En realidad siempre he conocido su atracción por mí; confieso que aprovechaba esta coyuntura para elevar en esos momentos mi autoestima tan deteriorada. “Lo nuestro” y quede claro que en ningún momento se transgredió el límite de las palabras delante de un copa, fue una no-relación que me ayudó a superar los desastres sentimentales desde Amor número 10. Y más que parasitismo fue simbiosis. Durante años nos comportamos como un liquen humano: yo le contaba cuentos y él me daba una visión diferente de la vida. Era un ilusionista que sacaba de su chistera un conejo blanco para hacerme sonreír aquellos días de lluvia. Sacaba del bolsillo su gama de grises cuando yo lo veía todo blanco o negro. Ese era mi amigo. Y digo era porque tras la aparición en escena de mi último Amor, hace dos años, él dio un paso atrás y se replegó sobre sí mismo para meterse en el baúl de mis recuerdos. Hace unos meses lo vi por última vez en un congreso. Le presenté a Amor nº 14 y él, un tanto incómodo por la situación se despidió enseguida, con una excusa poco elaborada. Desde entonces no habíamos vuelto a cruzarnos hasta hoy. Le conté que venía de mirar vestidos para mi boda en otoño. Él me dio la enhorabuena y un millón de besos. Tras la euforia llegó la calma y nos pusimos serios. Hubo un instante de silencio durante el cual yo contemplaba distraída a la gente escondida en sus abrigos pasar cerca del autobús. Él entonces sin mirarme me dijo:
- Nunca te lo he dicho y ahora quizá sea demasiado tarde, pero siempre me gustó tu belleza triste y ese aire de musa de Romero de Torres. No quiero que me mires ni que digas nada. Tú no tienes la culpa. Yo fui demasiado torpe o no, simplemente no ocurrió y nada más. Durante estos años he estado conteniendo las palabras que ensayaba delante de un espejo, para decírtelas un día. Ese día que nunca llegó. Ahora te las doy porque ya no me pertenecen y no sé que hacer con ellas. Pero no quería quedármelas… porque…bueno, ya sabes…Te llamaré, preciosa.
Y diciendo esto llegamos a su parada. Se despidió rápido, tocándome una mano y sin que me diese tiempo a responder nada. Bajó del autobús junto a otros tres viajeros. Después me miró y me dedicó una última sonrisa. Y yo me quedé en el 33 como siempre, con mi cara de musa más triste aún si cabe, después de la brisa helada de sus palabras.
La Dama

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