
(Joaquín Sabina: “Quería ser sólo una perversa canción infantil pero se ha convertido en el himno de los conciertos de esta gira. Se la debo a unas fiebres de mi hija Carmela.”)
Esto es una maleta llena de cosas que ya no uso: electrocardiograma con taquicardia después de colgar el teléfono, un kimono de andar por casa después de una mañana de resaca y una ducha fría un día de calor sofocante, para perder de vista por el desagüe cosas que nunca te dije...
(Joaquín Sabina: “Quería ser sólo una perversa canción infantil pero se ha convertido en el himno de los conciertos de esta gira. Se la debo a unas fiebres de mi hija Carmela.”)
Un hilo de baba líquida se derrama por la comisura de sus labios. Sus ojos miran alrededor, tiemblan de miedo, de impotencia, y apenas puede emitir un sonido sordo que a nadie llega en un vacío cruel. Al poco aparece la asistenta. Le limpia la boca, encajada entre salivas que actúan de cemento en sus labios, y le dedica una sonrisa abierta a la que nunca corresponde. El gesto de ese hombre delata la irreversible quietud de un cuerpo que transita por las tinieblas de la dependencia, al modo de una figura sujeta a los cables de una tramoya que la tienen maniatada. Y su voz, cada día más hilo quebradizo, llora en silencio palabras que se estrellan en la estulticia, en la moralina de una sociedad hipócrita y pacata con el "más allá".
La asistenta ya reconoce y lee en sus párpados: tanto tiempo a su lado le han conferido capacidades intelectivas que sólo ella entiende, como si entre ellos dos se hubiera creado un sistema de símbolos y expresiones que configura un lenguaje nuevo y exclusivo. Le está diciendo que se ha orinado, que se ha vuelto a orinar. Sí. Es la tercera vez en la mañana. Y comprueba que hasta los camales del pijama han adquirido una tonalidad oscura y viscosa que lo atrapa como una tela de araña inmensa de la que no se puede salir. Hace 15 años su coche se empotró secamente contra un árbol…; iría hablando de fútbol, escuchando una canción o, quién sabe, planeando con su chica una cena inolvidable. Un giro de una crueldad innombrable le dejó clavado, hincado a la Tierra, sobre el metro y medio de una cama inerte y sin alma. Su novia salió ilesa. Milagrosamente, magulladuras, raspaduras y un fuerte golpe en el brazo fueron las solas señales del accidente. Al año lo abandonó. Huyó. Asistir a su decadencia progresiva fue también para ella un cadalso insoportable. Pero ella sí podía correr…
¿Hay un mundo mejor? –se interroga-. No importa la respuesta. Nadie está dispuesto a liberarlo de las argollas del sufrimiento… Escucha razones: “La vida es un regalo, un don que no siempre se sabe interpretar; hay designios que deben ser aceptados como prueba máxima de Amor.”, escucha decir a un cura entrado en carnes, mientras le desliza suavemente la mano por su frente y lo mira con condescendencia. “Aunque nada hubiera tras la vida –diría si pudiera-, ¡mejor el desenlace de esa nada que la consciencia agonizante de saberte muerto!”. Ya no puede más. No quiere poder. Ni la paciencia ni la esperanza ni la súplica ejercen de consuelo a un corazón que bombea dentro de un caparazón sin aire. Hace demasiado que sus ojos sólo siguen de lejos el movimiento de quienes le visitan: sobrinos que, contemplativos, preguntan por qué su tío no los acaricia, no los impulsa a los cielos ni les compra helados en verano; o la desolación rota de unos padres que caminan alrededor de su lecho la peor condena: ver la degradación paulatina, milímetro a milímetro, segundo a segundo, del hijo que un día les sonrió y les dijo, “Os quiero”.
Tiene 40 años. Y ha vivido 25. ¿Llegará a estar más tiempo muerto que vivo? Sólo el hombre sabe cuánto y por qué alargar una agonía sin retorno, mientras las justificaciones religiosas opacan un dolor amigo del infierno, de ese fuego que todo lo corroe, todo..., excepto la consciencia de saberse para siempre ardiendo, sin fin. La condena para un inocente que ni el derecho a un último "vuelo" se le concede; un inocente que calla, calla, calla...
(Claudio Rizo)
Detrás de qué ventana está el paisaje que pintamos
qué tipo de astronave nos conducirá hasta aquí
en qué escalón se llegara a echar los sueños a vivir
Qué tipo de color dará a la vida una respuesta
dónde podré encontrar las migas que tire al partir
estos bolsillos pueden dar fe de que hay cosas que perdí
Y si ésta se cierra que otra quede entreabierta
qué será de las ventanas que no abrí
qué será de los temores, qué será de las canciones
cuando el mundo sea tal como pedí.
Qué tipo de alimento engordará nuestra conciencia
qué tipo de locura nos recetarán al fin
para que un niño pueda ver
lo que con otros me perdí.
(Antonio de Pinto)
Hoy he abierto una caja, de esas que, arrumbadas largo tiempo, guardan recuerdos y secretos debajo de una ligera cortina de polvo. Vivencias almacenadas en pocos centímetros, en las catacumbas de lo invisible, ajenas a los minutos del presente, quizás porque algún día dejaron de serme útiles y preferí darles un descanso justo. Libros a través de los que viajé, utensilios que me valdrían para arreglar un monopatín, postales de lugares que visité, alguna fotografía mal enfocada, quebradiza, con una cicatriz sobre la imagen de alguien con quien sonreí, incluso cartas escritas por un corazón ilusionado cuya destinataria nunca recibió. Vacié y vacié, desenrollando las toneladas de sentimientos unidos a cada uno de ellos como una madeja de hilo que nunca termina de girar. Al fondo de la caja, descubrí un último objeto. Luminoso, revelador, ese sin el que posiblemente yo no hubiera sido el mismo. A buen seguro. De pequeño tamaño, color negro, con una diminuta rueda en su lateral que hacía mucho que no rulaba, y con múltiples agujeritos como si un ciempiés hubiera bailado la danza del vientre sobre él durante años.
Lo saqué y me devolvió de golpe a la infancia; en una milésima de segundo, y sin permiso, pues así actúa la memoria del corazón cuando tropieza con algo inolvidable. Me transportó a aquellos domingos otoñales, con una vida todavía por escribir, alfombras de hojas desparramadas libremente por el suelo y el aire filtrándose, frío ya, entre ese objeto y mi oído; apoyó mi cabeza sobre la almohada bajo la que una voz cálida me susurraba confidencias de personas que no conocía pero que cada noche me resultaban más familiares; y a los cines, también me devolvió a los cines en los que me parapetaba de un plomo de cinta escuchando en su oscura clandestinidad los goles de la jornada. Su sonido enlatado me sugería mundos nuevos, me permitía viajar lejos, pendido de un simple pensamiento, sin tomar el avión o sin subir a un tren. Fabulaba historias, imaginaba los rostros que me hablaban en la madrugada, novelaba territorios inexistentes en una quietud de soledad maravillosa. Porque la radio, esos agujerillos por los que se filtraba el latido, el bombeo del mundo y de sus gentes, conoció gran parte de mis secretos. Y los conserva, sin derramarlos. Porque disfrutada a solas, la radio, en su complicidad y charlatanería, extiende un manto de posibilidades imaginativas que la imagen roba.
El día en que mi voz, mi propia voz, delgada como un hilo de pescar, también emergió de su interior, llegando a oídos anónimos, desconocidos, sin rostro, padecí de un temblor de piernas que me duró semanas. No fue un bautizo fácil, lo confieso. Sólo dieciséis años, más acné que arrestos, cuando recité cual actor en obra de teatro al entonces Presidente del Hércules, Emilio Orgilés, el interrogatorio de preguntas que mi querido padre me escribió un día antes en una libreta grande, con tapas azules, y que aún protejo como si de la edición más antigua de El Quijote se tratara. Era el sonido de un robot teledirigido, mi voz. Pero llegó la música, a los meses… y me solté. Abrí los brazos y atrapé todo lo que en ellos cupo. Radio Novelda.
Hoy que me atreví a devolverle la luz y el alma a esa caja arrumbada en el fondo de un armario, quiso el destino que aún estuvieras ahí, arrinconada, garante de mi pasado, con tus pilas ya ganadas por el óxido…, pero al acercar de nuevo mi oído a tu cuerpecillo, al percibir cierto aroma de mi pasado en ti, detuve el tiempo, lo retrocedí y… aún, aún escuché, o creí estar escuchando, el desgañitado grito de un locutor entre el fervor de un gentío exultante: “¡Gol, gol, goooooooooooool!”.
(Claudio Rizo)
Y eso que nunca he fumado, aunque hice el intento en la adolescencia, pero no sabía echar el humo y me asfixiaba. Me quedé con las ganas, como en otras muchas cosas que vinieron después...
Era un mal día para empezar a escuchar jazz. El jazz es una afición nueva que tengo pendiente. Alguien me la ha contagiado. Los hobbies y los vicios se contagian, está comprobado. Lo dicen ocho de cada diez dentistas en España (los mismos que fueron entrevistados para el anuncio de Colgate). También el malhumor, el acento y la gesticulación. Sólo tienes que tener las compañías adecuadas. Dime con quién andas y te diré qué te ha contagiado... Eso decía mi abuela.
No me cuesta nada mimetizarme con el ambiente. Soy un camaleón humano. Se me pegan las costumbres (las buenas y las no tanto), las pausas y los dejes en el habla y la forma de caminar. El estilo no, eso es imposible. No hay improvisación que parchee el estilo.
No era el mejor día para coger el autobús. Lo sé: dejar tu destino al azar en manos de que el conductor tenga un buen día, es definitivamente arriesgado. Pero con frecuencia lo hago. Me refiero a arriesgarme. Siempre he jugado en la rueda de la fortuna. Y además evito sufrir con el coche porque tengo un trauma con el aparcamiento. Y, dicho sea de paso, una cruzada con el ayuntamiento. El alcalde pretende financiar sus obras salomónicas con mis denuncias. Creo que me ha puesto un vigilante de zona azul dedicado a perseguirme, con un cronómetro esperando a que me pase un minuto para multarme. Y como sabe que la puntualidad no es mi fuerte…
Era un día desastroso para ver a un ex. Me he encontrado con Amor nº 10 y se me han atragantado las palabras, como el humo que intentaba canalizar de los cigarros de mi adolescencia. Sin embargo ha sido exitoso reencontrarme con mi pasado, en forma de una antigua compañera que se ha quedado petrificada al verme. En cualquier otra persona lo hubiera pasado por alto, pero en ella, que hace diez años me miraba por encima del hombro…me he dado el gustazo, la verdad. Ha sido como ir a una de esas fiestas de antiguos alumnos, donde el patito feo que recordaban todos ahora es un cisne de un blanco inmaculado...
No era el mejor día para dirigir el mundo (mi mundo). Ayer me sentía con la mecha apagada. Y todo lo sufrió un repartidor de sueños o de caprichos (según se mire), que tiene conmigo una paciencia infinita.
Hoy habría sido un mal día para dejar de fumar. Menos mal que no he tenido que hacerlo…
(La Dama)
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