaza de Manuel Becerra. Yo, por primera vez, hablé de Dios. Con disfrazada precaución. Deseaba saber qué pensaba de Dios mi acompañante. Habíamos entrado en algún sitio -parada y fonda- de la calle de las Naciones. Señalando con un gran gesto los vasos de cerveza, el pulpo a la gallega, la ensaladilla rusa, y a mí también, dijo: «Dios es todo esto.» Dijo «Dios es todo esto», y sonrieron sus labios rosados y carnosos. Nunca volví a tocar un tema tan evidente y tan sencillo.Fue aquella misma noche, y no lejos de allí. Debía de ser febrero, y hacía un frío lento y silencioso. Recuerdo el vaho que salía de su boca y el calor que salía de sus ojos. Se había cogido de mi brazo y, de pronto, se detuvo ante una casa especializada en mejillones. Con un cierto temblor en la voz, cuya causa me costó averiguar dos años, me preguntó: «¿Quieres que entremos?» Yo -y ahí estuvo la verdadera equivocación que originó las sucesivas- respondí, supongo que también con un cierto temblor: «Si te gustan los mejillones tanto como a mÍ...» «Más que a ti», dijo, y empujó decididamente la puerta de cristal. Si la eternidad existe, me acordaré durante toda ella de las tres docenas y pico de mejillones que devoramos con la misma fruición que si nos estuviésemos haciendo el amor. Cuánta pasión, cuánta voracidad, qué gozo multiplicado el de vemos engullir el uno al otro... Cómo iba yo a confesarle que jamás en mi vida había podido ni ver ese acéfalo molusco incomestible, ese animalucho hermético y extraño, siempre entreabierto, o demasiado pálido o demasiado rojo, asido a un siniestro caparazón, y con un asqueroso moño de algas incrustado como estopa en sus laberínticas vísceras. Me sentía subir la arcada mientras comía más, más, más deprisa para acabar cuanto antes. Pero comía sonriendo, y sólo la sonrisa de mi amor, que comía a igual velocidad, logró evitar que vomitara.Ese fue el principio de un par de años dedicados casi con exclusividad al mejillón. Los dos nos sorprendíamos mutuamente con nuevas direcciones, muy lejanas a veces, donde ofrecían singularidades. Yo me satisfacía con la satisfacción que veía irradiar de mi pareja. Ya casi había olvidado mi odio congénito. Comíamos los despreciables bichos aderezados de todas las maneras, dentro y fuera del minúsculo apartamento que con ellos compartíamos. Durante veinticinco meses nos alimentamos poco más que de melón con jamón y mejillones: al vapor, con limón, con vinagreta, con gambas, rebozados ... Yo temía que, en cualquier momento, le diera a mi amor por servírnoslos crudos. Porque inventábamos recetas misteriosas que los empeoraban de forma irremediable, y yo iba al baño, simulando una prisa, para poder seguir con mi comedia.Un domingo almorzábamos paella invitados por unos amigos que aún lo son míos. Yo, distraído y contento ante un plato normal, me ocupaba en apartar tres mejillones que me correspondieron al servirme. Como cogido en falta, miré a mi amor frente a mí. Y vi que, de un modo distraído y contento, apartaba también sus mejillones. Levantó, como cogido en falta, sus ojos. Se cruzaron nuestras miradas. Y comprendimos los dos, en un relámpago, nuestra sacrificada y prolongada historia, nuestra oculta tortura. Los dos odiábamos los mejillones con fuerza semejante, los dos nos habíamos inmolado por error con la certeza de que el otro se pirraba por ellos... Imposible que paráramos de reír aquel mediodía de marzo en que nos liberamos.No volvimos a comerlos jamás pero, cada vez que los veíamos, flotaba entre los dos una dulce y cálida corriente que nadie comprendía. Los amigos creyeron mucho tiempo que, para nosotros, el mejillón gozaba de no sé qué prestigio afrodisíaco. Y quizá fuese así.Desde que aquel amor se terminó -pero, sobre todo, desde que murió quien fue durante unos deslumbradores años la mejor mitad de mí-, suelo comer de cuando en cuando mejillones. «Dios es todo esto», pienso sin poder evitarlo... Cada estación tiene sus frutos; los de ahora son amargos. No obstante, sólo la vida -mejillones incluidos- puede justificar el interminable absurdo de la muerte. Pero el amor es, en ocasiones, incompatible con la vida. Nunca sabré por qué.

("La Soledad sonora", Antonio Gala)

Hora Absurda



Tu silencio es una nave con todas las velas llenas…
Blandas, las brisas juegan en las flámulas, tu sonrisa…
Y tu sonrisa en tu silencio es la escalera y las andas
con que me finjo más alto y junto a cualquier paraíso…

Mi corazón es un ánfora que cae y que se quiebra…
Tu silencio lo recoge y quebrado lo arrincona…
Mi idea de ti es un cadáver que el mar trae a la playa…, y mientras tanto
tú eres la tela irreal en la que mi arte yerra el color…

Abre todas las puertas y que el viento barra la idea
que tenemos de que un humo perfuma de ocio los salones…
Mi alma es una caverna colmada por la marea alta,
y mi idea de soñarte una caravana de histriones…

Llueve oro mate, mas no en lo exterior… Es dentro de mí… Soy la Hora,
y la Hora es de asombros y toda ella escombros de ella misma…
En mi atención hay una viuda pobre que nunca llora…
En mi cielo interior nunca hubo una sola estrella..

Hoy el cielo es pesado como la idea de no llegar nunca a un puerto…
La lluvia menuda está vacía… La Hora sabe a haber sido…
¡Y no haber algo como lechos para las naves!…
Absorta en alienarse de sí, tu mirada es una plaga sin sentido…

Todas mis horas están hechas de jaspe negro,
mis ansias todas talladas en un mármol que no existe,
no es alegría ni dolor este dolor con el que me alegro,
y mi bondad inversa no es ni buena ni mala…

Los haces de los lictores se abrieron al borde de los caminos…
Los pendones de las victorias medievales no llegaron ni a las cruzadas…
Pusieron infolios útiles entre las piedras de las barricadas…
Y la hierba creció en las vías férreas con lozanía dañina…

¡Ah, qué vieja es esta hora!… ¡Y todas las naves partieron!
En la playa sólo un cabo muerto y unos restos de vela hablan
de lo Lejano, de las horas del Sur, de donde nuestros sueños sacan
aquella angustia de más soñar que hasta callan para sí…

El palacio está en ruinas… Duele ver en el parque el abandono
de la fuente sin surtidor… Nadie levanta la mirada del camino
y siente saudades de sí ante aquel lugar-otoño…
Este paisaje es un manuscrito con la frase más bella suprimida…

La loca partió todos los candelabros glabros,
ensució de humano el lago con cartas rasgadas, muchas…
Y mi alma es aquella luz que nunca más tendrán los candelabros…
¿Y qué quieren del lago aciago mis ansias, brisas fortuitas?…

¿Por qué me aflijo y me enfermo?… Se acuestan desnudas al claro de luna
todas las ninfas… Vino el sol y habían ya partido…
Tu silencio que me arrulla es la idea de naufragar,
y la idea de que tu voz suene a lira de un Apolo fingido…

Ya no hay colas de pavos todo ojos en los jardines de otrora…
Las propias sombras están más tristes… Aún
hay rastros de ropas de ayas (parece) en el suelo, y aún llora
un como eco de pasos por la alameda que velahí concluida…

Todos los ocasos se fundieron en mi alma…
Las hierbas de todos los prados fueron frescas bajo mis pies fríos…
Secó en tu mirada la idea de creerte calma,
y el ver yo eso en ti es como un puerto sin navíos…

Se irguieron al tiempo todos los remos… Por el oro de los trigales
pasó una saudade de no ser mar… Frente
a mi trono de alienación hay gestos con piedras raras…
Mi alma es una lámpara que se apagó y aún está caliente…

¡Ah, y tu silencio es un perfil de cúspide al sol!
Todas las princesas sintieron el seno oprimido…
De la última ventana del castillo sólo un girasol
se ve, y el soñar que hay otros pone brumas en nuestro sentido…

¡Ser, y no ser ya más!… ¡Oh leones nacidos en la jaula!…
Repicar de campanas hacia más allá, en el Otro Valle… ¿Cerca?…
Arde el colegio y un niño quedó encerrado en el aula…
¿Por qué no ha de ser el Norte el Sur?… ¿Qué es lo que está descubierto?…

Y yo deliro… De repente hago pausa en lo que pienso… Te miro
y tu silencio es una ceguera mía… Te miro y sueño…
Hay cosas rojas y cobrizas en el modo de meditarte,
y tu idea sabe a recuerdo del sabor de un espanto…

¿Para qué no sentir por ti desprecio? ¿Por qué no perderlo?…
Ah, deja que te ignore… Tu silencio es un abanico?
un abanico cerrado, un abanico que abierto sería tan bello, tan bello,
pero más bello es no abrirlo, para que la Hora no peque…

Se helaron todas las manos cruzadas sobre todos los pechos..
Se ajaron más flores de las que había en el jardín…
Mi manera de amarte es una catedral de silencios escogidos,
y mis sueños una escalera sin principio pero con fin…

Alguien va a entrar por la puerta… Se siente sonreír el aire…
Tejedoras viudas gozan las mortajas de vírgenes que tejen…
Ah, tu tedio es una estatua de una mujer que ha de venir,
el perfume que los crisantemos tendrían, si lo tuviesen…

Es preciso destruir el propósito de todos los puentes,
vestir de alienación los paisajes de todas las tierras,
enderezar por fuerza la curva de los horizontes,
y gemir por tener que vivir, como un ruido brusco de sierras…

¡Hay tan poca gente que ame los paisajes que no existen!…
Saber que continuará habiendo el mismo mundo mañana?¡cómo nos entristece!…
Que mi oír tu silencio no sean nubes que contristen
tu sonrisa, ángel exiliado, y tu tedio, aureola negra…

Suave, como tener madre y hermanas, la tarde rica desciende…
No llueve ya, y el vasto cielo es una gran sonrisa imperfecta…
Mi conciencia de tener conciencia de ti es una prez,
y mi saberte sonriendo es una flor mustia en mi pecho…

¡Ah, si fuésemos dos figuras en una lejana vidriera!…
¡Ah, si fuésemos los dos colores de una bandera de gloria!…
Estatua acéfala retirada a un lado, polvorienta pila bautismal,
pendón de vencidos que tuviese escrito en el centro este lema ¡Victoria!

¿Qué es lo que me tortura?… Si hasta tu faz tranquila
sólo me llena de tedios y de opios de ocios temibles…
No sé… Yo soy un loco que extraña su propia alma…

Yo fui amado en efigie en un país más allá de los sueños…

(Fernando Pessoa)

Walking Around



Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.

(Pablo Neruda)

El Boulevard de los Idiotas

lunes, 7 de julio de 2008



Después de más de veinte años escarbando
y de miles de kilómetros de huir
de los fantasmas que a mi espalda llevo atados
que intento a golpes de guitarra destruir

La verdad me sabe amarga al ver que toda mi ilusión
es un monstruo que anda suelto por ahí
y que se escapa siempre como tú de mí
y que se escapa siempre como tú de mí
y aunque me empeñe en encontrar la frase exacta

O el acorde que destruya el hormigón
del que están hechos el orgullo y la arrogancia
y las batallas de vergüenza por honor

La verdad me sabe amarga al ver que toda mi ilusión
es un monstruo que anda suelto por ahí
y que se escapa siempre como tú de mí
y que se escapa siempre como tú de mí

Y me rompo en mil pedazos como un sueño de cristal
cuando estalla la verdad contra mi piel
y la noche se desangra en su brutal oscuridad
cuando las promesas mueren al nacer

Si el empeño nació ya siendo un fracaso
quien lo sabe hasta que no se ve llegar
yo dejé mi alma empeñada en una calle sucia y gris
a cambio de este sueño por vivir

Y mil tipos me persiguen locos por verme caer
colocándome sus trampas a los pies
pero me escapo de ellos como tú de mí
pero me escapo de ellos como tú de mí

(Revólver)

Ojalá



Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.
Ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.

Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve.
Ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

("Ojala",de Silvio Rodríguez)


Cosas que nunca te dije (5ª parte)




- Teléfono de la esperanza
- ¿Doctora Louis?
- No, soy Don Henderson,¿en qué puedo ayudarla?
- La doctora Louis me dio este teléfono..
- Ah sí, lo hacen muchos médicos, estamos aquí para ayudarla
- ¿Quien es usted?
- Don Henderson
- Si, eso ya lo sé. Pero ¿qué hace ahí?
- Pues escucho sus problemas y, si puedo, intento ayudarla. Dígame, ¿cuál es su problema?
- ¿Cómo sabe que tengo un problema?
- Bueno, porque todos tenemos alguno, y está llorando, y me da la impresión de que no llora de alegría
- Oiga soy una persona feliz...Era una persona feliz
- ¿Qué le ha pasado?
- Creo que la fe es muy injusta, me parece muy injusto que unas personas tengan fe y otras no la tengan
- ¿Por eso ha dejado de ser feliz?
- Nooooo sólo era una idea, algo que se me a cruzado por la cabeza
- ¿Qué le pasa?
- En la tienda no tienen el helado que me gusta...
- En su vida
- Cuando somos felices no nos damos cuenta, eso también es injusto. Deberíamos vivir la felicidad intensamente, y tendríamos que poderla guardar para que en los momentos que nos haga falta pudiéramos coger un poco del mismo modo en que guardamos cereales en la despensa o recambios de papel higiénico por si se acaba... ¿entiende?
- ¿Porque necesita recambios?
- ¿Y usted no?,¿ya es bastante feliz?
- No, no lo soy, pero no creo que lo necesite
- Dios mío, espero que no graben estas conversaciones
- No las grabamos
- ¿Y qué tal es eso de escuchar los problemas de la gente a media noche?
- Está bien. ¿De veras quiere saberlo?
- Sí
- Es, es mejor que quedarse en casa pensando en mis propios problemas
- ¿Y lo hace por eso?
- Escuche no creo que haya llamado para hablar de mi. Veo que ya no llora
- ¿Usted sabe qué es el amor?
- No,¿qué?
- Ya….

(Diálogo entre Ann y Don de "Cosas que nunca te dije", Isabel Coixet)

De un mundo raro



Cuando te hablen de amor y de ilusiones,
y te ofrezcan un sol y un cielo entero,
si te acuerdas de mí, no me menciones
porque vas a sentir amor del bueno.
Y si quieren saber de tu pasado
es preciso decir una mentira,
di que vienes de allá, de un mundo raro;
que no sabes llorar,
que no entiendes de amor
y que nunca has amado.
Porque yo a donde voy
hablaré de tu amor
como un sueño dorado;
y olvidando el rencor,
no diré que tu adiós
me volvió desgraciado.
Y si quieren saber de mi pasado
es preciso decir otra mentira,
les diré que llegué de un mundo raro,
que no sé del dolor,
que triunfé en el amor
y que nunca he llorado.

(Jose Alfredo Jiménez)

Esta boca es mía



Más vale que no tengas que elegir
entre el olvido y la memoria,
entre la nieve y el sudor.
Será mejor que aprendas a vivir
sobre la línea divisoria
que va del tedio a la pasión.
No dejes que te impidan galopar
ni los ladridos de los perros
ni la quijada de Caín.
Que no te dé el insomnio por contar
las gaviotas del destierro,
las amapolas de París.
Te engañas si me quieres confundir
esta canción desesperada
no tiene orgullo ni moral
se trata sólo de poder dormir
sin discutir con la almohada.
Dónde está el bien, dónde está el mal.
La guerra que se acerca estallará
mañana lunes por la tarde
y tú en el cine sin saber
quién es el malo mientras la ciudad
se llena de árboles que arden
y el cielo aprende a envejecer.
Y sal ahí
a defender el pan y la alegría.
Y sal ahí
para que sepan
que
esta boca es mía.

(Joaquín Sabina)

Juntos

domingo, 6 de julio de 2008



Nacisteis juntos y juntos
permanecéis para siempre.
Estaréis juntos cuando las blancas
alas de la muerte esparzan vuestros días.

Y también en la memoria silenciosa
de Dios estaréis juntos.
Pero dejad que los vientos del cielo
libren sus danzas entre vosotros.
Amaos el uno al otro, pero no hagáis
del amor una atadura.

Que sea, más bien;
un mar movible entre las
orillas de vuestras almas.

Llenaos uno al otro vuestras copas,
pero no bebáis de una sola copa.

Daos el uno al otro de vuestro pan,
pero no comáis del mismo trozo.

Cantad y bailad juntos y estad alegres,
pero que cada uno de vosotros
sea independiente.

Las cuerdas de un laúd están solas,
aunque tiemblen con la misma música.

Dad vuestro corazón pero no para que
vuestro compañero se adueñe de él.

Porque sólo la mano de la vida
puede contener los corazones.
Y permaneced juntos,
pero no demasiado juntos.

Porque los pilares sostienen el templo,
pero están separados.
Y ni el roble crece bajo la sombra del ciprés
ni el ciprés bajo la del roble

(GIBRÁN KHALIL GIBRÁN)

La Vida



La vida canta en nuestros silencios y sueña en nuestro sopor. Aún cuando estamos vencidos y tristes, la Vida está entronizada en lo alto. Y cuando lloramos, la Vida sonríe a la luz del día, y es libre aún cuando arrastramos nuestras cadenas. Muchas veces la nombramos con nombres amargos, pero sólo cuando nos sentimos amargos y oscuros.

Y la juzgamos inútil y vacía, pero sólo cuando el alma vaga por lugares desolados y el corazón esta ebrio de excesiva preocupación por sí mismo.
La Vida es profunda y alta y distante; y aunque vuestra vasta visión apenas alcance a sus pies, ella está cerca; y aunque sólo el aliento de vuestro aliento llegue a su corazón, la sombra de vuestra sombra cruza su rostro y el eco del más débil de vuestros gritos se convierte en su pecho en otoño y primavera.

Y la vida está velada y oculta, así como está oculto y velado vuestro ser más íntimo. Pero cuando la Vida habla, todos los vientos se vuelven palabras; y cuando vuelve a hablar, las sonrisas en nuestros labios y las lágrimas en nuestros ojos se hacen palabras también. Cuando ella canta, los sordos oyen y quedan cautivados; y cuando viene andando, los ciegos la ven y se quedan pasmados, y la siguen maravillados y atónitos.

(Khalil Gibran)

Anacronismos

viernes, 4 de julio de 2008



No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico. Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos.

Vivo en una casa colonial en la acera del sol del parque de San Nicolás, donde he pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un consorcio de italianos, y se reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.

El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.

Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse. Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en absoluto con gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor.

(Fragmento de "Memoria de mis putas tristes", Gabriel García Márquez)

Ayer



Ayer pasó el pasado lentamente
con su vacilación definitiva
sabiéndote infeliz y a la deriva
con tus dudas selladas en la frente

ayer pasó el pasado por el puente
y se llevó tu libertad cautiva
cambiando su silencio en carne viva
por tus leves alarmas de inocente

ayer pasó el pasado con su historia
y su deshilachada incertidumbre/
con su huella de espanto y de reproche

fue haciendo del dolor una costumbre
sembrando de fracasos tu memoria
y dejándote a solas con la noche.

(Mario Banedetti)

Cómo llenarte, soledad



Cómo llenarte, soledad,
sino contigo misma...

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en ti, encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en ti los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
como quien busca amigos o ignorados amantes;
diverso con el mundo,
fui luz serena y anhelo desbocado,
y en la lluvia sombría o en el sol evidente
quería una verdad que a ti te traicionase,
olvidando en mi afán
cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
con nubes sobre nubes de otoño desbordado
la luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
te negué por bien poco;
por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
por quietas amistades de sillón y de gesto,
por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
por los viejos placeres prohibidos
como los permitidos nauseabundos,
útiles solamente para el elegante salón susurrado,
en bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
que yo fui,
que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
limpios de otro deseo,
el sol, mi dios, la noche rumorosa,
la lluvia, intimidad de siempre,
el bosque y su alentar pagano,
el mar, el mar como su nombre hermoso;
y sobre todo ellos,
cuerpo oscuro y esbelto,
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
y tú me das fuerza y debilidad
como el ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aún cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo;
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y su deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.

(Luis Cernuda)

Todo el pasado



Todo el pasado se quiere apoderar de mí
y yo me quiero apoderar del futuro,
me dislocan la cabeza para que mire atrás
y yo quiero mirar adelante.

No me asustan la soledad y el silencio,
son los lugares preferidos de Dios
para manifestarse.

Mi eterna gratitud a los que me quieren,
siempre les recordaré a la hora del sol.

No puedo detenerme,
perdonad, tengo prisa,
soy un río de fuerza, si me detengo
moriré ahogada en mi propio remanso.

(Gloria Fuertes)

No decía palabras



No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.


La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.


Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Auque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe.


(Luis Cernuda)

Cuando te nombran



Cuando te nombran,
me roban un poquito de tu nombre;
parece mentira,
que media docena de letras digan tanto.
Mi locura seria deshacer las murallas con tu nombre,
iría pintando todas las paredes,
no quedaría un pozo
sin que yo asomara
para decir tu nombre,
ni montaña de piedra
donde yo no gritara
enseñándole al eco
tus seis letras distintas.
Mi locura sería,
enseñar a las aves a cantarlo,
enseñar a los peces a beberlo,
enseñar a los hombres que no hay nada,
como volverme loca y repetir tu nombre.
Mi locura sería olvidarme de todo,
de las 22 letras restantes, de los números,
de los libros leídos, de los versos creados.
Saludar con tu nombre.
Pedir pan con tu nombre.
- siempre dice lo mismo- dirían a mi paso,
y yo, tan orgullosa, tan feliz, tan campante.
Y me iré al otro mundo con tu nombre en la boca,
a todas las preguntas responderé tu nombre
- los jueces y los santos no van a entender nada-
Dios me condenaría a decirlo sin parar para siempre.

(Gloria Fuertes)

Ítaca




Si vas a emprender el viaje hacia Itaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes,
ni a fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante tí los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.

Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañará Itaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Itacas


(Konstantin Kavafis)

Espejismo

jueves, 3 de julio de 2008




Si llevo esta nostalgia

algunas veces

será porque dejé partes de mí

en otros lados

porque me traje a cambio

restos de aromas

y escondí en el pasado

los rastros de las huellas

caminadas


Si llevo esta nostalgia

algunas veces

será porque he aprehendido

la memoria

por que miro al presente

y al futuro

con parte de mis ojos

y de mi sombra


Será que llevo dentro

otro horizonte

que me regresa

a veces al olvido

y que el olvido

es solo un espejismo

que en las noches de luna

se aparece

que llueve entre las lluvias

su silencio

y rescata las muertes

los días domingo.

(Ana María Mayol)

Plenitud



...Me senté sobre sus rodillas, echándole los brazos al cuello, muy cerca, mirándolo sin pestañear. Olía a hombre limpio, a camisa recién planchada, a lavanda. Lo besé en su mejilla afeitada, en la frente, en las manos, firmes y morenas. Ayayay, mi niña, suspiró Riad Halabí y sentí su aliento tibio bajar por mi cuello, pasearse bajo mi blusa. El placer me erizó la piel y me endureció los senos. Caí en la cuenta que nunca había estado tan cerca de nadie y que llevaba siglos sin recibir una caricia. Tomé su cara, me aproximé con lentitud y lo besé en los labios largamente, aprendiendo la forma extraña de su boca, mientras un calor brutal me encendía los huesos, me estremecía el vientre. Tal vez por un instante él luchó contra sus propios deseos, pero de inmediato se abandonó para seguirme en el juego y explorarme también, hasta que la tensión fue insoportable y nos apartamos para tomar aire.
-Nadie me había besado en la boca -murmuró él.
-Tampoco a mí. -Y lo tomé de la mano para conducido al dormitorio.
-Espera, niña, no quiero perjudicarte... -Desde que murió Zulema no he vuelto a mensstruar. Es por el susto, dice la maestra... ella cree que ya no podré tener hijos -me sonrojé.
Toda la noche permanecimos juntos. Riad Halabí había pasado la vida inventando fórmulas de aproximación con un pañuelo en la cara. Era un hombre amable y delicado, ansioso de complacer y de ser aceptado, por eso había indagado todas las formas posibles de hacer el amor sin emplear los labios. Había convertido sus manos y todo el resto de su pesado cuerpo en un instrumento sensitivo, capaz de agasajar a una mujer bien dispuesta hasta colmarla de dicha. Ese encuentro fue tan definitivo para los dos, que pudo haber sido una ceremonia solemne, pero en cambio resultó alegre y risueño. Entramos juntos en un espacio donde no existía el tiempo natural y durante aquellas horas magníficas pudimos vivir en completa intimidad, sin pensar en nada más que en nosotros mismos, dos compañeros impúdicos y juguetones ofreciendo y recibiendo. Riad Halabí era sabio y tierno y esa noche me dio tanto placer, que habrían de pasar muchos años y varios hombres por mi vida antes que volviera a sentirme tan plena...

(Fragmento de Eva Luna, Isabel Allende)

Voy a Hacerte Feliz

miércoles, 2 de julio de 2008



Voy a hacerte feliz. Sufrirás tanto
que le pondrás mi nombre a la tristeza.
Mal contrastada, en tu balanza empieza
la caricia a valer menos que el llanto.

Cuánto me vas a enriquecer y cuánto
te vas a avergonzar de tu pobreza,
cuando aprendas -a solas- qué belleza
tiene la cara amarga del encanto.

Para ser tan feliz como yo he sido,
besa la espina, tiembla ante la rosa,
bendice con el labio malherido,

juégate entero contra cualquier cosa.
Yo entero me jugué. Ya me he perdido.
Mira si mi venganza es generosa.

(Antonio Gala)

Geografía humana



Mirad mi continente contenido
brazos, piernas y tronco inmesurado,
pequeños son mis pies, chicas mis manos,
hondos mis ojos, bastante bien mis senos.
Tengo un lago debajo de la frente,
a veces se desborda y por las cuencas,
donde se bañan las niñas de mis ojos,
cuando el llanto me llega hasta las piernas
y mis volcanes tiemblan en la danza.
Por el norte limito con la duda,
por el este limito con el otro,
por el oeste Corazón Abierto
y por el sur con tierra castellana.
Dentro del continente hay contenido,
los estados unidos de mi cuerpo,
el estado de pena por la noche,
el estado de risa por el alma
-estado de soltera todo el día-.
Al mediodía tengo terremotos
si el viento de una carta no me llega,
el fuego se enfurece y va y me arrasa
las cosechas de trigo de mi pecho.
El bosque de mis pelos mal peinados
se eriza cuando el río de la sangre
recorre el continente,
y por no haber pecado me perdona.
El mar que me rodea es muy variable,
se llama Mar Mayor o Mar de Gente
a veces me sacude los costados,
a veces me acaricia suavemente;
depende de las brisas o del tiempo,
del ciclo o del ciclón, tal vez depende,
el caso es que mi caso es ser la isla
llamada a sumergirse o sumergerse
en las aguas del océano humano
conocido por vulgo vulgarmente.
Acabo mi lección de geografía.
Mirad mi contenido continente.

(Gloria Fuertes)

Quizá El Amor Es Simplemente Esto



Quizá el amor es simplemente esto:
entregar una mano a otras dos manos,
olfatear una dorada nuca
y sentir que otro cuerpo nos responde en silencio.

El grito y el dolor se pierden, dejan
sólo las huellas de sus negros rebaños,
y nada más nos queda este presente eterno
de renovarse entre unos brazos

Maquina la frente tortuosos caminos
y el corazón con frecuencia se confunde,
mientras las manos, en su sencillo oficio,
torpes y humildes siempre aciertan.

En medio de la noche alza su queja
el desamado, y a las estrellas mezcla
en su triste destino.
Cuando exhausto baja los ojos, ve otros ojos
que infantiles se miran en los suyos.

Quizá el amor sea simplemente eso:
el gesto de acercarse y olvidarse.
Cada uno permanece siendo él mismo,
pero hay dos cuerpos que se funden.

Qué locura querer forzar un pecho
o una boca sellada.
Cerca del ofuscado, su caricia otro pecho exige,
otros labios, su beso,
su natural deleite otra criatura.

De madrugada, junto al frío,
el insomne contempla sus inusadas manos:
piensa orgulloso que todo allí termina;
por sus sienes las lágrimas resbalan...
Y sin embargo, el amor quizá sea sólo esto:
olvidarse del llanto, dar de beber con gozo
a la boca que nos da, gozosa, su agua;
resignarse a la paz inocente del tigre;
dormirse junto a un cuerpo que se duerme.

(Antonio Gala)

El Arma Que Te Di Pronto la Usaste




El arma que te di pronto la usaste
para herirme a traición y sangre fría.
Hoy te reclamo el arma, otra vez mía,
y el corazón en el que la clavaste.

Si en tu poder y fuerza confiaste,
de ahora en adelante desconfía:
era mi amor el que te permitía
triunfar en la batalla en que triunfaste.

Aunque aún mane la sangre del costado
donde melló su filo tu imprudencia,
ya el tiempo terminó de tu reinado.

Hecho a los gestos de la violencia,
con tu mala costumbre ten cuidado;
tú sólo no te hieras en mi ausencia.

(Antonio Gala)

Amor insatisfecho



Mi corazón se siente satisfecho
de haberte amado y nunca poseído;
así tu amor se salva del olvido
igual que mi ternura del despecho.

Jamás te vi desnuda sobre el lecho,
ni oí tu voz muriéndose en mi oído;
así ese bien fugaz no ha convertido
un ancho amor en un placer estrecho.

Cuanto el deleite suma a lo vivido
acrecentado se lo resta el pecho,
pues la ilusión se va por el sentido.

Y en ese hacer y deshacer lo hecho,
sólo un amor se salva del olvido,
y es el amor que queda insatisfecho.

(José Ángel Buesa)

Amor que libera



Ya no soy la niña amarga
que tenía un mar de llanto
y alta ortiga por el alma.
Ya no soy la niña enferma
que al oír risas lloraba;
ya salí del solitario
bosque que me acorralaba.
Ahora soy la niña verde,
porque floreció mi calma.
Ya no soy la loca triste,
ya no soy la niña blanca,
nuevo amor ha traspasado
con el nardo de su lanza
mi corazón, que ahora tiene
un nombre de menta y ámbar.
¡Ay cuánta sonrisa noto
que trepa por mis espaldas!
¡Qué brillo tienen mis ojos
-viudos de siete mil lágrimas-!
La vida me sabe a verso
y los besos a manzana.
-El monte arregla sus pinos,
por las rocas el mar baila-.
El amor danza en mi pecho.
¡Ya me quiere! ¡Ya me aguarda!
Ya no soy la loca triste,
que al oír risas gritaba;
ahora soy la niña dulce,
ya no soy mujer amarga.

(Gloria Fuertes)

A veces quiero preguntarte cosas...



A veces quiero preguntarte cosas,
y me intimidas tú con la mirada,
y retorno al silencio contagiada
del tímido perfume de tus rosas.

A veces quise no soñar contigo,
y cuanto más quería más soñaba,
por tus versos que yo saboreaba,
tú el rico de poemas, yo el mendigo.

Pero yo no adivino lo que invento,
y nunca inventaré lo que adivino
del nombre esclavo de mi pensamiento.

Adivino que no soy tu contento,
que a veces me recuerdas, imagino,
y al írtelo a decir mi voz no siento.

(Gloria Fuertes)

Diario de un Gigante



Lunes: La cúspide es tan aburrida. Una vez aquí, ya no hay nada más. Hoy es un día baldío, absurdo: tengo reunión del consejo. Lo único que vale la pena de las reuniones del lunes es que terminan de una vez con el domingo. Llevo una corbata roja. De seda. Muy aburrida. Contemplo las calles desde los ventanales de mi despacho. La gente se ve muy pequeña. ¿Cómo se vivirá allá abajo? Me aparto de la luz. Se hace tarde. Entro en la sala contigua. Ya están todos. Se ponen de pie. Soy el que manda. Es inevitable. Saludan, sonríen, temen. Me creen superior. Tienen razón.

Martes: La reunión de ayer fue inútil. Gráficos y diapositivas, cifras y ratios, previsiones vulgares y modelos trillados. Una reunión rutinaria. Ineficiente. Abominable. Les he vuelto a citar para hoy. Estaremos reunidos hasta que entiendan algo. Soy un genio. Ellos unos ineptos atados a una lógica sin brillo. No puedo permitirme la paciencia. No soporto su atonía. Son fungibles. Reemplazables. La corbata es azul. Me la quito antes de entrar en la sala. Cuando me ven sin ella se sienten incómodos, estúpidos, obsoletos. Tienen miedo. También motivos.

Miércoles: la corbata es verde. De seda. El nudo doble. Perfectamente ajustada. Soy el amo del mundo. El dinero fluye. Seré más rico dentro de una hora. La economía es geometría. Soy el gran geómetra. Veo la luz. Entro en la sala con energía. Ya están todos. Pobres. Los cuellos de sus camisas abiertas semejan velas de navío a la deriva. No soporto el descuido en el vestir. Esto no es un bar. Esto es un templo. Mis pensamientos valen dinero. Son dinero. Y ellos, ¿qué me ofrecen? De nuevo más gráficos, más cifras, menos sentido. Qué estéril pantomima. Son unos inútiles. ¿Cómo puede ser que todavía les pague por su trabajo?

Jueves: Estoy a años luz. Ganar dinero es un símbolo, una señal, el destino. No me interesa el dinero. Es algo que surge, fluye, circula. Es aire, agua, tierra y fuego. No tiene mérito. Sólo permite comprar cosas. Yo quiero todavía más, no me basta con comprarlo todo. Ya lo tengo. Lo quiero comprar otra vez. Soy un gigante. El ventanal es enorme. Asomado, las calles están cada vez más lejos. Hoy llevo pajarita. Quiero enseñarles algo. Entro en la sala. Algunos no llevan corbata, otros la llevan azul, y otros verde. ¿Por qué pierdo el tiempo? No entienden nada. Me marcho sin dirigirles la palabra.

Viernes: Unos llevan corbata, otros pajarita, otros nada. De repente, tengo una idea, una visión. Lo veo todo claro. Me quito la mía. Es de seda. Es amarilla. Le hago un nudo. Me quedo callado. Espero una respuesta. Todos callan. Dudan. Me levanto con la corbata en la mano y les pregunto qué han entendido. Silencio. Minutos de silencio. Carraspeos. Más dudas. Un vicepresidente levanta la mano con timidez, sugiere que tal vez nuestra estrategia en la fusión no está bien planteada. Demasiado primario. Le destituyo. No entienden nada. No ven lo que yo veo. Nadie lo ve. Son muy pequeños. La cúspide es tan aburrida.

Sábado: me aburro. El chalet se me cae encima. Me gustaría ahogar a toda mi familia en la piscina. Mientras comemos en silencio pienso que debería hacerlo. Son tan imperfectos. Está decidido, voy a hacerlo. Pero hace frío. Cambio de idea. Les doy dinero. Así me dejarán en paz. Todos se van. Me aburro. Llamo a mi secretaria, siempre está disponible, para eso le pago. Le dicto cartas incomprensibles. Nadie las recibirá, pero es todo tan aburrido. La miro y me doy cuenta de que tiene buenas tetas. ¿La contrataría por eso? A juzgar por su nefasta taquigrafía pienso que esa debió ser la razón. ¿Me autoriza eso a tocárselas? No es seguro, pero lo hago de todas formas. Soy el amo del universo. Tiene los pechos firmes y suaves, me resultan familiares. La poseo dentro del mercedes; creo que no es la primera vez. Se va con las cartas. Que aburrimiento.

Domingo: ojalá no existiera. Estoy cansado de jugar al golf. ¿Quién diablos es toda esta gente?

Lunes: La cúspide es tan aburrida. Una vez aquí, ya no hay nada más. Hoy es un día baldío, absurdo: tengo reunión del consejo. Lo único que vale la pena de las reuniones del lunes es que terminan de una vez con el domingo. Llevo una corbata amarilla, de seda, el nudo Windsor. En la sala está el presidente sentado en mi sitio. No lo esperaba. Nadie lo esperaba. Le tenemos miedo. Lleva una corbata igual a la mía. Es una mala señal. Es un ser superior. Un gigante. Debería haberme puesto la roja. Dice algo de la fusión. Por lo visto el precio de las acciones se ha derrumbado en todos los mercados. De Nueva York a Tokio. Ha sido un desastre. Miro por la ventana. El suelo se ve un poco más cerca.

Martes: recojo mis cosas. Caben en una caja de cartón. Una caja pequeña. Muy pequeña. Mi corbata roja cuelga a un lado como una lengua muerta. El gran ventanal queda a mi espalda. Los cristales son blindados. No se puede abrir. No puedo saltar. Nadie ha podido. Está todo tan bien pensado. Mis cosas son pequeñas y caben todas en una caja. Apenas unas corbatas de seda y las fotos de una familia que no reconozco. Me despido de mi secretaria. No me dirige la palabra. Tiene buenas tetas. ¿La contrataría por eso? Salgo a la calle. Hace frío. El mercedes se lo está llevando la grúa. Regalo mis corbatas a los viandantes. Tiro la caja a un contenedor. Me siento en el suelo y miró hacía la cúspide. ¿Cómo se vivirá allí arriba? Debe ser apasionante. El fracaso es tan aburrido.


(Miquel Silvestre)

El Reflejo



Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.
-¡Oh! -les respondió el río- aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.
-¡Oh! -prosiguieron las flores de los campos- ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.
-¿Era hermoso? -preguntó el río.
-¿Y quién mejor que tú para saberlo? -dijeron las flores-. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza...
-Si yo lo amaba -respondió el río- es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.


(Oscar Wilde)

Al otro lado de las montañas

martes, 1 de julio de 2008



“Alguien dijo que había ciudades para soñar
al otro lado de las montañas.
No dijo si estaban suspendidas en el aire,
sumergidas en las lagunas,
o perdidas en el corazón del bosque.
Los que allá fueron nada encontraron,
ni altas torres ni jardines
ni mujeres hilando en el atrio,
ni un muchacho aprendiendo a tocar la gaita.
Solo yo traje algo para seguir soñando
algo visto y no visto en la niebla de la mañana,
algo que era una flor o un mirlo de oro
o un pie descalzo de mujer,
un sueño de otro que se ponía a dormir en mi,
echado en mis ojos,
pidiéndome que lo soñase mas allá de las montañas,
donde no hay ciudades para soñar.
Y ahora mi oficio es soñar, y no se
si soy yo quien sueño, o es que por mi sueñan
campos, miradas azules, palomas que juegan con un niño,
o una mano pequeña y fría que me acaricia el corazón.”

(Álvaro Cunqueiro)

Credo



Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de los choques de autos, en la paz de los bosques sumergidos, en la excitación de las playas de vacaciones cuando están desiertas, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de muchos pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.

Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.

Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los ómnibus de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.

No creo en nada.

Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.

Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los vellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.

Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un chico con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.

Creo en la delicadeza de los bisturíes quirúrgicos, en la ilimitada geometría de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.

Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.

Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.

Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.

Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.

Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación. Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza.

Creo en todos los niños.

Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.

Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.

Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.

(James G. Ballard)

Destino



Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es anima de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo del tigre.

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos


(Rosario Castellanos)

Espero curarme de ti



Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, mi es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú saber cómo te digo que te quiero cuando digo: "qué calor hace", "dame agua", "¿sabes manejar?,"se hizo de noche"... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho "ya es tarde", y tú sabías que decía "te quiero".)

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que tú quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.

(Jaime Sabines)
 

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