El Violinista

lunes, 2 de junio de 2008

Enfundado en su elegante traje e iluminado por una suave luz que parece emanar de él, firmemente parado frente a un público silencioso y expectante; el hombre toma entre sus manos con infinito amor el preciado instrumento y en un instante comienza el milagro esperado.

La música del violín se eleva grandiosa y el aire parece estremecerse por un segundo, para luego acoplarse a la melodía, volviéndose dulce, tormentoso, alegre, triste, embriagador; a medida que la magia de los pentagramas se devela. El alma del violinista se descarga como una lluvia de colores por las finas y tensas cuerdas y atraviesa cual saeta las otras almas que escuchan subyuga-das.

El artista crece suspendido sobre el resto de los mortales que ocupan la lujosa sala y su apasionado rostro descansa entre acariciante y posesivo contra el instrumento en una simbiosis perfecta; creando una figura grandiosa, una deidad mitológica.

En un rincón del amplio cortinado, oculta a la vista de todos, una mujer con lágrimas en los ojos escucha extasiada; el corazón sangrante por el dolor que produce en ella esa comunión total, de la cual se siente solo una espectadora más.

La música invade armónica y majestuosa todo el lugar, convirtiéndose en una ola que derrumba paredes, mármoles y cristales hasta llegar al éter infinito, donde seguramente deleita oídos celestiales.

En el mismo instante en que el desgarrador sonido del violín anticipa la dolorosa separación de los amantes, la joven se desliza hacia el exterior del gran teatro; mientras a sus espaldas el público explota en gritos y aplausos.

Con los ojos anegados totalmente por el llanto, se encamina lentamente hacia las sombras del pasado del genial hombre, para perderse para siempre entre ellas. No puede competir con semejante amante.

María Magdalena Gabetta – Febrero de 2005.-

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