Ídolos de Barro

domingo, 1 de junio de 2008

Todos tenemos amores imaginarios en la infancia, o al menos ese fue mi caso. En mi vida había tres personas que se repartían mi devoción y mi corazón a partes iguales: Superman (Christopher Reeve), mi vecino Luis (cinco años mayor que yo) y mi primo Juan (doce años mayor). El ranking a lo largo de los meses variaba en función de que saliese una nueva película de la saga de Superman, fuese verano y nos trasladásemos entonces a la casa donde Luis era mi vecino, o fuéramos de visita a casa de mi tía y apareciese de repente mi primo, con su aire de universitario progre, reaccionario e inconformista, en la España de la transición.
Cómo es la vida, curiosa y dura a la vez...no deja de sorprenderme.
Superman, el verdadero, el de carne y huesos, como todos sabréis, murió hace poco más de un mes. No fue la criptonita en este caso, sino el destino en forma de caballo. Ni su capa roja ni sus “superpoderes” pudieron salvarle de una vida limitada que, lejos de convertirse en un obstáculo insalvable, fue su estímulo de superación. Así nos enseñó a muchos que el auténtico superhombre, como apuntó Nietzsche, estaba aún por descubrir.
Luis creció y se enamoró de otra chica que no fui yo. Creo que se trataba de una compañera de la carrera. Alguien de Granada. Se casaron hace tres años. No recuerdo haber intercambiado con él más de diez palabras en toda mi vida. Debió de pensar que era deficiente mental o sordomuda, en aquellos tiempos en los que mantener la mirada a cualquier chico más de cinco segundos era el interruptor que encendía mis mejillas por obra y gracia del subidón de adrenalina.
Mi primo Juan mantuvo una relación sentimental con la heroína. Salió mil veces de ella y otras mil bajó a los infiernos a buscarla.
Cuando lo encontraron los policías en la calle, pensaron que estaba dormido. Hoy hace siete años que murió de sobredosis.
Nadie le lloró, excepto la niña que hay en mí que aún recuerda cómo era antes de su suicidio.
Nadie fue a su entierro.
Nadie preguntó nada...
La Dama
“El sol de medianoche entró por la ventana
y con la luz de un coche se iluminó tu cara.
La lluvia que mojaba tus calles tan lloradas;
quisiera que limpiara también tu alma.
Y no amanece.
Y no amanece.
Y no amanece.
La luz del sol gritaba tu nombre tan lejana,
tus párpados trataban de no oir la llamada.
Y no amanece en tu cara.
Y no amanece en tu espalda.
Y no amanece en casa.
El ruido de la calle también te recordaba,
pero al coger tu mano no despertabas.
Y no amanece en tu cara.”
(Los Secretos)

0 Gotas de Lluvia sobre mi Paraguas Rojo:

 

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