Y se acordaba de nuestros nombres...

lunes, 21 de febrero de 2011


 
Alicante se oscurece bajo el reflejo de las luces y el pegajoso repiqueteo de los cláxones.
Hay coches por doquier en un sábado cualquiera (estamos los terceros en todas las provincias españolas en tráfico rodado por metro cuadrado, ¡qué chuli!). Mi novia y yo nos encontramos en ese trámite postrero de la cena en el que las manos se nos van de las manos y los ojillos se nos entornan continuamente entre el guiño cómplice y la sugerencia oculta. Para no dejar un precedente, somos los últimos en abandonar el local, huérfano ya de clientes; sólo las miradas algo contrariadas de los camareros nos acompañan a la salida con forzada simpatía. En la calle, ella se ase a mi brazo izquierdo, tiernamente; yo, dibujando un escorzo de felicidad, desenfundo un cigarro, que casi acomplejado aparece en la ciudad…, y juntos, enfrentamos un frío muy frío, de un enero muy enero, excesivo para la templanza levantina. La temperatura en Alicante invita once meses al año a llevar, a lo más, una camisa y una chaqueta. Pero hoy hemos dado con el “duodécimo” mes más inhóspito, con una noche en la que se te permite escuchar los vientos en constante reyerta tras una esquina.
La calle desemboca en la conocida Rambla, una avenida larga, de doble dirección, ganada por luces gritonas y toses de motor, y que es el refrendo permanente de ese triste récord de tráfico. Cruzarla es una odisea. En la noche del “Sábado noche” no hay diablo que nos deje pasar ni corazón al que se le agriete el alma ante nuestra desangelada espera. Por fin la hilada de coches ve interrumpido su curso. Algún novato está aparcando, con el esquema del “buen conductor”, seguro, grabado aún en su memoria, lo que favorece el movimiento rápido de los viandantes. Allá vamos. Al cruzar, me sobreviene un golpe de entrega, de alegría, y beso la fría mejilla de mi pareja, con suavidad; quizás, ni ella se entera por lo anestesiada que la tiene. Pero sí, me nota, lo noto: me sonríe... Justo en ese momento, aparece “ella”. De golpe. Se dibuja en su rostro una inocencia infantil que raya con la beatitud. Aparentemente, pura inocencia. Nos gusta de entrada. Es de las niñas que portan un ángel en la mirada. Además es guapa. De rasgos orientales, sin llegar aún a la mayoría de edad, entreveo. Bajita, bastante más que nosotros, de modo que levanta la cara en su “ofrecimiento”. Va arropada, muy arropada, como si una caravana de bufandas cercara su frágil cuello para protegerlo. Y se ha dado cuenta de que nuestras carantoñas anteriores (creo que nos observaba desde el otro lado de la calle) no obedecían sólo al deseo de aplacar las ventiscas de la noche… Así que viene a nuestro encuentro. “¿Una rosa? Son dos euros”, nos sugiere con esa sonrisa robada a los sinsabores de la vida.
No suelo comprarlas, pues casi siempre acaban marchitas entre alcoholes o enrolladas en el fondo de la papelera más cercana. ¿Qué vida llevará esta pobre criatura salida de un legajo de una literatura fantástica, que no sabes si feliz o tortuosa?, me pregunto. No tendrá más de quince años. “¿Cómo te llamas?”, repongo con mi sonrisa más cálida (su indescifrable nombre no acude a mi parca memoria en este momento). Extraigo dos euros de mi bolsillo (nunca, jamás llevo cartera encima; seguramente en este momento estoy más indocumentado que ella, pienso). “No quiero flores –le digo-. Los euros son ti…”. Parece buena y gentil, mi sexto sentido me lo anuncia, mucho mejor que cualquiera de los conductores que nos impedían el paso minutos antes. Pero insiste: “No señor (señor me llama; me sorprende, pero la entiendo), tome las flores. Son suyas”. ¡Se me cae el cielo!

Mi novia y yo le decimos cómo nos llamamos, y se entreabre una muy escueta comunicación, favorecida por el espontáneo cariño, aunque dañada por la frontera del idioma. Un embrujo se ha apoderado de nosotros, sin duda, y creo que de ella…, mientras por momentos la percibo como si de una hermana pequeña se tratara. En sus ojos como olivas veo los océanos y los kilómetros recorridos que la separan de su tierra, sus afanes y sus luchas. Y también las incomprensibles trampas de esta puta vida. Que tan diferentes y esquivos destinos, permite, a veces, conciliar en pocos centímetros.

Al poco se aleja..., debe seguir trabajando. Pero nos obsequia desde lo lejos con una mueca generosa, una sonrisa vaporosa, aunque también indecisa, como la de ese mar y ese cielo que ha perdido en su viaje y que algún día espera recuperar. Su brazo esboza, a media distancia, un ademán de “adiós” agradecido en el único idioma que no conoce de lenguajes ni fronteras, el gestual.

Cada vez que volvemos a pasear por Alicante, por esa zona, nos acordamos de ella. Hace poco, la volvimos a ver. Le dimos dos euros, sin más.
Y se acordaba de nuestros nombres...

(Claudio Rizo).

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