Señorita Josefina envía un mensaje

domingo, 13 de julio de 2014


No crean ustedes que lo que voy a contarles sucede todos los días; lo excepcional es que alguna vez ocurra… pero si pasa, por años que vivas, no llegas a olvidarlo. 

Corría 1957. Novelda se desperezaba entre la neblina de una postguerra que ya parecía durar una vida. Aun así, en las calles, vestidas más de polvo que de alquitrán, se palpaba cierta esperanza en los rostros de quienes venían de tiempos de represalias y escondites, todavía en ellos algo frescos; los niños empezaban a jugar en parques que ya no eran fríos, ni deshumanizados como antaño, corriendo tras la pelota o jugando al gua, a la comba… y las personas, en general, empezaba a mirar a la cara sin la preocupación o el miedo de años anteriores.

Dábase entonces en Novelda una mano de obra que transitaba entre la agricultura, las especias, y una pizca incipiente de mármol, material este que más tarde se convertiría en impulso para el definitivo desarrollo comercial de tantas empresas del pueblo. En ese contexto vivía yo, arrebujada en mis modestas desventuras de una jovencita de 16 años, en casa de mis padres, una planta baja situada en la calle Valencia, esquinera, generosa en sol y a pocos metros de una de las empresas de mayor prosperidad, conocida como “la Improver”, al modo de un guardián periférico que daba trabajo a muchos jóvenes de la población y de otras colindantes que no dudaron en hacer las maletas a fin de conseguir un sustento caro en esos años de esfuerzos y migraciones con riesgo. 

Tuve la fortuna de trabajar allí, entre aquellas paredes que olían a tierra que da frutos, y lo hice durante muchos años, gran parte de mi juventud. Improver comercializaba uva y tomate, básicamente. Tras previa selección y adecuación en cajas, se enviaban a destinos lejanísimos para nosotras y en cierto modo imaginarios, o incluso novelescos, tales como Alemania, Francia, Inglaterra o la bucólica Escocia. A mi edad de entonces, una casi se siente autorizada para emprender sin permiso un viaje oculto, sin pasaporte ni precio de embarque. Tenía para mí que las casualidades no existen, y que si se dan es porque se buscan o porque al menos se intenta. Lo improbable era pues algo subestimado, accesible. O eso creía.

Un día me dio por escribirle al destino, a cualquiera... A modo de travesura me apeteció hablarle y contarle quién era en una hoja de papel que rescaté de no recuerdo dónde, sabiendo que aquello no iría a ningún lugar, conociendo que las historias con final feliz que en casa leía algunos sábados por la tarde, adormecida en el agradable calor del brasero, tenían su verdad ahí y que ahí quedaban, en esos libros; que la nota que acaba de escribir, apenas con mi nombre y dirección, acabaría en el fondo de una papelera, destruida o, en el mejor de los casos, mostrada por el añorado receptor de mis anhelos entre alguna que otra risa a sus amigos de bar al calor de una cerveza bien fría. No lo sé, no tenía las ideas claras entonces, pero quizá en cierto sentido lo que deseaba era volar, sí, volar… ¿o acaso no de eso se nutre la juventud, de vuelos impensados, atados a la ingravidez de una simple pero feliz tontería estampada en un papel emborronado?: “Soy Josefina, vivo en Novelda, provincia de alicante, con domicilio en… y me gustaría mantener correspondencia”. Escueta, ¡pero para qué más!

Allá abajo, sobre la rojez y suavidad de aquellos tomates con todo mi cariño tantas veces colocados en cajas, elegidos por formas, tonos, texturas… sin saberlo, había sellado uno de los episodios más emotivos que una persona pueda narrar y que por siempre me acompañó.

Una carta, que parecía de todo punto imposible. Un día cualquiera llegó. Mi madre me la entregó. Estaba escrita en un español mediocre aunque entendible y con grafía elegante. Se me partió en dos el cuerpo, o eso presentí, invadida por una indescriptible emoción entre la sorpresa, inquietud y recelo a partes iguales. No era posible que alguien hubiera respondido a mi demanda, la de una chica cualquiera en un pueblo cualquiera: “Hola, Josefina: me llamo Peter Anderson y en correspondencia a la nota dejada por usted en una caja de tomates que compré en el mercado de Glasgow, me gustaría ofrecerle mi amistad, si la acepta. Con todos los respetos, se despide…”. 

Una alegría que trataba de refrenar me comía por dentro, haciéndome grande, conquistadora, importante…, especial. En cuanto me recuperé y asumí un poco lo que terminaba de pasarme, fui brincando hasta la habitación, sin poder contener saltos y sonrisas, me eché en la cama y, una vez calmada, escribí, sin tener la seguridad de qué contestar, pero escribí... con trazas temblorosas, como incrédulas, esculpidas en un papel, ahora ya sí, con matasellos y destinatario conocido. Correos y la ilusión mantenida a dos bandas por dos personas que no se conocían, remotas en espacio, hicieron el resto. La frecuencia de nuestros envíos se cifraron en torno a una al mes y se mantuvieron unos tres años. Yo ansiaba la llegada de aquellas misivas; eran luz que definitivamente me llenaba de vida, filamentos hirvientes que me hacían sentir como llamada por la distinción o la fortuna. Premiada. Entre otras cosas, él me contaba cómo era su día a día, su profesión de periodista en un lugar que por primera vez oía nombrar, Glasgow, Escocia, que estaba casado y que tenía un par de retoños monísimos de apenas 3 y 5 años que le hacían las noches imposibles pero a los que quería con locura.

Yo fantaseaba y me recreaba con cada una de las líneas, esperando sus pensamientos, sus sensaciones… y a mi vez, correspondía, una, dos, tres y muchas veces. Le hablaba de mis padres, sobre todo, pero también de mi trabajo en la Improver, de cómo mi madre me enseñó en casa a hacer punto de cruz, vainica o a bordar a mano en bastidor y en máquina, pericia que sigo practicando a pesar de mi edad, o incluso una senda que había muy especial para mí y que comunicaba la calle Valencia con el barrio de San Roque y que algunas tarde recorría para tomarme un tazón de leche bien caliente en casa de mis abuelos. Era una sensación única, la de poder compartir desde la distancia mi propia vida.  

Cierto día llegué a casa para comer tras el trabajo, como tantos otros. A mis padres les acompañaba un invitado. Sobresalto de entrada, ¡cruce de cables en mi mente! No era normal que tuviéramos invitados, y más alguien al que jamás había visto. ¡Qué extraño!, pensé de entrada al ver aquel hombre de mediana edad, con cámara de fotos colgando de la pechera y generosa presencia. Mi madre hizo de maestra de ceremonias.

- Hola Josefina, ¿qué tal el día? Este señor se llama Peter Anderson, es periodista y ha venido desde Escocia a conocerte. Dice que te conoce.

No articulé palabra, reconozco que nunca me sentí más vulnerable y superada. En ningún momento había sabido de su intención, es cierto; nos habíamos escrito, contado casi de todo, pero en ninguna de sus palabras insinuó su deseo de venir a Novelda, de conocerme en persona, aun manteniendo el contacto ya unos dos años regularmente. Aquel día el inesperado periodista escocés conoció el arroz con conejo, especialidad de la casa y, cómo no, del lugar. Mi padre aprovechó para departir con él acerca de su profesión de periodista, allá en Glasgow, y en ponerlo al corriente, de paso, de las costumbres y querencias de Novelda. Subimos al Santuario; tenía que ver nuestro Castillo, tan distinguido y referido por mí en las cartas… y paseamos la mirada curiosa de Peter por los lugares más señalados del pueblo, caminando, charlando como hacen viejos amigos que se reencuentran después de veinte años y que desean ponerse al día en un par de horas. El viaje lo concluimos en Alicante, dando pisadas distraídas en una explanada que reflejaba un crisol de luces deslumbrantes y bajo un sol egregio que se desplomaba desde las azoteas como un conquistador de tierras yermas. 
Después de aquella visita, continuamos nuestros envíos, puede que un año o algo más. Hasta que cierto día, como todo cuento que te muestra un desenlace que no deseas, recibí una carta de Peter Anderson en la que me anunciaba un traslado de ciudad por motivos de trabajo, sin más, y que por tal circunstancia, subrayó, “cabía la posibilidad de que se espaciaran los envíos, las notas, la comunicación...”. Y así fue.

A salvo quedó, y de cuando en cuando aún acaricio entre alguna que otra lágrima, la romántica cuartilla de mi inocente nota volandera echada como polizón al fondo de una caja de tomates… y la verdad vivida de todo, impresa en la columna de un periódico de Glasgow y publicada por el mismo Peter Anderson en recuerdo a aquella joven con la que inesperadamente cruzó su destino durante algo más de tres años. En memoria de lo que un día para ambos se fraguó, sin saber cómo ni por qué, al fondo de una caja de tomates. Como la botella de Sting, llevada a eterna entre remitente y destinatario desde el día en que fue abierta. 

(Colaboración de: Claudio Rizo)
 

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