La Mujer Muerta

jueves, 12 de junio de 2008



Aunque no contaba todavía treinta años, madame Gaillard ya tenía la vida a sus espaldas. Su aspecto exterior correspondía a su verdadera edad, pero al mismo tiempo aparentaba el doble, el triple y el céntuplo de sus años, es decir, parecía la momia de una jovencita. Interiormente, hacía mucho tiempo que estaba muerta. De niña había recibido de su padre un golpe en la frente con el atizador, justo encima del arranque de la nariz, y desde entonces carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano, así como de cualquier pasión. Tras aquel único golpe, la ternura le fue tan ajena como la aversión, y la alegría tan extraña como la desesperanza. No sintió nada cuando más tarde cohabitó con un hombre y tampoco cuando parió a sus hijos. No lloró a los que se le murieron ni se alegró de los que le quedaron. Cuando su marido le pegaba, no se estremecía, y no experimentó ningún alivio cuando él murió del cólera en el Hôtel-Dieu. Las dos únicas sensaciones que conocía eran un ligerísimo decaimiento cuando se aproximaba la jaqueca mensual y una ligerísima animación cuando desaparecía. Salvo en estos dos casos, aquella mujer muerta no sentía nada.

(El Perfume, Patrick Süskind)

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