No te rindas

miércoles, 28 de abril de 2010



No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo,
Aceptar tus sombras,
Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.

No te rindas que la vida es eso,
Continuar el viaje, Perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo, Correr los escombros,
Y destapar el cielo.

No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se esconda,
Y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma
Aún hay vida en tus sueños.
Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo
Porque lo has querido y porque te quiero
Porque existe el vino y el amor, es cierto.
Porque no hay heridas que no cure el tiempo.
Abrir las puertas, Quitar los cerrojos,
Abandonar las murallas que te protegieron,
Vivir la vida y aceptar el reto,
Recuperar la risa, Ensayar un canto,
Bajar la guardia y extender las manos
Desplegar las alas E intentar de nuevo,
Celebrar la vida y retomar los cielos.

No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma,
Aún hay vida en tus sueños
Porque cada día es un comienzo nuevo,
Porque esta es la hora y el mejor momento.
Porque no estás solo, porque yo te quiero.

(Mario Benedetti)

La niña que habita en mí

martes, 20 de abril de 2010



La niña que habita en mí está triste y trata de pedirme cuentas. No sé cómo responder a sus preguntas. Ni siquiera sé por qué ya no me parezco a ella. Intenté ser fiel a sus principios –que fueron los míos en otro tiempo- y sin embargo, en alguna parte del camino empecé a desprenderme de ella, como si fuera una segunda piel. Por eso ahora llora y murmura insultos infantiles que se me clavan como pequeños alfileres en el ego, como las lanzas de los liliputienses en el cuerpo de Gulliver, que han ido creando una gotera del tamaño de un agujero negro en mi conciencia.

Y esa niña que fui, no me deja dormir. La oigo llorar por las noches. Sé que, de alguna forma, se siente traicionada. Por eso coge berrinches propios de su edad y de su inmadurez. Miento. Esa niña que fui, nunca fue inmadura. Nadie se lo permitió jamás y ahora se queja también de su infancia olvidada en algún lugar de este mundo.

Creo que ya no hay vuelta atrás. La he decepcionado y se rebela. Está haciendo una hoguera con los juguetes que tuve hace años, porque ya no le sirven para nada.

Si pudiera volver atrás, con un enorme borrador podría explicarle a esa niña que las cosas nunca son como te las cuentan de pequeña… Si me dejaran volver atrás y contarle su(mi) vida para que no cayera en los mismos errores en los que yo caí...ahora no estaría enfadada conmigo, ni triste, recogiendo los trozos de sus sueños rotos dentro de mi estómago, donde los siento como cristales…

Si alguna vez pudiera mirarla a los ojos, le diría que aquel trabajo que hizo en sexto marcó muchas actuaciones posteriores en su vida, aunque no llegará nunca a perder la ingenuidad y la confianza en la gente. Probablemente, aquella escena -que recuerda con pánico- fue un punto de inflexión en su(mi) historia.

Y si volviese atrás, trataría de decirle que valore los fracasos en la proporción que se merecen, para no eclipsar los éxitos que vivirá siempre con demasiada naturalidad.

Y si eso pudiera suceder, le pediría que intentase vivir un poco más deprisa para jugar a las muñecas al llegar a los treinta…porque si ahora se olvida de vivir, nunca podrá hacerlo después y eso evitará que tenga que mirar para otro lado cuando le pregunte la gente por sus "juguetes rotos".

Y si alguna vez fuera posible hablar con ella, le diría que el amor llegará de repente un día y desde entonces nunca volverá a estar sola. Y le confesaría que nunca ha sido fea, y que cuando comience a contemplarse en los espejos le gustará lo que ve y así empezará su leyenda…

Y trataría de pedirle que dejara de discutir con mamá, porque con los años la discusiones se olvidan -como los recuerdos- y acaban por convertir a las mariposas en luciérnagas…Intentaría explicarle que la única persona que siempre estará a su lado será papá, aunque ahora le parezca ausente, pero de eso ya se ha dado cuenta ella sola… E insistiría en que aproveche los años que tiene por delante para disfrutar de las personas que irá perdiendo poco a poco en el camino…

Y por último le diría que los niños dejan de serlo algún día porque, cuando menos lo esperan, alguien empieza a tratarlos de usted y entonces, cuando se miran en un espejo, han dejado de reconocerse y echan de menos al niño que llevan dentro…

(La Dama)

Cantares



Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.

Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...
Nunca perseguí la gloria.

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...

Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar:
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse, le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso.

(Joan Manuel Serrat)

Un rasgar de navaja

viernes, 2 de abril de 2010



Mi vida era monótona. A mi alrededor circulaban a todas horas personas que ya me eran conocidas. Siempre las veía en ese trasiego diario que procura cierto estrés. Sin embargo, nunca terminaba de cansarme de ellas. Les oía hablar, gritar o discutir. Veía pasear parejas que enlazaban sus manos en un fugaz deseo por asirse eternamente; niños que chisporroteaban en la fuente del parque como peces con vida fuera del agua; y en los fines de semana, me hacían compañía los mozos del pueblo mientras compartían botellones y fumatas hasta alcanzar ebriedades para mí algo embarazosas. Pero era, pese a todo, relativamente feliz.
Ese permanente fluir de vida, sin embargo, en ocasiones turbaba mi ánimo: nadie hablaba conmigo, todos pasaban de largo y, los que se paraban, lo hacía de manera casual, como si el azar les hubiera llevado hasta mí sin un propósito claro.
Estaba convencido de que mi naturaleza era muy distinta a la de todas aquellas gentes que daban color a los fríos amaneceres y, alguna vez, algo de miedo en las oscuridades de la noche. Trataba de hablar con ellos, de comunicarme, pero no me contestaban. Simplemente se limitaban a dejar caer extrañas cosas cobre mi cuerpo o a apoyarse débilmente sobre mí para recuperarse de alguna fatiga pasajera. Entonces yo les observaba, les estudiaba, y era cuando más intensamente notaba que había algo físico, como dos dimensiones demasiado alejadas que nos distanciara levantando una barrera de imposible franqueo. Aún así, allí seguía yo, en un mundo, para mí, plagado de seres complejos sin poder comunicarme con nadie. Así pasaban las estaciones, los años…, en aquel rincón olvidado de la ciudad.
Los que una vez fueron niños, ahora veía que ya eran papás con retoños prendidos de sus brazos. Y como hicieran ellos hace mucho, ahora eran sus niños los que se me acercaban, los que me tocaban y empujaban, hasta que la voz autoritaria de papá les reprendía para alejarse nuevamente. Mirando esos niños, recuperaba para mi memoria la imagen de sus padres enamorados, regalándose complicidades inocentes y algún atrevido beso en mi presencia, sin ellos notarla. Había pasado más de quince años –pensaba- y en un pequeño trozo de mi cuerpo permanecía la memoria de aquel mutuo compromiso que en un tembloroso rasgar de navaja grabaron en mi superficie: “Roberto y Laura, amor... Octubre de 1990”.
Cuántas historias, cuántas frases para adornar la eternidad, cuántas promesas incumplidas y también cuántos sueños hechos realidad adornaban mi cada vez más avejentado aspecto, con ese maravilloso rasgar de navaja a que tan aficionadas eran las parejas. Yo era como el gran depositario de sus encuentros furtivos, de los ‘te quiero’ vespertinos con sus primeros cigarrillos mal apagados... Aunque no me comunicase con ellos, estoy seguro de que formaré una especie de segunda piel en lo más profundo de sus corazones, de sus primeros pálpitos.
Una noche extremadamente gélida, de esas que a nadie le apetece caminar por la calle, noté la presencia de los gamberros del barrio. Ya los conocía de otras veces. Ingerían unos líquidos de indefinibles colores y entonaban unos sonidos que podrían despertar al más profundo sueño. Cuando llegaron donde yo estaba, uno de ellos me sacudió una fatal patada que perforó mi estructura delantera, con rabia endemoniada, mientras otro estrelló su botella de vidrio vacía contra una parte de mi cuerpo que aún estaba en buen estado, al tiempo que el resto del grupo les seguían en ensordecedores risotadas en señal de aprobación. Era ya media noche. Mi cuerpo estaba malherido y todo en mí eran grietas que amenazaban con destruirme en mil pedazos. Entonces llegó el camión de la basura, lo que alertó y disuadió a la gamberrería. Se detuvo a mi lado y dos hombres con igual indumentaria bajaron de la cabina del camión. Mientras la plataforma trasera descendía, oí como uno le decía al otro:
-Oye, vacía esa sucia papelera y arráncala de ahí. Tenemos que tirarla ya. ¡Está hecha un asco!

(Claudio Rizo)
 

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